El error más grande en la seducción es ser demasiado comedido. Tu amabilidad quizá sea encantadora al principio, pero pronto se volverá monótona; te esmeras mucho en complacer, y pareces inseguro. En vez de agobiar a tus blancos con tu decencia, prueba infligirles algo de dolor. Atráelos con una atención concentrada, y luego cambia de dirección, pareciendo indiferente de pronto. Hazlos sentir culpables e inseguros. Instiga incluso un rompimiento, sometiéndolos a un vacío y dolor que te den margen para maniobrar; después, una reconciliación, una disculpa, él retorno a tu amabilidad de antes, hará que les tiemblen las piernas. Cuanto más bajo llegues, más alto ascenderás. Para aumentar la carga erótica, crea la excitación del temor.
LA MONTANA RUSA EMOCIONAL.
Una calurosa tarde de verano de 1894, don Mateo Díaz, residente de Sevilla de treinta y ocho años de edad, decidió visitar una fábrica local de tabaco. Gracias a sus relaciones, a don Mateo se le permitía recorrer el sitio, pero su interés no estaba en el aspecto mercantil. A don Mateo le gustaban las jóvenes, y cientos de ellas trabajaban en la fábrica. Justo como esperaba, ese día muchas se hallaban en estado de semidesnudez, por el calor: ¡vaya espectáculo! El disfrutó de la vista un rato, pero el ruido y la temperatura le afectaron pronto.
De pronto, mientras se dirigía a la puerta, una obrera de no más de dieciséis años lo llamó: "¡Caballero, si me da una moneda le cantaré una cancioncita!".
El nombre de la chica era Conchita Pérez, y parecía joven e inocente, de hecho hermosa, con una chispa en la mirada que sugería gusto por la aventura. La presa perfecta. Don Mateo escuchó su canción (que parecía vagamente sugestiva), le arrojó una moneda que equivalía al salario de un mes, se levantó el sombrero y se marchó. Nunca era bueno excederse tan de prisa. Mientras caminaba por la calle, tramaba cómo atraer a la muchacha a una aventura. De repente sintió una mano en su brazo, y al volverse la vio caminando a su lado. Hacía demasiado calor para trabajar, ¿sería él tan amable de acompañarla a su casa?
¡Claro! "¿Tienes novio?", preguntó don Mateo. "No", respondió ella. "Soy mocita."
Conchita vivía con su madre en una parte ruinosa de la ciudad. Don Mateo intercambió cortesías, deslizó a la madre algo de dinero (sabía por experiencia lo importante que era tener contenta a la madre) y se fue. Consideró esperar unos días, pero estaba impaciente, y volvió a la siguiente mañana. La madre estaba fuera. Conchita y él reanudaron sus juguetonas bromas del día anterior, y para su sorpresa ella se sentó de pronto en sus rodillas, le echó los brazos al cuello y lo besó.
Desbaratada su estrategia, él la abrazó y le devolvió el beso. Ella se levantó de un salto, destellantes los ojos de cólera: "Usted juega conmigo", le dijo, "me usa para saciar sus deseos".
Don Mateo negó tener tales intenciones, y se disculpó por haber llegado tan lejos. Cuando se marchó, se sentía confundido: ella había comenzado todo; ¿por qué debía sentirse culpable?
Y, sin embargo, así era.
Las jóvenes pueden ser demasiado impredecibles; es mejor ablandarlas poco a poco. En los días siguientes, don Mateo fue el caballero perfecto.
Hacía visitas a diario, colmando a madre e hija de regalos, y no hacía insinuaciones, al menos no al principio. La condenada muchacha le tomó tanta confianza que se vestía frente a él, o lo recibía en camisón. Esos atisbos de su cuerpo lo volvían loco, y a veces intentaba robarle un beso o una caricia, sólo para que ella lo rechazara y reprendiera. Pasaron semanas; él había demostrado claramente que lo suyo no era un capricho pasajero. Cansado del interminable cortejo, un día llevó aparte a la madre de Conchita y le propuso ponerle casa a su hija. La trataría como reina; ella tendría todo lo que quisiera. (Igual que la madre, por supuesto.) Sin duda su propuesta satisfaría a las dos. Pero al día siguiente llegó una nota de Conchita, en la que no expresaba gratitud, sino recriminación: don Mateo pretendía comprar su amor. "Jamás volverá usted a verme", concluyó. El salió corriendo a su casa, sólo para descubrir que las mujeres se habían mudado esa misma mañana, sin dejar dicho adónde iban.
