FASE CUATRO.
Entrar a matar.
Primero trabajaste la mente de tus víctimas: la seducción mental. Después las confundiste y estimulaste: la seducción emocional. Ahora ha llegado el momento del combate cuerpo a cuerpo: la seducción física. En este punto, tus víctimas son débiles y rebosan deseo; si les muestras un poco de frialdad o indiferencia, desatarás pánico: te seguirán con impaciencia y energía erótica. (21: Dales la oportunidad de caer: El perseguidor perseguido). Para hacerlas hervir, adormece su mente y calienta sus sentidos. Lo mejor es que las atraigas a la lujuria emitiendo ciertas señales cargadas que las exalten, y que propaguen el deseo sexual como un veneno. (22: Usa señuelos físicos). El momento de atacar y entrar a matar llega cuando tu víctima arde en deseos pero no espera conscientemente él arribo del clímax. (23: Domina el arte de la acción audaz).
Una vez concluida la seducción, existe el peligro de que el desencanto aparezca y arruine tu arduo trabajo. (24: Cuídate de las secuelas). Si buscas una relación, deberás volver a seducir constantemente a la víctima, creando tensión y liberándola. Si tu víctima ha de ser sacrificada, hazlo rápida y típicamente, para que estés en libertad (física y psicológica) de pasar a la siguiente. El juego volverá a empezar entonces.
Dales la oportunidad de caer: El perseguidor perseguido.
Si tus objetivos se acostumbran a que seas tú el agresor, pondrán poca energía de su parte, y la tensión disminuirá. Debes despabilarlos, invertir la situación. Una vez sometidos a tu hechizo, da un paso atrás, y empezarán a seguirte. Comienza con un dejo de distanciamiento, una desaparición inesperada, la insinuación de que te aburres. Causa agitación fingiendo interesarte en otra. No seas explícito; que sólo lo sientan, y su imaginación hará el resto, creando la duda que deseas. Pronto querrán poseerte físicamente, y su compostura se evaporará. La meta es que caigan en tus brazos por iniciativa propia. Crea la ilusión de que se seduce al seductor.
GRAVEDAD SEDUCTORA.
A principios de la década de 1840, el centro de atención en el mundo del arte francés era una joven llamada Apollonie Sabatier. Su belleza era a tal grado natural que escultores y pintores competían por inmortalizarla en sus obras, aunque ella era también encantadora, de palabra fácil y seductoramente autosuficiente: atraía a los hombres. Su departamento en París se convirtió en centro de reunión de escritores y artistas, y pronto Madame Sabatier —como terminó por conocérsele, aunque no estaba casada— daba cobijo a uno de los salones literarios más importantes de Francia. Escritores como Gustave Flaubert, Alexandre Dumas padre y Théophile Gautier estaban entre sus invitados regulares.
Hacia fines de 1852, cuando tenía treinta años, Madame Sabatier recibió una carta anónima. El autor confesaba amarla hondamente. Inquieto por la idea de que ella considerara ridículos sus sentimientos, no revelaba su nombre; pero debía hacerle saber que la adoraba. Sa-batier estaba acostumbrada a tales atenciones —un hombre tras otro se habían enamorado de ella—, pero esta carta era diferente: ella parecía haber inspirado en ese hombre un fervor casi religioso. La carta, escrita con letra disimulada, contenía un poema dedicado a ella; titulado "A la que es demasiado alegre", comenzaba elogiando su belleza, pero terminaba con estos versos:
Así, yo quisiera una noche, Cuando la hora del placer llega, Trepar sin ruido, como un cobarde, A los tesoros que te adornan. [...] Y, ¡vertiginosa dulzura! A través de esos nuevos labios, Más deslumbrantes y más bellos, Inocularte mi veneno, ¡hermana mía!
