Ha llegado un momento especial tu víctima te desea sin duda alguna, pero no está dispuesta a admitirlo con franqueza, y mucho menos a consentirlo. Es hora de dejar de lado la caballerosidad, la amabilidad y la coquetería y desarrollar con una acción audaz. No des tiempo a la víctima de pensar en las consecuencias; genera conflicto, provoca tensión, para que la acción audaz sea una gran liberación. Exhibir vacilación o torpeza indicará que piensas en ti, no que estás abrumado por los encantos de la víctima. Jamás te contengas ni dejes al objetivo a medio camino, en la creencia de que eres correcto y considerado; es momento de ser seductor, no amable. Alguien debe pasar a la ofensiva, y ése eres tú.
EL CLIMAX PERFECTO.
Mediante una campaña de engaño —la calculada apariencia de una conversión a la bondad—, el libertino Valmont tendió sitio a la virtuosa regidora de Tourvel hasta el día en que, perturbada por la confesión de que él la amaba, ella insistió en que él abandonase el cháteau donde ambos se alojaban como huéspedes. El obedeció. Sin embargo, de París le envió un alud de cartas, en las que describía su amor por ella en los términos más intensos; la regidora le suplicó detenerse, y él obedeció una vez más. Semanas después, Valmont llegó por sorpresa al cháteau. En su compañía, Tourvel se ruborizaba y ponía nerviosa, y mantenía apartada la mirada, signos todos ellos del efecto que él ejercía en ella. Volvió a pedirle que se marchara. "¿A qué le teme?", preguntó él. "He hecho todo lo que me ha pedido, nunca me he impuesto sobre usted." El guardó distancia y ella se relajó poco a poco. Ya no se retiraba de un recinto cuando él entraba, y podía mirarlo de frente. Cuando él ofreció acompañarla a un paseo, ella no se negó. Eran amigos, dijo ella. Incluso apoyó su brazo en el de él mientras caminaban, en gesto de amistad. Un día lluvioso no pudieron dar su paseo usual. Valmont la encontró en el pasillo cuando ella entraba a su habitación; por primera vez, lo invitó a pasar. La regidora parecía relajada, y Valmont se sentó cerca de ella en un sofá. El^ habló de su amor por ella. Ella opuso la más débil de las protestas. Él tomó su mano; ella la dejó ahí, y se inclinó contra el brazo de él. Le temblaba la voz. Lo miró, y él sintió que su corazón latía con fuerza: era una mirada tierna, amorosa. Tourvel comenzó a hablar —"¡Bueno!, sí, yo..."—, pero de pronto se desplomó en los brazos de Valmont, llorando. Fue un momento de debilidad, pero él se contuvo.
El llanto se volvió convulsivo; ella le rogó que la ayudara, que saliera del cuarto antes de que sucediera algo terrible. Así lo hizo. A la mañana siguiente, él se enteró al despertar de una noticia asombrosa: a media noche, alegando sentirse enferma, Tourvel había abandonado de súbito el cháteau y vuelto a casa.
Valmont no la siguió a París. En cambio, dio en desvelarse, y no usaba maquillaje alguno para ocultar el aspecto paliducho que adquirió pronto. Iba a la capilla todos los días, y se arrastraba desanimado por el cháteau. Sabía que su anfitriona escribiría a la regidora, quien se enteraría de su triste estado. Él le escribió a un cura en París, y le pidió transmitir un mensaje a Tburvel: estaba dispuesto a cambiar de vida para siempre. Quería una última reunión, para despedirse y devolver las cartas que ella le había escrito en los últimos meses. El padre concertó una entrevista, y así, ya avanzada una tarde en París, Valmont se vio una vez más solo con Tourvel, en una habitación de la casa de ella.