Don Mateo se sintió terrible. Sí, se había portado como un grosero. La siguiente vez esperaría meses, o años de ser necesario, antes de ser tan arrojado. Sin embargo, pronto lo asaltó otra idea: jamás volvería a ver a Conchita. Sólo entonces se dio cuenta de lo mucho que la quería.
Pasó el invierno, el peor en la vida de Mateo. Un día de primavera iba por la calle cuando oyó que alguien lo llamaba por su nombre. Volteó;
Conchita estaba parada en una ventana abierta, radiante de emoción. Se inclinó hacia él y él besó su mano, fuera de sí de alegría. ¿Por qué ella había desaparecido tan repentinamente? Todo había sucedido tan rápido, contestó ella. Había tenido miedo: de las intenciones de él, y de sus propios sentimientos. Pero al verlo otra vez, estaba segura de que lo amaba. Sí, estaba dispuesta a ser su querida. Se lo demostraría, iría a buscarlo. La separación los había cambiado a ambos, pensó él.
Noches después, según lo prometido, Conchita apareció en su casa. Se besaron y empezaron a desvestirse. Él quería saborear cada minuto, avanzar poco a poco, pero se sentía como un toro encerrado al que finalmente se suelta. La siguió a la cama, las manos sobre ella. Empezó a quitarle la ropa interior, pero estaba atada en forma muy complicada. Al final tuvo que sentarse y echar un ojo: Conchita llevaba puesto un elaborado artilugio de lona, de una especie que él nunca había visto. Por más que tiró y jaló, aquello no salía. Sintió ganas de golpearla, así de consternado se sentía, pero, en cambio, comenzó a llorar. Ella explicó: quería hacer de todo con él, pero permanecer "mocita". Aquélla era su protección.
Exasperado, él la despachó a su casa.
Durante las semanas siguientes, don Mateo se puso a reconsiderar su opinión de Conchita. La veía coquetear con otros hombres, y bailar sugestivos flamencos en un bar: ella no era ninguna "mocita", decidió; jugaba con él por dinero. Pero no podía dejarla. Otro hombre ocuparía su lugar: una idea insoportable. Ella lo invitaba a pasar la noche en su cama, mientras prometiera no forzarla; y luego, como para torturarlo más allá de la razón, se metía a la cama desnuda (supuestamente a causa del calor). El aguantaba todo esto alegando que ningún otro hombre gozaba de tales privilegios.
Pero una noche, en el límite ya de la frustración, explotó de ira y puso un ultimátum:
"O me das lo que quiero o no me volverás a ver". De repente, Conchita se echó a llorar. Él nunca la había visto así, y le conmovió. También ella estaba cansada de todo eso, dijo, temblándole la voz; si no era aún demasiado tarde, estaba dispuesta a aceptar la proposición que alguna vez había rechazado. Que él le pusiera casa, y ya vería lo ferviente que sería como querida.
Don Mateo no perdió tiempo. Le compró una villa, y le dio mucho dinero para decorarla. Ocho días después la casa estaba lista. Ella lo recibiría ahí a medianoche.
¡Qué dichas le aguardaban!
Don Mateo se presentó a la hora prevista. La reja del patio estaba cerrada. Tocó la campana. Conchita apareció al otro lado de la puerta. "Béseme las manos", le dijo por entre los barrotes. "Ahora bese la orla de mi falda, y la punta de mi pie en la pantufla." El hizo lo que ella pedía. "Está bien", dijo. "Ahora puede irse." La conmocionada expresión de don Mateo sólo la hizo reír. Ella lo ridiculizaba, e hizo una confesión: él le daba asco.
