Emite señales contradictorias.

Atrévete a encontrar el amor verdadero




Una vez que la gente percibe tu presencia, y que, incluso, se siente vagamente intrigada por ella, debes fomentar su interés antes de que lo dirija a otro. Lo obvio y llamativo puede atraer su atención al principio, pero esa atención suele ser efímera; a la larga, la ambigüedad es mucho más potente. La mayoría somos demasiado obvios; tú sé difícil de entender. Emite señales contradictorias: duras y suaves, espirituales y terrenales, astutas e inocentes. Una mezcla de cualidades sugiere profundidad, lo que fascina tanto como confunde. Un aura elusiva y enigmática hará que la gente quiera saber más, y esto la atraerá a tu círculo. Crea esa fuerza sugiriendo que hay algo contradictorio en ti.

BUENO Y MALO.

En 1806, cuando Prusia y Francia estaban en guerra, Augusto, el apuesto príncipe de Prusia y sobrino de Federico el Grande, de veinticuatro años de edad, fue capturado por Napoleón. En vez de encarcelarlo, Napoleón le permitió vagar por territorio francés, vigilándolo muy de cerca con espías. El príncipe era devoto del placer, y pasó su tiempo yendo de una ciudad a otra y seduciendo a jóvenes mujeres. En 1807 decidió visitar el Cháteau de Coppet, en Suiza, donde vivía la gran escritora francesa Madame de Staél. Augusto fue recibido por su anfitriona con toda la ceremonia de 

Que ésta era capaz. Tras presentarlo a sus demás huéspedes, todos se retiraron a un salón, donde hablaron de la guerra de Napoleón en España, la moda en París y cosas por el estilo. De pronto se abrió la puerta y entró otro huésped, una mujer que por algún motivo había permanecido en su habitación durante el alboroto del arribo del príncipe. Era Madame Récamier, de treinta años, la mejor amiga de Madame de Staél. Ella misma se presentó con el príncipe, y se retiró de inmediato a su recámara.



Augusto sabía que Madame Récamier estaba en el cháteau. De hecho, había oído muchas historias sobre esa infausta mujer, a quien, en los años posteriores a la Revolución francesa, se consideraba la más bella de Francia. Los hombres enloquecían por ella, en particular en los bailes, cuando se quitaba el chal y revelaba los diáfanos vestidos blancos que había vuelto famosos, y bailaba con desenfreno. Los pintores Gérard y David habían inmortalizado su rostro y forma de vestir, y aun sus pies, juzgados los más hermosos que nadie hubiera visto jamás; además, ella había roto el corazón de Lucien Bonaparte, hermano del emperador Napoleón. A Augusto le agradaban mujeres más jóvenes que Madame Récamier, y había ido al cháteau a descansar. Pero esos breves momentos en los que ella había acaparado la atención con su entrada repentina lo tomaron por sorpresa: era tan bella como la gente decía; pero más impresionante aún que su hermosura era su mirada, que parecía muy dulce, verdaderamente celestial, con un dejo de tristeza. Los demás invitados siguieron conversando, pero Augusto ya sólo podía pensar en Madame Récamier.


Durante la cena esa noche, la observó. Ella no habló mucho, y mantuvo la vista abajo, pero volteó una o dos veces, directo al príncipe. Terminada la cena, los huéspedes se reunieron en la galería, y alguien llevó un arpa. Para deleite del príncipe, Madame Récamier empezó a tocar, entonando una canción de amor. Entonces, ella cambió de repente: había picardía en sus ojos cuando lo veía. La voz angelical, las miradas, la energía que animaba su faz hicieron sentir al príncipe que la cabeza le daba vueltas. Estaba confundido. Cuando lo mismo sucedió la noche siguiente, Augusto decidió prolongar su estancia en el cháteau.

En los días posteriores, el príncipe y Madame Récamier pasearon juntos, remaron en el lago y asistieron a bailes, en los que él la tuvo por fin entre sus brazos. Charlaban hasta bien entrada la noche. Pero nada se aclaraba para él: ella parecía muy espiritual, muy noble, pero luego estaba un roce de la mano, un súbito comentario insinuante. 