A la adoración de su admirador se añadía claramente una extraña clase de lascivia, con un toque de crueldad. El poema la intrigó y perturbó, y no tenía idea de quién lo había escrito. Semanas después llegó otra carta. Como en la ocasión anterior, el autor envolvía a Madame Sabatier en una veneración digna de culto, mezclando lo físico y lo espiritual. Y como la vez anterior, había un poema, "Toda entera", en que escribió:
Ya que en ella todo está dictaminado, es difícil elegir. [...]
Mística metamorfosis
Que mis sentidos confunde Su aliento se vuelve música, ¡Su voz se troca en perfume!
Era evidente que el autor estaba obsesionado con la presencia de Madame, y pensaba sin cesar en ella; pero entonces ella empezó a obsesionarse con el poeta, pensando en él día y noche, y preguntándose quién sería. Las cartas posteriores sólo agudizaron el hechizo. Era halagador saber que él estaba fascinado por algo más que su belleza, pero también que no era inmune a sus encantos físicos.
Un día se le ocurrió a Madame Sabatier quién podía ser el autor Charles Baudelaire un joven poeta que había frecuentado su salón durante varios años. Parecía tímido, de hecho apenas si le había dirigido la palabra, pero ella había leído algo de su poesía; y aunque los poemas de las cartas eran más pulidos, el estilo era similar. En el departamento de ella, Baudelaire siempre se sentaba civilizadamente en una esquina-, pero ahora que Madame lo pensaba, le sonreía extraña, nerviosamente. Era la mirada de un joven enamorado. Cuando se presentaba, ella lo observaba con atención; y entre más lo hacía, más segura estaba de que él era el autor de aquellas cartas, aunque jamás confirmó su intuición, porque no quería hacerle frente: podía ser tímido, pero era hombre, y en algún momento tendría que abordarla. Ella estaba segura de que lo haría.
Luego, de repente las cartas dejaron de llegar, y Madame Sabatier no podía entender por qué, pues la última había sido más rendida que todas las anteriores.
Pasaron varios años, en los que Madame pensó a menudo en las cartas de su admirador anónimo, las cuales nunca se renovaron. En 1857, sin embargo, Baudelaire publicó un libro de poesía,
Las flores del mal, y Madame Sabatier reconoció varios de los versos: eran los que había escrito para ella. Esta vez estaban al descubierto para que todos los vieran. Poco más tarde, el poeta le envió un regalo: un ejemplar especialmente encuadernado de su libro, y una carta, en esta ocasión fumada con su nombre. Sí, escribió, él era el autor anónimo; ¿lo perdonaría por haber sido tan misterioso en el pasado? Además, sus sentimientos por ella eran más intensos que nunca:
"¿Pensó usted por algún momento que habría podido olvidarla? [...] Usted es para mí más que una preciada imagen evocada en sueños, es una superstición, [...] ¡mi compañera constante, mi secreto! Adiós, querida Madame. Beso sus manos con profunda devoción".
Esta carta tuvo mayor efecto en Madame Sabatier que las otras. Quizá fue la infantil sinceridad de él, y el hecho de que por fin le hubiera escrito directamente; tal vez fue que él la amaba pero no le pedía nada, a diferencia de todos los demás hombres que ella conocía, quienes en cierto momento siempre habían resultado desear algo.
Sea lo que fuere, ella tenía un deseo incontrolable de verlo. Al día siguiente lo invitó a su departamento, a solas. Baudelaire se presentó a la hora fijada. Se sentó nerviosamente en una silla, mirando a Madame con sus grandes ojos, diciendo poco, y lo que dijo era formal y cortés. Parecía distante. Cuando se marchó, una suerte de pánico se apoderó de Madame Sabatier, y al día siguiente le escribió una primera carta: "Hoy estoy más serena, y puedo experimentar más claramente la impresión de la tarde que pasamos juntos el martes. Puedo decirle, sin riesgo que usted crea que exagero, que soy la mujer más feliz sobre la faz de la Tierra, que nunca he sentido con más verdad que lo amo, ¡y que jamás lo he visto lucir más bello, más adorable, querido amigo!".