Con una villa a su nombre, por fin se había deshecho de él. Llamó, y un muchacho emergió de las sombras del patio. Mientras don Mateo veía, demasiado asombrado para moverse, ellos se pusieron a hacer el amor en el piso, justo frente a sus ojos.
A la mañana siguiente Conchita apareció en la casa de don Mateo, supuestamente para ver si él se había suicidado. Para su sorpresa, no lo había hecho; en realidad, él la abofeteó tan fuerte que ella cayó al suelo. "¡Conchita", le dijo, "me has hecho sufrir más allá de toda fuerza humana! Has inventado torturas morales para probarlas con el único hombre que te amaba con pasión. ¡Ahora te poseeré por la fuerza!" Conchita gritó que nunca sería suya, pero él la golpeaba una y otra vez. Por fin, conmovido por sus lágrimas, don Mateo se detuvo. Entonces, ella lo miró con cariño. "Olvide el pasado", le dijo, "olvide todo lo que le hice."
Una vez que él le había pegado, que ella podía ver su dolor, Conchita supo que la amaba de verdad.
Aún era "mocita"; el amor con el joven la noche anterior había sido puro espectáculo, y terminó tan pronto como don Mateo se fue, así que ella seguía perteneciéndole. "No me tomará usted por la fuerza. ¡Mis brazos le esperan!" Al fin ella era sincera. Para su supremo deleite, él comprobó que, en efecto, Conchita seguía siendo virgen.
Interpretación. Don Mateo y Conchita Pérez son los protagonistas de la novela corta La mujer y el pelele, de Pierre Louys, publicada en 1896.
Basada en una historia verídica — el episodio de "Miss Charpillon" de las Memorias de Casanova—, esta obra ha servido de base para dos películas:
El diablo es una mujer, de Josef von Stemberg, con Marlene Dietrich, y Ese oscuro objeto del deseo, de Luis Buñuel. En la historia de Louys, Conchita toma a un viejo orgulloso y agresivo, y en el espacio de unos meses lo convierte en un vil esclavo. Su método es simple: estimular todas las emociones posibles, incluidas fuertes dosis de dolor. Conchita excita su lujuria, y luego lo hace sentir innoble por aprovecharse de ella. Lo induce a comportarse como su protector, y después hace que se sienta culpable por intentar comprarla. La súbita desaparición de ella lo angustia — la ha perdido—; así que cuando Conchita reaparece (nunca por accidente), él siente inmensa dicha, que, sin embargo, ella convierte rápidamente en lágrimas. Celos y humillación preceden entonces al momento final, cuando ella le brinda su virginidad.
(Aun después de esto, según la trama, ella encuentra maneras de seguir atormentándolo.)
Cada descenso que ella inspira —culpa, desesperación, celos, vacío— da lugar a un ascenso más pronunciado. Él se vuelve adicto, atrapado en la alternancia de ataque y retirada.
Tu seducción nunca debe seguir un simple curso ascendente hacia el placer y la armonía. El clímax llegará demasiado pronto, y el placer será débil.
Lo que nos hace apreciar algo intensamente es el sufrimiento previo. Un roce con la muerte nos hace enamorarnos de la vida; un largo viaje vuelve mucho más placentero el regreso a casa. Tu tarea es producir momentos de tristeza, desesperación y angustia, para crear la tensión que permita una gran liberación. No te preocupes si haces enojar a la gente; el enojo es señal infalible de que la tienes en tus garras. Ni temas que, si te haces el difícil, la gente huirá; sólo abandonamos a quienes nos aburren. El viaje al que llevas a tus víctimas puede ser tortuoso, pero nunca insípido. A toda costa, mantén emocionados y en vilo a tus objetivos.
Genera suficientes altas y bajas y borrarás los últimos vestigios de su fuerza de voluntad.
DUREZA Y SUAVIDAD.