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Tras dos semanas en el cháteau, el soltero más codiciado de Europa olvidó sus hábitos de libertinaje y propuso matrimonio a Madame Récamier. Se convertiría al catolicismo, la religión de ella, y Madame se separaría de su vetusto esposo. (Ella le había dicho que su matrimonio no se había consumado nunca, y que por tanto la iglesia católica podía anularlo.) Madame Récamier se iría a vivir con él a Prusia. Ella prometió hacer lo que él quisiera. El príncipe salió corriendo a Prusia, en busca de la aprobación de su familia, y Madame regresó a París para obtener la anulación requerida. Augusto la abrumó con cartas de amor, y esperó. Pasó el tiempo; creyó enloquecer. 

Entonces, por fin, una carta: ella había cambiado de opinión.


Meses después, Madame Récamier envió a Augusto un regalo: el famoso cuadro de Gérard en el que ella aparecía recostada en un sofá. El príncipe pasó horas frente a él, tratando de penetrar el misterio detrás de esa mirada. Se había sumado a la compañía de las conquistas de Madame Récamier; a hombres como el escritor Benjamín Cons-tant, quien dijo de ella: "Fue mi último amor. El resto de mi vida, fui como un árbol fulminado por un rayo".


Interpretación. La lista de las conquistas de Madame Récamier no hizo sino volverse cada vez más impresionante conforme su edad avanzaba: en ella estuvieron el príncipe Metternich, el duque de Wellington, los escritores Constant y Chateaubriand. Para todos estos hombres, Madame Récamier era una obsesión, que no hacía más que intensificarse cuando se alejaban de ella. 


La fuente del poder de Madame era doble. Primero, poseía un rostro angelical, que atraía a los hombres. Esa cara apelaba a su instinto paternal, encantando con su inocencia. Pero luego asomaba una segunda cualidad, en las miradas insinuantes, el baile desenfrenado, la súbita alegría: todo esto tomaba por sorpresa a los hombres. Era evidente que en ella había más de lo que ellos creían, una enigmática complejidad. 

Cuando estaban solos, ellos se descubrían ponderando estas contradicciones, como si un veneno corriera por su sangre. Madame Récamier era un acertijo, un problema por resolver.


Ya fuese que se quisiera una diablesa coqueta o una diosa inalcanzable, I ella podía serlo, al parecer. Sin duda, Madame alentaba esta ilusión al mantener a los hombres a cierta distancia, para que nunca pudieran descifrarla. Y era la reina del efecto calculado, como lo muestra su sorpresiva entrada al Cháteau de Coppet, que la volvió el centro de la atención, así fuera sólo unos segundos.


El proceso de la seducción implica llenar la mente de alguien con tu imagen. Tu inocencia, belleza o coquetería pueden atraer la atención de esa persona, pero no su obsesión; ella pasará pronto a la siguiente imagen impactante. Para ahondar su interés, debes sugerir una complejidad imposible de comprender en una o dos semanas. Eres un misterio elusivo, un señuelo irresistible, que augura enorme placer a quien pueda poseerlo. Una vez que los demás empiezan a fantasear contigo, están al borde de la escurridiza pendiente de la seducción, y no podrán evitar resbalar.

ARTIFICIAL Y NATURAL.

El mayor éxito en Broadway en 1881 fue la opereta Patience (Paciencia), de Gilbert y Sullivan, una sátira del mundo bohemio de los dandys y estetas entonces en boga en Londres. Para aprovechar esa moda, los promotores de la opereta decidieron invitar a una gira de conferencias en Estados Unidos a uno de los estetas más notorios de [Inglaterra: Oscar Wilde. 