Madame Sabatier no había escrito nunca una carta así; siempre había sido la perseguida. Esta vez había perdido su usual control de sí misma. Y las cosas no hicieron más que empeorar: Baudelaire no contestó de inmediato. Cuando ella volvió a verlo, él se mostró más frío que antes. Ella tuvo la sensación de que había otra, de que su anterior querida, Jeanne Duval, había reaparecido repentinamente en su vida y lo alejaba de ella. Una noche, Madame tomó la iniciativa, lo abrazó, intentó besarlo, pero él no respondió, y halló al instante una ^excusa para retirarse. ¿Por qué de pronto era tan inaccesible? Ella empezó a ahogarlo en cartas, rogándole que la buscara. Sin poder dormir, esperaba toda la noche que él apareciera.
Jamás había experimentado tal desesperación. Tenía que seducirlo de algún modo, poseerlo, tenerlo para ella sola. Lo intentó todo —cartas, coquetería, toda clase de promesas— hasta que por fin él le escribió que ya no estaba enamorado de ella, y eso fue todo.
Interpretación. Baudelaire era un seductor intelectual. Quería abrumar a Madame Sabatier con palabras, dominar sus pensamientos, hacer que se enamorara de él. Físicamente, lo sabía, no podía competir con sus muchos otros admiradores: él era tímido, torpe, no particularmente apuesto.
Así que recurrió a su única fortaleza, la poesía. Perseguirla con cartas anónimas le concedía un estremecimiento perverso. Debía saber que ella se daría cuenta, finalmente, de que él era su corresponsal —nadie más escribía como él—, pero quería que ella lo descubriera por Besóla. Dejó de escribirle porque se interesó en otra, pero sabía que ella pensaría en él, se haría preguntas, quizá lo esperaría. Y cuando publicó su libro, decidió escribirle de nuevo, esta vez directamente, agitando el antiguo veneno que le había inyectado.
Cuando estuvieron solos, él pudo ver que ella esperaba que hiciera algo, que la abrazara, pero él no era esa clase de seductor.
Además, le daba placer contenerse, sentir su poder sobre una mujer a la que muchos deseaban. Para el momento en que ella pasó al contacto físico y tomó la iniciativa, la seducción había terminado para él. La había enamorado; eso era suficiente.
El devastador efecto del estira y afloja de Baudelaire sobre Madame Sabatier nos da una gran lección sobre la seducción. Primero, siempre es mejor guardar cierta distancia de tus objetivos.
No es preciso que llegues al grado de mantener el anonimato, pero no se te debe ver tan seguido, ni como impertinente. Si estás siempre ante ellos, si siempre eres quien toma la iniciativa, se acostumbrarán a ser pasivos, y la tensión en tu seducción se reducirá. Sírvete de cartas para que piensen en ti todo el tiempo, para nutrir su imaginación. Cultiva el misterio: impide que te entiendan. Las cartas de Baudelaire eran maravillosamente ambiguas, y combinaban lo físico y lo espiritual, así que engañaban a Sabatier con su multiplicidad de posibles interpretaciones.
Luego, en el momento en que tus blancos rebosen deseo e interés, cuando quizá esperen que des un paso —como ese día esperó Madame Sabatier en su departamento—, da marcha atrás. Sé inesperadamente distante, amigable pero hasta ahí; ciertamente no sexual. Permite que eso se asiente uno o dos días. Tu reticencia detonará ansiedad; y la única manera de aliviar esa ansiedad será perseguirte y poseerte. Da marcha atrás entonces, y harás que tus objetivos caigan en tus brazos como fruto maduro, ciegos a la fuerza de gravedad que los atrae a ti. Cuanto más participen, cuanto más comprometan su voluntad, más profundo será el efecto erótico. Los has desafiado para que usen sus poderes seductores en ti; y cuando reaccionen, la situación se invertirá, y te perseguirán con desesperada energía.