En 1972, Henry Kissinger, entonces asistente para asuntos de seguridad nacional del presidente estadunidense Richard Nixon, recibió la petición de una entrevista por parte de la famosa periodista italiana Oriana Fallad. Kissinger rara vez concedía entrevistas; no tenía control sobre el resultado final, y era un hombre que necesitaba controlarlo todo. Pero había leído la entrevista de Fallaci a un general norvietnamita, y la experiencia había sido instructiva. Ella estaba muy bien informada sobre la guerra de Vietnam; quizá él podría obtener por su parte alguna información, sacarle algo. Decidió exigir un encuentro previo, una reunión preliminar. Interrogaría a Fallaci sobre diversos temas; si ella pasaba la prueba, le concedería una entrevista en forma. Se reunieron, y él quedó impresionado: ella era sumamente inteligente, y tenaz. Sería un disfrutable reto mostrar ser más listo que ella y demostrar que él era más tenaz.
Accedió a una breve entrevista días más tarde.
Para molestia de Kissinger, Fallaci empezó la entrevista preguntándole si le decepcionaba el lento paso de las negociaciones de paz con Vietnam del Norte. Él no hablaría de esas negociaciones; lo había dejado en claro en la reunión preliminar. Pero ella continuó en la misma línea de interrogatorio. El se enojó un poco. "Basta", dijo. "No quiero hablar más de Vietnam."
Aunque Fallaci no dejo el tema de inmediato, hizo preguntas más amables: ¿qué sentía en lo personal por los líderes de Vietnam del Sur y del Norte?
Aun así, él esquivó el tema: "No soy el tipo de persona que se deje llevar por sus emociones. Las emociones no sirven para nada". Ella pasó entonces a solemnes temas filosóficos: la guerra, la paz. Lo elogió por su papel en el acercamiento con China. Sin darse cuenta, Kissinger empezó a abrirse. Habló de la aflicción que sentía al tratar con Vietnam, de los placeres de ejercer el poder.
Entonces volvieron las preguntas duras: ¿él era simplemente el lacayo de Nixon, como muchos sospechaban? Ella iba de un lado a otro, alternando acoso y halago. El objetivo de Kissinger había sido sacarle información sin revelar nada de sí mismo; al final, Fallaci no le dio nada, mientras que él soltó varias opiniones embarazosas: su punto de vista sobre las mujeres como juguetes, por ejemplo, y su creencia de que su popularidad se debía a que la gente lo consideraba una especie de llanero solitario, el héroe que arregla las cosas solo.
Cuando la entrevista se publicó, Nvxorv, el jefe de Kissinger, se puso furioso. En 1973, el sha de Irán, Mohammed Reza Pahlevi, concedió a Fallaci una entrevista. Él sabía cómo tratar a la prensa: ser evasivo, hablar de generalidades, parecer firme pero cortés. Este método le había funcionado miles de veces. Fallaci comenzó la entrevista en un plano personal, preguntando qué se sentía ser rey, ser objeto de atentados, y por qué el sha siempre parecía triste. El habló de los fardos de su puesto, el dolor y la soledad que sentía. Parecía una especie de liberación poder referirse a sus problemas profesionales. Mientras él contestaba,
Fallaci dijo poco, y su silencio lo inducía a hablar más. De pronto ella cambió de tema: él tenía dificultades con su segunda esposa. ¿Eso le afectaba? Era un tema delicado, y Pahlevi se enojó. Intentó cambiar de tema, pero Fallaci volvía una y otra vez a él. Para qué perder tiempo hablando de esposas y mujeres, dijo él. Llegó al grado de criticar a las mujeres en general: su falta de creatividad, su crueldad. Fallaci persistió: él tenía tendencias dictatoriales y su país carecía de libertades elementales. Sus propios libros, dijo ella, estaban en la lista negra de su gobierno. Al oír esto, el sha pareció un tanto desconcertado: quizá trataba con una escritora subversiva. Pero después ella suavizó el tono de nuevo, y le preguntó acerca de sus muchos logros. La pauta se repitió: en cuanto él se relajaba, ella atacaba con una pregunta punzante; cuando se enconaba, ella bajaba el tono. Al igual que Kissinger, el sha se descubrió abriéndose a pesar de sí mismo, y mencionando cosas que después lamentaría, como su intención de subir el precio del petróleo. Cayó poco a poco bajo el hechizo de Fallaci, e incluso empezó a flirtear con ella. "Aun si usted está en la lista negra de mis autoridades", le dijo al final de la entrevista, "yo la pondré en la lista blanca de mi corazón."