De sólo veintisiete años en aquellos días, Wilde era más ramoso como personalidad pública que por el pequeño conjunto de sus obras. Los promotores estadunidenses estaban seguros de que su público quedaría fascinado con ese hombre, a quien imaginaban paseando siempre con una flor en la mano, pero no esperaban que ese efecto fuera perdurable; él dictaría un par de conferencias, la novedad pasaría y ellos lo embarcarían de regreso a su país. La suma ofrecida era cuantiosa, y Wilde aceptó. A su llegada a Nueva York, un empleado aduanal le preguntó si tenía algo que declaran "No tengo nada que declarar", contestó él, "salvo mi genio".


Llovieron invitaciones: la sociedad de Nueva York tenía curiosidad por conocer a esa rareza.


Las mujeres hallaron encantador a Wilde, pero los periódicos fueron menos amables; The New York Times lo llamó una "farsa estética". Una semana después de su arribo, Wilde dio su primera conferencia. La sala estaba a reventar; habían asistido más de mil personas, muchas de ellas sólo para ver cómo era él. Y no se decepcionaron. Wilde no portaba una flor, y era más alto de lo que suponían, pero tenía una larga y suelta cabellera y llevaba puesto un traje verde de terciopelo con corbatín, así como pantalones de montar y medias de seda. Muchos en el público se desconcertaron; al mirarlo desde sus asientos, la combinación de su gran estatura y lindo atavío era un tanto repulsiva. Algunas personas rieron francamente, y otras no pudieron ocultar su malestar. Supusieron que ese hombre les sería odioso. Pero entonces él comenzó a hablar.

El tema era el "Renacimiento inglés", el movimiento del "arte por el arte" de la Inglaterra de fines del siglo XIX. La voz de Wilde resultó hipnótica; hablaba acompasadamente, en forma afectada y artificial, y pocos comprendían en verdad lo que decía, pero su discurso era muy ingenioso, y fluía. Su apariencia era extraña, sin duda, pero ningún neoyorquino había visto ni oído nunca a un hombre tan enigmático, y la conferencia fue un gran éxito. Aun los periódicos la aclamaron. Semanas después, en Boston, unos sesenta muchachos de Harvard prepararon una emboscada: se burlarían de ese poeta afeminado vistiendo pantalones de montar, llevando flores y aplaudiendo ruidosamente su entrada. Wilde no se alteró en lo más mínimo. El público rio histéricamente de sus improvisados comentarios; y cuando los jóvenes lo interrumpían, él conservaba la dignidad, sin delatar enojo alguno. Una vez más, el contraste entre su actitud y su apariencia hizo que semejara ser más bien extraordinario. 

Muchos quedaron profundamente impresionados, y Wilde iba en camino de convertirse en una sensación.


La corta gira de conferencias se volvió un acontecimiento nacional. En San Francisco, el conferencista visitante de arte y estética resultó capaz de vencer a todos bebiendo, y de jugar póquer, lo que hizo de él el éxito de la temporada. En su marcha de regreso de la costa oeste, Wilde haría escalas en Colorado; pero el señorito poeta fue advertido de que si se atrevía a presentarse en la ciudad minera de Leadville, se le colgaría del árbol más alto. Esa era una invitación que Wilde no podía rechazar. Al llegar a Leadville, ignoró a los impertinentes y las miradas desagradables; recorrió las minas, bebió y jugó cartas, y luego conferenció sobre Botticelli y Cellini en las tabernas. Como todos los demás, también los mineros cayeron bajo su hechizo, al grado de bautizar una mina con su nombre. A un vaquero se le oyó decir: "Este amigo será muy artista, pero nos puede vencer bebiendo a todos, y llevarnos cargando a casa de dos en dos".

Interpretación. En una fábula que improvisó en una cena, Oscar Wilde contó que unas limaduras de acero tuvieron el súbito deseo de visitar a un imán cercano. Mientras hablaban de eso, descubrieron que cada vez se acercaban más al imán, sin saber cómo ni por qué. Finalmente, fueron jaladas en montón a uno de los costados del imán. Entonces el imán sonrió, porque las limaduras estaban absolutamente ciertas de que hacían esa visita por voluntad propia. Ese mismo era el efecto que el propio Wilde ejercía en todos los que lo rodeaban.