Era notorio que la regidora se hallaba en vilo; no podía mirarlo a los ojos. Intercambiaron cortesías, pero luego Valmont se puso severo: ella lo había tratado con crueldad, aparentemente había determinado hacerlo infeliz. Bien, éste era el final, se separarían para siempre, ya que eso era lo que ella quería. Tourvel se defendió: era una mujer casada, no tenía opción. Valmont suavizó su tono y se disculpó: no estaba acostumbrado a tener tan fuertes sentimientos, dijo, y no podía controlarse.
Aun así, jamás volvería a molestarla. Depositó entonces sobre la mesa las cartas que había ido a devolver.
Tourvel se acercó: la vista de sus cartas, y el recuerdo de la agitación que representaban, la afectaron poderosamente. Había pensado que la decisión de él de renunciar a su libertino modo de vida era voluntaria, dijo ella, con un toque de amargura en la voz, como si resintiera que se le abandonara. No, no era voluntaria, replicó él; se debía a que ella lo había desdeñado. Entonces, él se acercó de pronto y la tomó en sus brazos. Ella no se resistió. "Mujer adorable.", exclamó él. "¡No tiene usted idea del amor que inspira! ¡Jamás sabrá cuánto he apreciado más que la vida mis sentimientos! [...] ¡Ojalá goce usted de toda la felicidad que me ha quitado!" La dejó soltarse, y se volvió para partir.
Tourvel explotó de repente. "¡Tendrá que escucharme! ¡Insisto!", dijo, y lo tomó del brazo.
Él volteó y se abrazaron. Esta vez Valmont no esperó más: la cargó y la llevó hasta una otomana, abrumándola con besos y dulces palabras de la felicidad que ahora sentía. Ante ese súbito torrente de caricias, todas las resistencias de Tourvel cedieron. "Desde este momento soy suya", dijo, "y no oirá negativas ni lamentos de mis labios."
Cumplió su palabra, y las sospechas de Valmont resultaron ciertas: los placeres que obtuvo de ella fueron mucho mayores que los que había recibido de cualquier otra mujer a la que hubiera seducido.
Interpretación. Valmont —uno de los protagonistas de Las amistades peligrosas, novela del siglo xviii, de Choderlos de Lacios— puede advertir varias cosas en la regidora de Tourvel a primera vista. Ella es tímida y nerviosa. Es casi indudable que su esposo la trata con respeto, quizá demasiado. Bajo su interés en Dios, la religión y la virtud hay una mujer apasionada, vulnerable al señuelo de un romance y a la halagadora atención de un pretendiente ardoroso. Nadie, ni siquiera su marido, le ha transmitido esa sensación, porque a todos les han intimidado su aspecto gazmoño.
Valmont comienza entonces su seducción siendo indirecto. Sabe que a Tourvel le fascina en secreto su mala fama. Actuando como si contemplara cambiar de vida, él logra que ella quiera reformarlo, aspiración que es inconscientemente un deseo de amarlo. Una vez que ella se ha abierto a su influencia, así sea en forma leve, él ataca su vanidad: la regidora nunca se ha sentido deseada como mujer, y en cierto plano no puede sino disfrutar del amor que él le profesa. Por supuesto que ella forcejea y se resiste, pero eso no es sino señal de que sus emociones están comprometidas. (La indiferencia es el más efectivo elemento disuasorio de la seducción.) Tomándose su tiempo, sin dar pasos intrépidos aun teniendo la oportunidad de hacerlo, Valmont infunde en ella una falsa sensación de seguridad, y demuestra su valía siendo paciente. En la que él finge como última visita, percibe que ella está lista: débil, confundida, más temerosa de perder la sensación adictiva de ser deseada que de sufrir las consecuencias del adulterio. El la emociona deliberadamente, le presenta sus cartas con un gesto dramático, crea cierta tensión practicando un juego de estira y afloja; y cuando ella lo toma del brazo, él sabe que es momento de atacar. Se mueve entonces rápidamente, sin dar tiempo a la regidora de pensar y dudar. Pero este acto parece producto del amor, no del deseo. Luego de tanta resistencia y tensión, qué placer rendirse al fin. El clímax llega como una gran liberación. Jamás subestimes el papel de la vanidad en el amor y la seducción. Si pareces impaciente, que estás que no te aguantas de sexo, indicarás que todo se reduce a la libido, y esto tiene poco que ver con los encantos del objetivo. Por eso debes aplazar el clímax. Un cortejo prolongado alimentará la vanidad del objetivo, y hará que el efecto de tu acto audaz sea mucho más poderoso y perdurable. Pero si esperas demasiado —mostrando deseo, pero resultando después demasiado tímido para actuar—, suscitarás una clase diferente de inseguridad: "Te parecí deseable, pero no actúas conforme a tus deseos; tal vez no estés tan interesado". Dudas como ésta son una afrenta para la vanidad de tu objetivo ("Si no estás interesado, quizá no soy tan interesante"), y resultan fatales en las etapas avanzadas de la seducción: torpeza y malos entendidos brotarán por todas partes. Una vez que en los gestos de tus víctimas adviertas que están dispuestas y abiertas, debes pasar a la ofensiva, hacerlas sentir que sus encantos te han trastornado y empujado al acto audaz. Ellas alcanzarán entonces el placer supremo: la rendición física, y un halago psicológico a su vanidad.