Interpretación. La mayoría de las entrevistas de Fallaci eran con líderes poderosos, hombres y mujeres con una abrumadora necesidad de controlar la situación, de no revelar nada incómodo. Esto la ponía en conflicto con sus sujetos, pues lograr que se abrieran —se emocionaran, dejaran el control— era justo lo que ella quería. El método clásico de seducción de encanto y halago no la habría llevado a ninguna parte con esas personas; ellas habrían adivinado sus intenciones de inmediato. En cambio, Fallaci hacía presa de sus emociones, alternando dureza y suavidad. Hacía una pregunta cruel que tocaba las inseguridades más profundas del sujeto, el cual se ponía emotivo y a la defensiva; pero en el fondo lo incitaba algo más: el deseo de demostrar a Fallaci que no merecía sus críticas implícitas.
Inconscientemente, él deseaba complacerla, agradarle. Cuando ella cambiaba de tono, con lo que lo elogiaba en forma indirecta, él sentía que la conquistaba, lo cual lo motivaba a abrirse. Sin darse cuenta, daba rienda suelta a sus emociones.
En situaciones sociales, todos usamos máscaras, y mantenemos nuestras defensas. Después de todo, es incómodo revelar los verdaderos sentimientos personales. Como seductor, debes hallar la manera de bajar esas resistencias. El método de halagos y atenciones del encantador puede ser eficaz en este caso, en particular con los inseguras, pero podría tardar meses en dar resultado, y también ser contraproducente. Para obtener rápidos efectos, y abordar a personas inaccesibles, suele ser mejor alternar dureza y suavidad. Al ser duro, generas tensiones internas; tus objetivos podrían molestarse contigo, pero también ellos se hacen preguntas. ¿Qué han hecho para merecer tu disgusto? Cuando más tarde te muestras suave, se sienten aliviados, aunque también preocupados de volver a enfadarte en cualquier momento. Haz uso de esta pauta para tener en suspenso a tus blancos: temerosos de tu dureza y ansiosos de mantenerte suave. Tu suavidad y dureza deben ser sutiles; las pullas y cumplidos indirectos son los ideales. Juega al psicoanalista: haz comentarios desdeñosos sobre sus motivos inconscientes (sólo estás diciendo la verdad), y luego ponte cómodo y escucha. Tu silencio los inducirá a hacer admisiones embarazosas. Aligera tus juicios con elogios ocasionales y ellos se esmerarán en complacerte, como perros.
El amor es una flor costosa, pero se debe tener el deseo de arrancarla del borde de un precipicio. —Stendhal.
CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.
Casi todos somos más o menos corteses. Aprendemos pronto a no decir a la gente lo que en verdad pensamos de ella; sonreímos ante sus bromas, nos fingimos interesados en sus historias y problemas. Esta es la única manera de vivir con ella. Con el tiempo esto se vuelve hábito; somos amables, aun cuando no sea realmente necesario.
Tratamos de complacer a los demás, de no ofenderlos, para evitar desacuerdos y conflictos.
Pero aunque en un principio ser amable en la seducción podría atraerte a alguien (porque la cordialidad es tranquilizadora y reconfortante), eso pierde pronto todo su efecto. Ser demasiado amable puede alejar literalmente al objetivo de ti.
La sensación erótica depende de la creación de tensión. Sin tensión, sin ansiedad y suspenso, no puede haber liberación, verdadero placer y satisfacción. Es tu deber crear esa tensión en el objetivo, estimular sensaciones de ansiedad, llevarlo de un lado a otro, para que la culminación de la seducción tenga peso e intensidad reales. Por tanto, abandona tu feo hábito de evitar el conflicto, lo que en todo caso es poco natural. Demasiado a menudo eres amable no por bondad interior, sino por temor a no complacer, por inseguridad. Rebasa ese temor y de súbito tendrás opciones: la libertad de causar dolor, y luego de disolverlo mágicamente. Tus facultades de seducción se multiplicarán por diez. La gente se molestará por tus actos hirientes menos de lo que podrías imaginar. En el mundo actual, solemos sentir ansia de experiencia. Imploramos emociones, aun si son negativas. El dolor que provocas a tus objetivos, entonces, es vigorizante: los hace sentir más vivos.