El atractivo de Wilde era más que un mero subproducto de su carácter: era totalmente calculado. Adorador de la paradoja, él exageraba a conciencia su rareza y ambigüedad, el contraste entre su apariencia amanerada y su ingeniosa y fluida actuación. Naturalmente cordial y espontáneo, creó una imagen que iba contra su naturaleza. La gente se sentía repelida, confundida, intrigada y finalmente atraída por ese hombre, que parecía imposible de entender.


La paradoja es seductora porque juega con el significado. Nos oprime en secreto la racionalidad de nuestra vida, en la que todo está destinado a significar algo; la seducción, en contraste, prospera en la ambigüedad, en las señales contradictorias, en todo lo que elude la interpretación. La mayoría de las personas son exasperantemente obvias. Si su carácter es extravagante, podría atraemos de momento, pero la atracción pasará; no hay profundidad, ningún movimiento en contra, que tire de nosotros. La clave tanto para atraer como para mantener la atención es irradiar misterio. Y nadie es misterioso por naturaleza, al menos no por mucho tiempo; el misterio es algo en lo que tienes que trabajar, una estratagema de tu parte, y algo que debe usarse pronto en la seducción. Muestra una parte de tu carácter, para que todos la noten. (En el caso de Wilde, ésa era la afectación amanerada que transmitían su ropa y sus poses.) Pero emite también una señal distinta: algún signo de que no eres lo que pareces, una paradoja. No te preocupes si esta cualidad oculta es negativa, como peligro, crueldad o amoralidad; la gente se sentirá atraída por el enigma de todas maneras, y es raro que la bondad pura sea seductora. 

La paradoja era en su caso sólo la verdad puesta de cabeza para llamar la atención.
—Richard Le Gallienne, sobre su amigo Oscar Wilde.

CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.

La seducción no avanzará nunca a menos que puedas atraer y mantener la atención de tu víctima, convirtiendo tu presencia física en una obsesiva presencia mental. En realidad es muy fácil crear esa primera incitación: una tentadora forma de vestir, una mirada sugestiva, algo extremoso en ti. ¿Pero qué pasa después? Nuestra mente recibe un bombardeo de imágenes, no sólo de los medios de información, sino también del desorden de la vida diaria. Y muchas de esas imágenes son muy llamativas. Tú pasas a ser entonces apenas una cosa más que clama atención; tu atractivo se acabará a menos que actives una clase de hechizo más duradero que haga que la gente piense en ti en ausencia tuya. Esto significa cautivar su imaginación, haciéndola creer que en ti hay más de lo que ve. Una vez que la gente empiece a adornar tu imagen con sus fantasías, estará atrapada.


Esto debe hacerse pronto, antes de que tus objetivos sepan demasiado y se fijen las impresiones sobre ti. Debería ocurrir en cuanto ellos te ponen los ojos encima. Al emitir señales contradictorias en ese primer encuentro, creas cierta sorpresa, una ligera tensión: pareces ser algo (inocente, desenvuelto, intelectual, ingenioso), pero lanzas también un destello de algo más (diabólico, tímido, espontánea, triste). Mantén la sutileza: si la segunda cualidad es demasiado fuerte, parecerás esquizofrénico. Pero haz que la gente se pregunte por qué eres tímido o triste bajo tu desenvuelto ingenio intelectual, y conseguirás su atención. Dale una ambigüedad que le haga ver lo que quiere, atrapa su imaginación con algunos atisbos voyeristas de tu alma oscura.