Cuanta mayor timidez exhibe ante nosotras un amante, más a orgullo nos tomamos acosarlo; cuanto mayor respeto tenga a nuestra resistencia, más respeto exigiremos de él. Digamos por voluntad propia a los hombres: "¡Ah, por piedad, no nos crean tan virtuosas! Nos obligan a serlo en exceso.
—Ninon de l'Enclos.
CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.
Concibe la seducción como un mundo al que entras, un mundo separado y distinto al real. Las reglas son diferentes ahí; lo que da resultado en la vida diaria podría tener el efecto opuesto en la seducción. El mundo real brinda un impulso democratizador, igualador, en el que todo tiene que parecer al menos relativamente igual. Un desequilibrio expreso de poder, un franco deseo de poder, provocarán envidia y resentimiento; aprendemos a ser buenos y corteses, cuando menos en la superficie. Aun quienes tienen poder tratan generalmente de actuar con humildad y modestia; no quieren ofender. En la seducción, por otro lado, puedes prescindir de todo eso, deleitarte en tu lado oscuro, infligir un poco de dolor; en cierto sentido, ser más tú mismo. Tu naturalidad a este respecto resultará de suyo seductora. El problema es que tras años de vivir en el mundo real, perdemos la capacidad de ser nosotros mismos. Nos volvemos tímidos, humildes, excesivamente corteses. Tu tarea es recuperar algunas de tus cualidades infantiles, erradicar toda esa falsa humildad. Y la cualidad más importante por recobrar es la audacia.
Nadie nace tímido; la timidez es una protección que desarrollamos. Si nunca nos arriesgamos, sí nunca probamos, jamás tendremos que sufrir las consecuencias del fracaso o el éxito. Si somos buenos y discretos, nadie resultará ofendido; de hecho, pareceremos santos y agradables. Pero la verdad es que las personas tímidas suelen estar ensimismadas, obsesionadas con la forma en que la gente las ve, y no ser en absoluto santas.
Además, la humildad puede tener usos sociales, pero es mortífera en la seducción. A veces debes ser capaz de pasar por santo y humilde; esta máscara te será útil. Pero en la seducción, quítatela. La audacia es vigorizante, erótica y absolutamente necesaria para llevar la seducción hasta su conclusión. Bien hecho, esto indicará a tus objetivos que te han forzado a perder tu natural compostura, y los autorizará a hacerlo también. La gente anhela tener la oportunidad de ejercer los lados reprimidos de su personalidad. En la última etapa de la seducción, la audacia elimina toda duda o torpeza. Al bailar, no es posible que las dos personas lleven. Una toma a la otra, la conduce.
La seducción no es igualitaria; no es una convergencia armónica. Contenerse al final por temor a ofender, o por pensar que lo correcto es compartir el poder, llevará al desastre. Este no es espacio para la política, sino para el placer. Ya sea que lo ejecute la mujer o el hombre, se requiere un acto audaz. Si te preocupa tanto la otra persona, consuélate con la idea de que el placer de quien se rinde suele ser mayor que el del agresor.
