Cuídate de las secuelas.

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El peligro se cuenta entre las repercusiones de una seducción satisfactoria. Una vez llegadas a un extremo, las emociones suelen oscilar en la dirección opuesta, hacia la lasitud, la desconfianza y la desilusión. Cuídate de una larga, interminable despedida; insegura, la víctima se aferrará, y los dos sufrirán. Si vas a romper, haz él sacrificio rápida y repentinamente. De ser necesario, rompe deliberadamente el encanto que has creado. Si vas a permanecer en una relación, guárdate del decaimiento del empuje, la reptante familiaridad que estropeará la fantasía. Si el juego debe continuar, se impone una segunda seducción. 


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Jamás permitas que la otra persona deje de valorarte: sírvete de la ausencia, crea aflicción y conflicto, mantén en ascuas a la seducida.

DESENCANTO.

La seducción es una especie de hechizo, un encanto. Cuando seduces, no eres el de costumbre; tu presencia se intensifica, desempeñas más de un papel, ocultas por estrategia tus tics e inseguridades. Deliberada-mente has creado misterio y suspenso para que la víctima experimente un drama real. Bajo tu hechizo, la seducida llega a sentirse transportada lejos del mundo del trabajo y la responsabilidad.


Mantendrás esto en marcha mientras quieras o puedas, incrementando la tensión, despertando emociones, hasta que llegue el momento de completar la seducción. Después, es casi inevitable que aparezca el desencanto. A la liberación de tensión le sigue un descenso —de excitación, de energía— que incluso podría materializarse como una suerte de repugnancia de tu víctima hacia ti, aunque lo que sucede sea en realidad un hecho emocional natural. Es como si el efecto de una droga pasara, permitiendo al objetivo verte como eres, y desilusionarse con los defectos que inevitablemente hay ahí. Por tu parte, es probable que tú también hayas tendido a idealizar un tanto a tus objetivos; y una vez satisfecho tu deseo, podrías considerarlos débiles. (Después de todo, se entregaron a ti.) Asimismo, podrías sentirte decepcionado. Aun en las mejores circunstancias, en este momento haces frente a la realidad, no a la fantasía, y las llamas se extinguirán poco a poco, a menos que emprendas una segunda seducción.


Tal vez creas que, si la víctima será sacrificada, nada de esto importa. Pero a veces tu empeño en romper la relación reparará inadvertidamente el encanto para la otra persona, lo que provocará que se aferré a ti con tenacidad. No, en cualquier dirección —sacrificio, o integración de ambos en una pareja— debes tomar en cuenta el desencanto. 

También hay un arte para la postseducción.


Domina las siguientes tácticas para evitar secuelas indeseadas.


Combate la inercia. La sensación de que te esfuerzas menos suele bastar para desencantar a tus víctimas. Al reflexionar en lo que hiciste durante la seducción, te considerarán manipulador: querías algo entonces, y trabajaste en eso, pero ahora lo das por descontado. Después de concluida la primera seducción, entonces, indica que en realidad no ha terminado; que deseas seguir demostrando de lo que eres capaz, centrando tu atención en tus víctimas, atrayéndolas. A menudo esto es suficiente para mantenerlas encantadas. 

Combate la tendencia a permitir que las cosas se asienten en la comodidad y la rutina. Agita la situación, aun si esto significa volver a infligir dolor y retraerte. Jamás te fíes de tus encantos físicos; aun la belleza pierde su atractivo si se le exhibe en forma repetida. Sólo la estrategia y el esfuerzo vencerán a la inercia.


Mantén el misterio. La familiaridad es la muerte de la seducción. Si el objetivo sabe todo sobre ti, la relación obtiene cierto nivel de confort pero pierde los elementos de la fantasía y la ansiedad. Sin ansiedad y un dejo de temor, la tensión erótica desaparece. Recuerda: la realidad no es seductora. 

Conserva algunos rincones oscuros en tu carácter, frustra expectativas, usa las ausencias para destruir el pegajoso y posesivo impulso que permite a la familiaridad filtrarse. Mantén algo de misterio o se te tendrá por seguro. Sólo podrás culparte a ti mismo de las consecuencias.