Tienen algo de qué quejarse, pueden hacerse las víctimas. En consecuencia, una vez que hayas convertido el dolor en placer, ellos te perdonarán. Provócales celos, hazlos sentir inseguros, y la ratificación que darás después a su ego prefiriéndolos sobre sus rivales será doblemente deliciosa. Recuerda: tienes más que temer del hecho de aburrir a tus blancos que de sacudirlos.
Lastimar a la gente la une más a ti que la bondad. Crea tensión para que puedas liberarla. Si necesitas inspiración, busca la parte del objetivo que más te irrita y úsala como trampolín para un conflicto terapéutico. Entre más real, más efectiva será tu crueldad.
En 1818, el escritor francés Stendhal, quien vivía entonces en Milán, conoció a la condesa Metilda Viscontini. Para él fue amor a primera vista. Ella era una mujer orgullosa y un tanto difícil, e intimido a Stendhal, quien temía terriblemente disgustarla con un comentario tonto o un acto indigno. Un día él no pudo más, tomó su mano y le confesó su amor. Horrorizada, la condesa le exigió retirarse y no volver nunca.
Stendhal saturó de cartas a Metilda, rogándole que lo perdonara. Al final, ella cedió: volvería a recibirlo, pero con una condición: sólo podría visitarla cada dos semanas, no más de una hora y en presencia de alguien más. Stendhal aceptó; no tenía otra opción. Vivía entonces para esas breves visitas quincenales, las cuales eran ocasión de intensa ansiedad y temor, pues no podía saber si ella cambiaría de opinión y lo echaría para siempre. Esto continuó así más de dos años, durante los cuales la condesa nunca mostró la menor señal de favor. Stendhal no supo jamás por qué ella había insistido en ese acuerdo; quizá quería jugar con él, o mantenerlo a distancia. Lo único que sabía era que su amor por ella no hacía sino aumentar, se volvía insoportablemente intenso, hasta que finalmente él tuvo que marcharse de Milán.
Para superar esta triste relación, Stendhal escribió su famoso libro Del amor, en el que describió el efecto del temor sobre el deseo. Primero, si temes al ser amado, jamás podrás acercarte o familiarizar demasiado con él. El amado preserva así un elemento de misterio, que sólo intensifica tu amor.
Segundo, hay algo tonificante en el temor. Te hace vibrar de sensaciones, agudiza tu conciencia, es impetuosamente erótico. Según Stendhal, cuanto más te aproxime el ser amado al borde del precipicio, a la sensación de que puede abandonarte, más mareado y perdido estarás.
Enamorarte significa literalmente caer: perder el control, una mezcla de temor y excitación.
Aplica este principio al revés: nunca permitas que tus blancos se sientan demasiado a gusto contigo.
Deben sentir temor y ansiedad. Muéstrales un poco de frialdad, un brote de enojo que no se esperaban. Sé irracional de ser necesario. Y en todo tiempo está la carta maestra: el rompimiento.
Haz que sientan que te han perdido para siempre, que teman haber perdido el poder de encantarte. Deja que esas sensaciones se asienten en ellos un rato, y luego retíralos del precipicio. La reconciliación será intensa.
En 33 a.C, llegó a Marco Antonio el rumor de que Cleopatra, su amante de varios años, había decidido seducir a su rival, Octavio, y que planeaba envenenarlo a él. Cleopatra ya había envenenado a otras personas; de hecho, era experta en este arte. Marco Antonio se puso como paranoico, y por fin un día la enfrentó. Cleopatra no alegó inocencia. Sí, era verdad, ella bien podía envenenarlo en cualquier momento; no había precaución que él pudiese tomar. Sólo el amor que ella sentía por él podía protegerlo. Para demostrarlo, tomó unas flores y las arrojó a la copa de vino de Marco Antonio. El vaciló, pero luego se llevó la copa a los labios; Cleopatra lo tomó del brazo y lo detuvo. Hizo llevar a un prisionero para que tomara el vino, y el reo cayó muerto. Echándose a los pies de Cleopatra, Marco Antonio dijo amarla más que nunca. No habló así por cobardía: no había hombre más valiente que él; y si Cleopatra había podido envenenarlo, él por su parte habría podido dejarla y volver a Roma. No, lo que lo desplomó fue la sensación de que ella tenía control sobre sus emociones, sobre la vida y la muerte. Él era su esclavo. La demostración de poder de ella sobre él fue no sólo efectiva, sino también erótica.