Me retraigo, y entonces le enseño a ella a ser victoriosa al perseguirme. Retrocedo sin cesar, y con este movimiento hacia atrás le enseño a conocer a través de mí todos los poderes del amor erótico, sus turbulentas ideas, su pasión, lo añorante que es, y la esperanza, y la expectación impaciente.
—Soren Kierkegaard.
CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.
Dado que somos criaturas naturalmente obstinadas y testarudas, así como proclives a sospechar de los motivos de los demás, en el curso de la seducción es totalmente natural que tu objetivo se te resista de alguna manera. Es raro que la seducción sea fácil o sin reveses. Pero una vez que tu víctima vence alguna de sus dudas y empieza a caer bajo tu hechizo, llegará un momento en que comenzará a soltarse. Quizá sienta que tú la llevas, pero lo disfruta. A nadie le gustan las cosas complicadas y difíciles, y tu objetivo esperará que la conclusión llegue rápido. Éste es el momento en que debes aprender a contenerte. Brinda el clímax placentero que él tan codiciosamente aguarda, sucumbe a la tendencia natural a dar pronto fin a la seducción, y perderás la oportunidad de incrementar la tensión, de caldear aún más la aventura. Después de todo, no buscas una víctima menuda y pasiva con quien jugar; quieres que el seducido comprometa con todas sus fuerzas su voluntad, se convierta en participante activo en la seducción. Deseas que te persiga, y que, entre tanto, caiga irremediablemente atrapada en tu telaraña.
La única forma de lograr esto es dar marcha atrás y provocar ansiedad.
Anteriormente ya te habías distanciado por motivos estratégicos (véase el capítulo 12), pero esto es distinto. El objetivo ya se ha enamorado de ti, y tu retraimiento dará lugar a ideas precipitadas: pierdes interés, en cierto modo es culpa suya, tal vez se deba a algo que hizo. En vez de pensar que los rechazas, tus objetivos querrán hacer esta otra interpretación; pues si la causa del problema es algo que ellos hicieron, podrán recuperarte si cambian de conducta. Si sencillamente tú los rechazaras, por el contrario, ellos no tendrían ningún control. La gente siempre quiere preservar la esperanza. Entonces te buscará, tomará la iniciativa, pensando que eso dará resultado. Ella elevará la temperatura erótica. Comprende: la voluntad de una persona se relaciona directamente con su libido, su deseo erótico. Cuando tus víctimas te esperan pasivamente, su nivel erótico es bajo. Cuan-do se vuelven perseguidoras, involucrándose en el proceso, hirviendo de tensión y ansiedad, la temperatura aumenta. Auméntala entonces tanto como puedas.
Cuando te retraigas, hazlo con sutileza; la intención es infundir inquietud. Tu frialdad o distancia saltará a la vista de tus objetivos [cuando estén solos, en forma de duda ponzoñosa que se filtrará en su mente. Su paranoia se volverá autogeneradora. Tu retroceso sutil hará que quieran poseerte, así que se arrojarán voluntariamente a tus brazos sin que los presiones.
Esto es diferente a la estrategia del capítulo 20, en la que infliges heridas profundas, creando una pauta de dolor y placer. En ese caso la meta es volver a tus víctimas débiles y dependientes; en éste, activas y enérgicas. Qué estrategia preferirás (es imposible combinarlas) dependerá de lo que desees y de las proclividades de tu víctima.
En el Diario de un seductor, de S0ren Kierkegaard, Johannes se propone seducir a la joven y bella Cordelia. Empieza siendo un tanto intelectual con ella, e intrigándola poco a poco. Luego le manda cartas románticas y seductoras. Entonces la fascinación de ella se convierte en amor. Aunque en persona él se mantiene algo distante, ella percibe grandes profundidades en él, y está segura de que la ama. Un día, mientras conversan, Cordelia tiene una sensación extraña: algo en él ha cambiado. Johannes parece más interesado en las ideas que en ella. En los días siguientes, esta duda se acrecienta: las cartas son un poco menos románticas, taita algo. Sintiéndose ansiosa, ella se vuelve paulatinamente enérgica, se convierte en perseguidora y deja de ser la perseguida. La seducción es entonces mucho más excitante, al menos para Johannes.