Monten la ligereza. La seducción es un juego, no cuestión de vida o muerte. En la fase "post" se tiende a tomar las cosas más en serio y en forma más personal, y a emitir quejas de la conducta que desagrada. Combate esto lo más posible, porque creará justo el efecto que no deseas. No controlarás a la otra persona fastidiándola y quejándote; esto la pondrá a la defensiva, y exacerbará el problema. Tendrás más control si mantienes el espíritu apropiado. Tu picardía, las pequeñas bromas que empleas para complacerlas y deleitarlas, tu tolerancia a sus faltas volverán a tus víctimas complacientes y fáciles de manejar. 

Nunca intentes hacerlas cambiar; en vez de ello, indúcelas a seguir tu ejemplo.


Evita el lento desgaste. A menudo, una persona se desencanta pero no tiene el valor de romper. En cambio, se retrae. Al igual que una ausencia, este retraimiento psicológico puede reencender inadvertidamente el deseo de la otra persona, e iniciar un frustrante ciclo de persecución y repliegue. Todo se viene abajo, lentamente. Una vez que te desencantes y sepas que todo acabó, termina rápidamente, sin disculparte. Esto sólo ofendería a la otra persona. Una separación rápida suele ser más fácil de superar; es como si tuvieras problemas para ser fiel, en lugar de sentir que el seducido ha dejado de ser deseable. Una vez verdaderamente desencantado, no hay vuelta atrás, así que no te aferres a una falsa piedad. Es más compasivo romper limpiamente. Si esto te parece inapropiado o demasiado desagradable, desencanta deliberadamente a la víctima con una conducta antiseductora.

EJEMPLOS DE SACRIFICIO E INTEGRACIÓN.

1.-  En la década de 1770, el apuesto caballero de Belleroche empezó una aventura con una mujer mayor, la marquesa de Merteuil. Él la visitaba con frecuencia, pero pronto ella empezó a reñirlo. Embelesado por su ánimo impredecible, él se esmeraba en complacerla, colmándola de atenciones y ternezas. Al fin las riñas terminaron, y al paso del tiempo De Belleroche se sintió seguro de que la marquesa lo amaba, hasta que un día llegó a visitarla y se encontró con que no estaba en casa. Su lacayo lo recibió en la puerta, y dijo que llevaría al caballero a una casa secreta de la marquesa, a las afueras de París. Ahí lo aguardaba ella, con un renovado ánimo de coquetería; actuaba como si fuera su primera cita. 

El caballero jamás la había visto tan ardiente. Se sintió más enamorado que nunca, pero días después volvieron a pelear. La marquesa pareció fría después, y él la vio coquetear con otro hombre en una fiesta. Sintió unos celos terribles; pero, como la vez anterior, su solución fue ser más atento y amoroso. Esa, creía, era la manera de apaciguar a una mujer difícil.

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La marquesa debió pasar entonces unas semanas en su casa de campo, para resolver algunos asuntos. Invitó a De Belleroche a acompañarla durante una larga estancia, y él aceptó con gusto, recordando la nueva vida que una estancia anterior ahí había concedido a su romance. Ella lo sorprendió una vez más: su afecto y deseo de complacerlo habían rejuvenecido. Esta vez, él no tuvo que irse a la mañana siguiente. Pasaron los días, y ella se negaba a recibir invitados. El mundo no los importunaría. Y en esta ocasión tampoco hubo frialdad ni peleas, sólo buen ánimo y amor. 

Pero entonces De Belleroche empezó a cansarse un poco de la marquesa. Pensaba en París, y en los bailes que se perdía; una semana después interrumpió su estancia, con el pretexto de unos asuntos, y volvió a toda prisa a la ciudad. Por algún motivo la marquesa había dejado de parecerle encantadora.


Interpretación. La marquesa de Merteuil, personaje de Las amistades peligrosas, novela de Choderlos de Lacios, es una seductora experimentada que nunca permite que sus aventuras se prolonguen demasiado. De Belleroche es joven y guapo, pero eso es todo. Cuando su interés en él mengua, ella decide llevarlo a la casa secreta, para tratar de inyectar algo de novedad al romance. Esto da resultado un tiempo, pero no basta. El caballero debe ser desechado. Ella prueba la frialdad, el enojo (con la esperanza de provocar una pelea), aun una muestra de interés en otro hombre. Pero todo esto no hace sino intensificar el apego de De Belleroche. Ella no puede dejarlo sin más; él podría incubar deseos de venganza, o empeñarse en recuperarla. La solución: la marquesa rompe deliberadamente el encanto, abrumándolo con atenciones. Tras abandonar la pauta de alternar calidez y frialdad, actúa como si estuviera perdidamente enamorada. 