De joven, el actor Errol Flynn era incontrolablemente audaz. Esto lo metió a menudo en problemas; era demasiado agresivo con las mujeres deseables. Luego, viajando por el Extremo Oriente, se interesó en la práctica asiática del sexo tántrico, de acuerdo con la que el hombre debe adiestrarse para no eyacular, preservando su potencia y agudizando entre tanto el placer de ambos. Más tarde, Flynn aplicó también este principio a sus seducciones, y aprendió a restringir su osadía natural y a retrasar lo más posible el fin de la seducción. Así, aunque la audacia puede obrar maravillas, la audacia incontrolable no es seductora, sino alarmante; tienes que ser capaz de activarla y desactivarla a voluntad, saber cuándo usarla. Como en el tantrismo, puedes crear más placer si aplazas lo inevitable.
En la década de 1720, el duque de Richelieu se encaprichó por cierta duquesa. Ella era excepcionalmente bella, y todos la deseaban, pero era demasiado virtuosa para aceptar un amante, aunque podía ser muy coqueta. Richelieu esperó el momento indicado. Se hizo su amigo, encantándole con el ingenio que lo había convertido en el favorito de las damas. Una noche, justo un grupo de ellas, entre quienes se contaba la duquesa, decidió gastarle una broma, y obligarlo a salir desnudo de su habitación en el palacio de Versalles. La broma operó a la perfección: todas las damas lo vieron como Dios lo trajo al mundo, y rieron casi a sus anchas cuando lo miraron salir huyendo. Richelieu habría podido esconderse en muchos sitios; el lugar que eligió fue la recámara de la duquesa. Minutos después la vio entrar y desvestirse; y una vez apagadas las velas, se deslizó a la cama con ella. La duquesa protestó, intentó gritar. Él le tapó la boca a besos, y ella cedió final y felizmente. Richelieu decidió ejecutar en ese momento su acto audaz por varias razones. Primero, había terminado por gustarle a la duquesa, e incluso ella abrigaba un secreto deseo por él. Ella jamás lo intentaría ni admitiría, pero él estaba seguro de que existía. Segundo, la duquesa lo había visto desnudo, y no pudo menos que quedar impresionada. Tercero, ella sentía una pizca de piedad por su reciente apuro, y por la broma que se le había jugado. Richelieu, consumado seductor, no habría encontrado mejor momento. El acto audaz debe llegar como una grata sorpresa, aunque no del todo inesperada.
Aprende a interpretar las señales de que el objetivo está enamorado de ti. Su actitud contigo habrá cambiado —será más flexible, reflejará más palabras y gestos tuyos—, pero aún habrá en él un dejo de nerviosismo e incertidumbre. En su interior se ha entregado a ti, pero no espera un acto audaz. Este es el momento de atacar. Si esperas demasiado, al punto de que él desee y espere conscientemente que actúes, la sorpresa perderá interés. Debes crear cierto grado de tensión y ambivalencia, para que el acto represente una magnífica liberación. La rendición de tu objetivo liberará tensión como una tormenta de verano largamente esperada. No planees tu acto osado; esto no puede calcularse. Espera el momento oportuno, como hizo Richelieu. Está atento a las circunstancias favorables. Esto te dará margen para improvisar y dejarte llevar por el momento, lo que intensificará la impresión que quieres dar de haber sido súbitamente desbordado por el deseo. Si en algún momento percibes que la víctima espera el acto audaz, da marcha atrás, atráela a una falsa sensación de seguridad, y luego ataca.