El retroceso de Johannes es sutil; da meramente la impresión a Cordelia de que su interés es un poco menos romántico que el día anterior. Vuelve a ser el intelectual. Esto incita la preocupante idea de que los encantos y belleza naturales de Cordelia ya no ejercen mucho efecto en él. Ella debe esforzarse más, provocarlo sexualmente, demostrar que tiene cierto poder sobre él. Arde entonces en deseos eróticos, llevada a ese punto por el sutil retiro del afecto de Johannes. Cada género tiene sus propios señuelos seductores, que le son naturales. El hecho de que intereses a alguien pero no respondas sexualmente es muy perturbador, y plantea un reto: encontrar la manera de seducirte. Para producir este efecto, revela primero interés en tus objetivos, por medio de cartas o insinuaciones sutiles. Pero cuando estés en su presencia, asume una especie de neutralidad asexual. Sé amigable, incluso cordial, pero nada más. Los empujarás así a armarse de los encantos seductores naturales a su sexo, justo lo que tú deseas.
En las etapas avanzadas de la seducción, deja sentir a tus objetivos que te interesa otra persona, lo cual es otra forma de dar marcha atrás. Cuando Napoleón Bonaparte conoció a la joven viuda Josefina de Beauharnais en 1795, le excitaron su exótica belleza y las miradas que le dirigía. Empezó a asistir a sus soirées semanales y, para su deleite, ella ignoraba a los demás hombres y permanecía a su lado, escuchándolo con atención. Se descubrió enamorándose de Josefina, y tenía todas las razones para creer que ella sentía lo mismo.
Luego, en una soirée, ella se mostró amigable y atenta, como de costumbre, salvo que fue igualmente amigable con otro hombre, un aristócrata de otro tiempo —como la propia Josefina —, el tipo de hombre con quien Napoleón jamás podría competir en modales e ingenio. Dudas y celos empezaron a bullir. Como militar, Napoleón conocía el valor de pasar a la ofensiva; y tras varias semanas de una campaña rápida y agresiva, la tuvo para él solo, y finalmente se casó con ella. Claro que Josefina, como astuta seductora, lo había preparado todo. No dijo que otro hombre le interesara, sino que su mera presencia en su casa, una mirada aquí y allá, gestos sutiles, dieron esa impresión. No existe manera más eficaz de dar a entender que tu deseo disminuye. Pero hacer demasiado obvio tu interés en otra persona podría resultar contraproducente.
Esta situación no se presta a que parezcas cruel; los efectos que persigues son duda y ansiedad. Tu posible interés en otro debe ser apenas perceptible a simple vista. Una vez que alguien se ha enamorado de ti, toda ausencia física producirá inquietud.
Literalmente, abres espacio. La seductora rusa Lou Andreas-Salomé tenía una presencia intensa; cuando un hombre estaba con ella, él sentía que sus ojos lo traspasaban, y con frecuencia le extasiaban la coquetería de sus modales y espíritu.
Pero luego, casi invariablemente ocurría algo: ella tenía que dejar la ciudad un tiempo, o estaría demasiado ocupada para verlo. Durante sus ausencias, los hombres se enamoraban perdidamente de Lou, y juraban ser más enérgicos la próxima vez que estuviera con ellos. Tus ausencias en este avanzado momento de la seducción deben parecer al menos un tanto justificadas. No insinúes un distanciamiento tranco, sino una ligera duda: quizá habrías podido hallar una razón para quedarte, quizá estés perdiendo interés, tal vez hay alguien más. En tu ausencia, el aprecio de la víctima por ti aumentará.
Olvidará tus defectos, perdonará tus faltas. En cuanto vuelvas, saldrá en pos de ti, como tú quieres. Será como si hubieras regresado de entre los muertos.