Solo con ella día tras día, sin margen para fantasear, el deja de considerarla encantadora y pone fin al romance. Esta era la meta de la marquesa desde el principio.


Si romper con la víctima es demasiado complicado o difícil (o no tienes valor para hacerlo), inclínate por la opción óptima que le sigue: rompe deliberadamente el encanto que la ata a ti. El distanciamiento o enojo sólo agudizará la inseguridad de la otra persona, lo que producirá un horror de aferramiento. En cambio, trata de sofocarla con amor y atención: aférrate y sé posesivo tú mismo, fantasea con cada acto y rasgo de carácter del amante, crea la sensación de que este monótono afecto durará para siempre. No más misterio, no más coquetería, no más retraimiento: sólo amor interminable. Pocos pueden soportar esta amenaza. Unas semanas de esto y se marcharán.


2.-  El rey Carlos II de Inglaterra era un libertino fervoroso. Tenía un séquito de amantes:
siempre había una querida favorita de la aristocracia, e incontables mujeres menos importantes. Adoraba la variedad. Una noche de 1668, pasó una velada en el teatro, donde concibió un súbito deseo por la joven actriz Nell Gwyn. 

Ella era bonita e inocente (tenía apenas dieciocho años entonces), con un brillo infantil en las mejillas, pero los parlamentos que recitaba en el escenario eran picantes e insolentes. Sumamente excitado, el rey decidió que debía hacerla suya. 

Después de la función, la llevó a una noche de borrachera y diversión, y luego la condujo al lecho real.


Nell era hija de un pescadero, y había empezado vendiendo naranjas en el teatro. Llegó a la condición de actriz acostándose con autores y otros hombres de teatro. Eso no le daba vergüenza. (Cuando un sirviente suyo peleó con alguien que aseguró que trabajaba para una ramera, Nell lo separó diciendo: "Soy puta. Busca un mejor motivo para pelearte".) El humor y frescura de Nell divertían al rey enormemente, pero ella era de baja cuna, y actriz, y él difícilmente podía convertirla en su favorita. Tras varias noches con la "hermosa e ingeniosa Nell", él volvió con su amante principal, Louise Keroualle, francesa de buena cuna. Keroualle era una seductora astuta. Se hacía la difícil, y dejó en claro que no entregaría su virginidad al rey hasta que él le prometiera un título. Este era el tipo de cacería que agradaba a Carlos, y la hizo duquesa de Portsmouth. Pero pronto su codicia y caprichos empezaron a crisparle los nervios. Para distraerse, volvió con Nell. Cada vez que la visitaba, se le recibía magníficamente, con comida, bebida y el maravilloso buen humor de Nell. ¿El rey estaba aburrido o melancólico? Ella lo ponía a beber o jugar, o lo llevaba al campo, donde le enseñaba a pescar. Siempre tenía una grata sorpresa bajo la manga. Lo que más le gustaba a él era su ingenio, el modo en que se burlaba de la pretensiosa Keroualle. La duquesa acostumbraba vestir de luto cada vez que moría un noble de otro país, como si hubiera sido familiar suyo. Nell aparecía entonces en el palacio también vestida de negro, y decía, compungida, que estaba de luto por el "Cham de Tartaria" o el "Bug de Oroniiko", importantes parientes suyos. En su propia cara, llamaba a la duquesa "Squintabeíla" y "Sauce llorón", a causa de su tontería y aires melancólicos. Pronto el rey pasaba más tiempo con Nell que con la duquesa. 

Cuando Keroualle cayó en desgracia, Nell ya era en esencia la favorita del rey, y lo siguió siendo hasta la muerte de éste, en 1685.


Interpretación. Nell Gwyn era ambiciosa. Quería poder y fama, pero en el siglo XVII la única forma en que una mujer podía obtener esas cosas era por medio de un hombre, ¿y quién mejor que el rey? 