El filósofo griego Sócrates fue uno de los más grandes seductores de la historia; los jóvenes que lo seguían como estudiantes no sólo se fascinaban con sus ideas: se enamoraban de él. Uno de ellos fue Alci-bíades, el conocido playboy que se convertiría en una poderosa figura política hacia fines del siglo V a.C. En el Simposio de Platón, Alcibía-des describe los poderes seductores de Sócrates comparándolo con las figurillas de Sileno que se hacían entonces. En el mito griego, Sileno era muy feo, pero también un profeta sabio. En consecuencia, sus estatuas eran huecas; y cuando se les desmontaba, se encontraban figurillas de dioses dentro: la verdad y belleza interiores bajo el poco atractivo exterior. Para Alcibíades, lo mismo ocurría con Sócrates, quien era tan feo que resultaba repelente, pero cuyo rostro irradiaba belleza y satisfacción internas. El efecto era confuso y atractivo. Otra gran seductora de la antigüedad, Cleopatra, también emitía señales contradictorias: físicamente tentadora a decir de todos —en voz, rostro, cuerpo y actitud—, también tenía una mente que bullía de actividad, lo que para muchos autores de la época la hacía parecer de espíritu un tanto masculino. Estas cualidades contrarias le daban complejidad, y la complejidad le concedía poder.


Para captar y mantener la atención de los demás, debes mostrar atributos que vayan contra tu apariencia, lo que producirá profundidad y misterio. Si tienes una cara dulce y un aire inocente, emite indicios de algo oscuro, e incluso vagamente cruel, en tu carácter. Esto no debe anunciarse en tus palabras, sino en tu actitud. El actor Errol Flynn poseía un angelical rostro de niño, y un leve aire de tristeza. Pero bajo esa apariencia las mujeres percibían una honda crueldad, una vena criminal, una excitante clase de peligro. Esta interacción de cualidades opuestas atraía un interés obsesivo. El equivalente femenino es el tipo personificado por Marilyn Monroe: tenía cara y voz de niña, pero de ella también emanaba algo poderosamente atrevido y sexual. Madame Récamier lo hacía todo con los ojos: una mirada de ángel, repentinamente perturbada por algo sensual e insinuante.


Jugar con los roles de género es una suerte de paradoja enigmática con una larga historia en la seducción. Los mayores donjuanes han tenido siempre un toque de lindura y feminidad, y las cortesanas más atractivas una veta masculina. Sin embargo, esta estrategia sólo es eficaz cuando la cualidad oculta se sugiere apenas; si la mezcla es demasiado obvia o llamativa, parecerá extraña, y aun amenazadora. Ninon de l'Enclos, la gran cortesana francesa del siglo XVII, era de apariencia decididamente femenina, pero a todos los que la conocían les impresionaba un dejo de agresividad e independencia en ella, aunque sólo un dejo. Gabriele d'Annunzio, el novelista italiano de fines del siglo XIX, era ciertamente masculino en su trato; pero en él había una delicadeza, una consideración, adicional, y un interés en las galas femeninas. Las combinaciones pueden hacerse en cualquier sentido: Oscar Wilde era de apariencia y actitud muy femeninas, pero la sugerencia de fondo de que en realidad era muy masculino atraía tanto a hombres como a mujeres.

Una potente variación sobre este tema es la mezcla de vehemencia física y frialdad emocional. Dandys como Beau Brummel y Andy Warhol combinan una imponente apariencia física con una especie de frialdad en la actitud, una distancia de todo y de todos. Son al mismo [tiempo incitantes y elusivos, y la gente se pasa la vida persiguiendo a hombres como ésos, tratando de destruir su inasibilidad. (El poder de las personas aparentemente inasibles es sumamente seductor; queremos ser quien las derribe.) Individuos así se envuelven asimismo en la ambigüedad y el misterio, ya sea por hablar muy poco o por hacerlo sólo de temas superficiales, lo que deja ver una hondura de carácter imposible de alcanzar. 


Cuando Marlene Dietrich entraba a una sala o llegaba a una fiesta, todos los ojos se volvían inevitablemente hacia ella. Estaba primero su asombroso atuendo, elegido para llamar la atención. Luego, su aire de despreocupada indiferencia. Los hombres, y también las mujeres, se obsesionaban con ella, y la recordaban mucho después de desvanecidas otras remembranzas de esa noche. Recuerda: la primera impresión, esa entrada, es crucial. Exhibir excesivo deseo de atención indica inseguridad, y a menudo alejará a la gente; muéstrate demasiado frío y desinteresado, por otra parte, y nadie se molestará en acercarse a ti. El truco es combinar las dos actitudes al mismo tiempo. Esa es la esencia de la coquetería.