En el siglo XV, relata el escritor Bandello, una joven viuda veneciana sintió un repentino deseo por un noble apuesto. Hizo que su padre lo invitara a su palacio para hablar de negocios, pero durante la entrevista el padre tuvo que retirarse, y ella ofreció mostrar el lugar al joven. El sintió curiosidad por la recámara de la viuda, que ella describió como el sitio más espléndido del palacio, pero por el que pasó sin permitirle entrar. Él le rogó que le enseñara la habitación, y ella cumplió su deseo. El noble quedó embelesado: terciopelos, raros objetos, cuadros sugestivos, delicadas velas blancas. Un perfume cautivador llenaba el cuarto.
La viuda apagó todas las velas menos una, y condujo al hombre a la cama, que había sido caldeada con un calentador. El sucumbió rápidamente a sus caricias. Sigue el ejemplo de la viuda: tu acto audaz debe poseer una cualidad teatral. Eso lo volverá memorable, y hará que tu agresividad parezca placentera, parte del drama.
La teatralidad puede proceder del escenario: un lugar exótico o sensual. También puede provenir de tus acciones. La viuda despertó la curiosidad de su víctima creando suspenso en torno a su recámara. Un elemento de temor —alguien podría encontrarlos, por ejemplo— agudizará la tensión.
Recuerda: creas un momento que debe distinguirse de la monotonía de la vida diaria.
Mantener emocionados a tus objetivos los debilitará, y acentuará al mismo tiempo el drama del momento. La mejor manera de mantener un tono emotivo es contagiar a tus blancos de tus emociones. Cuando Valmont quería que la regidora se calmara, enojara o enterneciera, él mostraba esa emoción primero, y ella la reflejaba.
La gente es muy susceptible a los estados anímicos de quienes la rodean; esto es particularmente agudo en las etapas avanzadas de la seducción, cuando la resistencia es mínima y el objetivo ha caído bajo tu hechizo. Al momento del acto audaz, aprende a contagiar a tu objetivo de las emociones que requieras, en oposición a sugerir ese ánimo con palabras. Debes tener acceso a su inconsciente, lo que se consigue mejor contagiando emociones, eludiendo la capacidad consciente de resistencia.
Se podría esperar que sean los hombres quienes ejecuten el acto audaz, pero la historia está repleta de mujeres osadas. Son dos las principales formas de la audacia femenina. En la primera, y más tradicional, la coqueta despierta el deseo masculino, está completamente al mando, y a última hora, tras hacer hervir a su víctima, retrocede y permite que ésta realice el acto audaz.
La mujer prepara todo, y después indica con los ojos, con sus gestos, que está lista para él. Las cortesanas han usado este método a todo lo largo de la historia; así fue como Cleopatra obró con Marco Antonio, como Josefina sedujo a Napoleón, como La Bella Otero amasó una fortuna durante La Belle Epoque. De este modo, el hombre mantiene sus ilusiones masculinas, aunque la mujer es en realidad quien toma la iniciativa.
La segunda forma de audacia femenina no se molesta con tales ilusiones: la mujer sencillamente asume el mando, inicia el primer beso, se abalanza sobre su víctima. Así operaban Marguerite de Valois, Lou-Andreas Salomé y Madame Mao, y muchos hombres no lo consideran castrante en absoluto, sino muy excitante. Todo depende de las inseguridades y proclividades de la víctima. Este tipo de audacia femenina tiene su atractivo, porque es más raro que el primero, pero en realidad toda audacia es extraña. Un acto intrépido siempre destacará en comparación con el trato usual concedido por el tibio marido, el amante tímido, el pretendiente vacilante. Mejor para ti. Si todos fuéramos osados, la osadía perdería pronto todo su encanto.
Símbolo. La tormenta de verano. Se suceden los días calurosos, sin fin a la vista. La tierra está agostada y seca. Aparece entonces en el aire una quietud, densa y opresiva: la calma previa a la tormenta. De pronto hay ráfagas de viento, y rayos, intensos y alarmantes. Sin dar tiempo a reaccionar ni refugiarse, llega la lluvia, y trae consigo una sensación de liberación. Al fin.
REVERSO.
Si dos personas se unen por consentimiento mutuo, eso no es seducción. Aquí no hay reverso.
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