Como Marco Antonio, también muchos de nosotros, sin darnos cuenta, tenemos deseos masoquistas. Hace falta que alguien nos inflija un poco de dolor para que esos deseos hondamente reprimidos salgan a la superficie. Aprende a reconocer a los diversos tipos de masoquistas encubiertas que existen, porque cada cual disfruta de diferente clase de dolor. Por ejemplo, hay personas que no creen merecer nada bueno en la vida, y que, incapaces de aceptar el éxito, se sabotean sin cesar. Sé amable con ellas, admite admirarlas, y se sentirán incómodas, porque no creen poder estar a la altura de la figura ideal con que evidentemente las asocias. Estos autosaboteadores se sienten mejor con un poco de castigo; regáñalos, hazles saber sus deficiencias.
Creen merecer esas críticas; y cuando éstas se presentan, les procuran una sensación de alivio.
También es fácil hacer sentir culpables a estas personas, experiencia que en el fondo disfrutan.
Para otros individuos, las responsabilidades y deberes de la vida moderna son una pesada carga, y quieren renunciar a todo. Estos individuos suelen buscar alguien o algo que adorar: una causa, una religión, un gurú. Haz que te adoren a ti. Luego están las personas que gustan de hacerse las mártires. Reconócelas por la dicha que les da quejarse, sentirse rectas y equivocadamente juzgadas; luego, dales una razón para lamentarse.
Recuerda: las apariencias engañan. Con frecuencia, las personas que parecen más fuertes —los Kissingers y don Mateos— desean en secreto ser castigadas. En todo caso, sigue al dolor con placer y crearás un estado de dependencia que durará mucho tiempo.
Símbolo. El precipicio. Al borde de un risco, la gente suele sentirse aturdida: temerosa y mareada.
Por un momento puede imaginar que cae de cabeza. Al mismo tiempo, una parte de ella se ve tentada a eso. Acerca lo más posible a tus objetivos al borde, y luego retíralos. No hay emoción sin temor.
REVERSO.
La gente que acaba de experimentar mucho dolor o una pérdida, huirá de ti si tratas de infligirle más.
Ya tiene suficiente. Mejor rodea de placer a este tipo de personas: eso las pondrá bajo tu hechizó. La técnica de infligir dolor es indicada para quienes viven tranquilos, tienen poder y pocos problemas. Las personas con una vida cómoda podrían experimentar una corrosiva sensación de culpa, como si se hubieran salido con la suya en algo. Quizá no lo sepan conscientemente, pero en secreto ansían cierto castigo, una buena paliza mental, algo que las devuelva a la tierra.
Asimismo, recuerda no usar demasiado pronto la táctica de placer mediante dolor.
Algunos de los mayores seductores de la historia —Byron, Jiang Qing (Madame Mao), Picasso— han tenido una vena sádica, la capacidad de infligir tortura mental. Si sus víctimas hubieran sabido en la que se metían, habrían salido huyendo. En verdad, la mayoría de esos seductoras atrajeron a su red a sus objetivos aparentando ser dechados de dulzura y afecto. Incluso Byron parecía al principio un ángel, así que una mujer se sentía tentada a dudar de su reputación diabólica; duda seductora, porque le permitía imaginarse como la única que en verdad lo comprendía. La crueldad de él aparecía después, pero para entonces ya era demasiado tarde. Las emociones de la víctima estaban comprometidas, y la dureza de Byron no hacía más que intensificar los sentimientos de ella.
En un principio, entonces, usa la máscara del cordero, haciendo del placer y la atención tu anzuelo. Primero emociona a tus víctimas, y luego llévalas a una travesía salvaje.
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