De acuerdo con el psicólogo Theodor Reik, aprendemos a amar únicamente por medio del rechazo. Cuando niños, nuestra madre nos colma de amor; no sabemos nada más. Pero cuando crecemos, empezamos a sentir que su amor no es incondicional. Si no nos portamos bien, si no la complacemos, ella puede retirarlo. La idea de que retirará su afecto nos llena de ansiedad, y, al principio, de furia; ya verá, liaremos un berrinche.
Pero esto nunca funciona, y poco a poco nos damos cuenta de que la única manera de impedir que ella vuelva a rechazarnos es imitarla: ser tan cariñosos, buenos y afectuosos como ella. Esto la unirá a nosotros muy profundamente. Esta pauta queda impresa en nosotros por el resto de nuestra vida; al experimentar rechazo o frialdad, aprendemos a cortejar y perseguir, a amar.
Recrea esta pauta primaria en tu seducción. Primero colma de afecto a tus objetivos. No tendrán muy clara la causa, pero experimentarán una sensación divina, y no querrán perderla.
Cuando ésta desaparezca, en tu retroceso estratégico, tendrán momentos de ansiedad y enojo, quizá hagan un berrinche, y luego surgirá la misma reacción infantil: la única forma de recuperarte, de asegurarte, será invertir la pauta, imitarte, ser los afectuosos los que dan. Es el terror al rechazo el que invierte la situación.
A menudo, esta pauta se repetirá naturalmente en un romance o relación. Una persona se muestra fría, la otra la persigue, luego se muestra fría a su vez, lo que convierte a la primera en perseguidora, y así sucesivamente. Como seductor, no dejes esto al azar. Haz que suceda. Enseñas a la otra persona a ser seductora, justo como la madre enseñó a su manera al hijo a corresponder a su amor retrocediendo. Por tu bien, aprende a disfrutar esta inversión de roles. No te limites a jugar a ser el perseguido; disfrútalo, entrégate a ello. El placer de que tu víctima te persiga puede sobrepasar con frecuencia la emoción de la caza.
Símbolo. La granada. Cuidadosamente cultivada y atendida, empieza a madurar. No la recojas muy pronto ni la desprendas del tallo; estará dura y amarga. Deja que gane peso y jugo, y retrocede: caerá por sí sola. Su pulpa es entonces más deliciosa.
REVERSO.
Hay momentos en que abrir espacio y crear ausencia te explotará en la cara. Una ausencia en un momento crítico en la seducción podría hacer que el objetivo perdiera interés en ti. Esto también deja demasiado al azar; mientras estás lejos, él podría hallar otra persona, y dejar de pensar en ti. Cleopatra sedujo fácilmente a Marco Antonio, pero tras sus primeros encuentros él regresó a Roma. Cleopatra era misteriosa y seductora; pero si dejaba pasar mucho tiempo, él olvidaría sus encantos. Así que abandonó su usual coquetería y fue en pos de él cuando estaba en una de sus campañas militares. Ella sabía que una vez que la viera, caería de nuevo bajo su hechizo y la perseguiría.
Usa la ausencia sólo cuando estés seguro del afecto del objetivo, y nunca la prolongues demasiado. Es más efectiva en un momento avanzado de la seducción. Asimismo, nunca abras demasiado espacio: no escribas con demasiada infrecuencia, no te comportes con excesiva frialdad, no muestres demasiado interés en otra persona. Esta es la estrategia de combinar placer y dolor, la cual se detalló en el capítulo 20, y creará una víctima dependiente, o incluso la hará renunciar por completo. Algunas personas, asimismo, son inveteradamente pasivas: esperan que des el paso audaz, y si no lo haces te creen débil. El placer por obtener de una víctima así es menor que el que recibirás de alguien más activo. Pero si te relacionas con este tipo de personas, haz lo necesario para salirte con la tuya, y luego termina el romance y pasa a otra cosa.
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