 Quizá seas célebre por una cualidad particular, que viene de inmediato a la mente cuando los demás te ven. Mantendrás mejor su atención si sugieres que detrás de esa fama acecha otra cualidad. Nadie ha tenido fama más mala y pecaminosa que Lord Byron. Lo que enloquecía a las mujeres era que detrás de su aspecto un tanto frío y desdeñoso, intuían que en realidad era muy romántico, e incluso espiritual. Byron exageraba esto con su aire melancólico y sus ocasionales buenas obras. Paralizadas y confundidas, muchas mujeres creían poder SER quien lo recuperara para la bondad, lo convirtiera en amante fiel. 'Una vez que una mujer abrigaba esa idea, estaba totalmente bajo su hechizo. No es difícil crear ese efecto seductor. Si se te conoce como eminentemente racional, por decir algo, insinúa algo irracional. Johannes, el narrador del Diario de un seductor, de Kierkegaard, trata prime-i a la joven Cordelia con formal cortesía, como ella lo espera por su fama. Pero Cordelia pronto, lo oye por casualidad, haciendo comentarios que sugieren una vena desenfrenada, poética, en su carácter, y eso le intriga y emociona.

Estos principios tienen aplicaciones más allá de la seducción sexual. Para mantener la atención de un grupo amplio, para seducirlo y que sólo piense en ti, debes diversificar tus señales. Exhibe demasiado una cualidad —aun si es noble, como conocimiento o eficiencia— y la gente sentirá que no eres bastante humano. Todos somos complejos y ambiguos, estamos Unos de impulsos contradictorios; si tú muestras sólo uno de tus lados, aun si es tu lado bueno, irritarás a la gente. Sospechará que eres hipócrita. Mahatma Gandhi, una figura sagrada, confesaba abiertamente sensaciones de enojo y venganza. John E Kennedy, la figura pública estadunidense más seductora de los tiempos modernos, era una paradoja ambulante: un aristócrata de la costa este con aprecio por la gente común, un hombre obviamente masculino —héroe de guerra— con una vulnerabilidad que se adivinaba bajo su piel, un intelectual que adoraba la cultura popular. La gente se sentía atraída por él como las limaduras de acero de la fábula de Wilde. Una superficie brillante puede tener encanto decorativo, pero lo que te hace voltear a ver un cuadro es la profundidad de campo, una ambigüedad inexpresable, una complejidad surreal.

Símbolo. El telón. En el escenario, sus pesados pliegues rojo subido atraen tu mirada con su hipnótica superficie. Pero lo que en verdad te atrae y fascina es lo que crees que ocurre detrás: la luz que asoma, la sugestión de un secreto, algo por suceder. Sientes el estremecimiento de un voyeur a punto de ver una función.

REVERSO.

La complejidad que proyectas sobre otras personas sólo las afectará de modo apropiado si son capaces de disfrutar del misterio. A algunas personas les gustan las cosas simples, y carecen de paciencia para perseguir a alguien que las confunde. Prefieren que se les deslumbre y desborde. La gran cortesana de la Belle Époque conocida como La Bella Otero ejercía una compleja magia sobre los artistas y figuras políticas que se prendaban de ella, pero a hombres menos complicados y más sensuales los dejaba estupefactos con su espectáculo y belleza. Cuando conocía a una mujer, Casanova podía vestir el más fantástico conjunto, con joyas y brillantes colores para deslumbrar al ojo; se servía de la reacción de la víctima para saber si exigía una seducción más compleja. Algunas de sus víctimas, en particular las jóvenes, no necesitaban más que la apariencia rutilante y hechizadora, que era realmente lo que deseaban, y la seducción se mantenía en ese plano.
Todo depende de tu blanco: no te molestes en crear profundidad para personas insensibles a ella, o a quienes incluso podría desconcertar o perturbar. Reconoce a estos tipos por su inclinación a los placeres más simples de la vida, su falta de paciencia para circunstancias más matizadas. Con ellos, sé simple.



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