Sin embargo, relacionarse con Carlos era un juego peligroso. Un hombre como él, que se aburría fácilmente y necesitaba variedad, la usaría un rato, y después se buscaría otra. La estrategia de Nell fue simple: dejaba que el rey tuviera sus demás mujeres, y nunca se quejaba. Cada vez que él se presentaba ella se cercioraba de entretenerlo y divertirlo. Nell llenaba de placer sus sentidos, actuando como si su condición de monarca no tuviera nada que ver con su amor por él. La variedad de mujeres podía exasperarlo, y fatigar a un rey de suyo ocupado. Ellas le exigían muchas cosas. Si una mujer era capaz de ofrecer igual variedad (y Nell, como actriz, sabía ejercer diferentes papeles), tenía una gran ventaja. Nell jamás pedía dinero, así que Carlos la colmaba de riquezas. Nunca pidió ser la favorita: ¿cómo podía serlo?


Era plebeya, pero él la elevó a tal posición.


Muchos de tus objetivos serán como reyes y reinas, en particular las que se aburren fácilmente. 

Una vez terminada la seducción, no sólo tendrán problemas para idealizarte, sino que podrían optar incluso por otro hombre o mujer, cuya novedad les parezca excitante y poética. Como necesitan otra persona que los distraiga, suelen satisfacer esa necesidad mediante la variedad. No le hagas el juego a esta aburrida realeza quejándote, compadeciéndote de ti mismo o exigiendo privilegios. Esto no haría sino aumentar su desencanto natural una vez terminada la seducción. En cambio, haz que vea que no eres lo que imaginó. Vuelve un delicioso juego el hecho de desempeñar nuevos papeles, sorprender a la otra persona, ser una fuente interminable de entretenimiento. Es casi imposible resistirse a alguien que proporciona placer sin condiciones. 

Cuando ella esté contigo, mantén un espíritu ligero y travieso. Exagera las partes de tu carácter que le parecen deleitosas, pero nunca le hagas sentir que te conoce bien. Al final, tú controlarás la dinámica, y un altivo rey o reina se convertirá en tu vil esclavo.


3.- Cuando el gran compositor de jazz Duke Ellington llegaba a una ciudad, su banda y él eran siempre una gran atracción, en especial para las damas de la zona. Ellas iban a oír su música, por supuesto; pero una vez ahí, "el Duque" en persona las hipnotizaba. En el escenario, Ellington estaba relajado y elegante, y parecía pasarla de maravilla. 

Tenía bonita cara, y sus seductores ojos eran tristemente célebres. (Dormía muy poco, y siempre tenía bolsas bajo los ojos.) Después de la función, era inevitable que alguna mujer lo invitara a su mesa, otra se colara a su camerino y otra más lo interceptara a la salida. Duke se. esmeraba en mostrarse accesible, y cuando besaba la mano de una mujer, sus ojos se encontraban un momento con los de ella. A veces ella mostraba interés en él, y la mirada de Ellington contestaba que estaba más que dispuesto. A veces los ojos de él eran los primeros en hablar; pocas mujeres podían resistir esa mirada, aun las más felizmente casadas.


Mientras la música de esa noche seguía resonando en sus oídos, la mujer aparecía en el hotel de Ellington. El vestía un traje elegante —le encantaba la buena ropa—, y el cuarto estaba lleno de flores; había un piano en un rincón. £1 tocaba un poco de música. Su ejecución, y su garbosa, despreocupada actitud, eran para la mujer teatro puro, una agradable continuación de la función que acababa de presenciar. Y cuando todo terminaba y Ellington debía marcharse de la ciudad, él le daba un regalo especial. Aparentaba que lo único que lo alejaba de ella era su gira. 

Semanas más tarde, esa mujer podía oír en la radio una nueva canción de Ellington, cuya letra sugería que ella la había inspirado. Si alguna vez él volvía a pasar por el lugar, ella encontraba la manera de estar ahí, y Ellington solía renovar el romance, así fuera sólo por una noche. En la década de 1940, dos chicas de Alabama fueron a Chicago para asistir a una fiesta de quince años. Amenizarían la cena Ellington y su banda. Él era el músico favorito de esas muchachas, y tras su actuación, le pidieron su autógrafo. Él se mostró tan encantador que una de ellas se vio preguntándole en qué hotel se hospedaba. Él se lo dijo, con una enorme sonrisa. Las jóvenes cambiaron de hotel, y horas después llamaron a Ellington y lo invitaron a su habitación a tomar una copa. El aceptó. Ellas llevaban puestos hermosos negligés que acababan de comprar. Cuando Ellington llegó, se desenvolvió con toda naturalidad, como si la calurosa bienvenida que ellas le dieron fuera algo completamente usual. Los tres terminaron en la recámara, y entonces una de las jóvenes tuvo una idea: su madre adoraba a Ellington. Tenía que llamarle en ese momento y pasarle a Ellington el teléfono. En absoluto molesto por esa sugerencia, Ellington accedió. Durante varios minutos habló por teléfono con la madre, prodigándole cumplidos por su encantadora hija y diciéndole que no se preocupara: él cuidaría de ella. La hija volvió al teléfono y dijo: "Estamos bien, porque estamos con Mister Ellington, y él es todo un caballero". Tan pronto como colgó, los tres reanudaron la travesura que habían comenzado. A las dos chicas, ésa les pareció después una inocente pero inolvidable noche de placer.


A veces varias de esas numerosas queridas se presentaban en un mismo concierto. Ellington iba y besaba a cada una cuatro veces (hábito ideado por él justo para este dilema). Y cada cual suponía ser la única con la que esos besos realmente importaban.


Interpretación. Duke Ellington tenía dos pasiones: la música y las mujeres. Ambas se interrelacionaban. Sus interminables aventuras eran una inspiración constante para su música, pero también las manejaba como si fueran teatro puro, una obra de arte en sí mismas. Cuando llegaba el momento de la separación, la resolvía siempre con un toque teatral. Un hábil comentario y un obsequio daban la impresión de que, para él, el romance difícilmente había terminado. La letra de canciones referidas a la noche pasada en común preservaba la atmósfera estética mucho después de que él se había ido de la ciudad. No es de sorprender que esas mujeres no cesaran de buscarlo. No era una aventura sexual, un encuentro de oropel de una sola noche, sino un momento relevante en la vida de una mujer. Y la desenfadada actitud de Ellington hacía imposible sentirse culpable: pensar en la madre o el esposo no estropeaba la ilusión. Ellington jamás se ponía a la defensiva ni se disculpaba por su apetito de mujeres; era su naturaleza, nunca culpa de la mujer que había sido infiel. Y si él no podía evitar sus deseos, ¿cómo podía ella hacerlo responsable de lo ocurrido? Era imposible tener un problema con ese hombre, o quejarse de su conducta.


Ellington era un libertino estético, un tipo cuya obsesión por las mujeres sólo podía satisfacerse mediante la variedad interminable. Los escarceos de un hombre normal lo meterán finalmente en problemas, pero es raro que el libertino estético suscite emociones negativas. Tras seducir a una mujer, no hay integración ni sacrificio. El las mantiene en suspenso y a la espera. El encanto no se rompe al día siguiente, porque el libertino estético convierte la separación en una experiencia agradable, y aun elegante. El hechizo que Ellington ejercía sobre una mujer nunca desaparecía.


La lección es simple: haz que los momentos posteriores a la seducción y la separación tengan el mismo tono que antes: alto, estético, GRATO. Si no te muestras culpable por tu temeraria conducta, es difícil que la otra persona se enoje o resienta. La seducción es un. JUEGO alegre, en que inviertes toda tu energía en el momento. La separación también debería ser alegre y elegante; es el trabajo, un viaje, alguna terrible responsabilidad lo que te aleja. Crea una experiencia memorable y sigue adelante; lo más probable es que tu víctima recuerde la maravillosa seducción, no la separación. No habrás hecho enemigos, y tendrás un harén de amantes de por vida, a los que siempre podrás volver cuando lo desees.


4.-  En 1899, la baronesa Frieda von Richthofen, de veinte años de edad, se casó con el inglés Ernest Weekley, profesor de la University Of  Nottingham, y pronto se asentó en el papel de esposa de profesor. Weekley la trataba bien, pero ella se aburría con su tranquila vida y la tibieza con que él hacía el amor. En viajes a casa hacia Alemania, ella tuvo algunas aventuras, pero tampoco era eso lo que quería, así que volvía a ser fiel y a cuidar de sus tres hijos.


Un día de 1912, un antiguo estudiante de Weekley, David Herbert Lawrence, visitó la casa de la pareja. Empeñoso escritor, Lawrence deseaba conocer el consejo profesional de su maestro. Él no había llegado aún, así que Frieda lo recibió. 

Ella no había conocido nunca a un joven tan intenso. Lawrence habló de la pobreza de su juventud, de su incapacidad para entender a las mujeres. Y escuchó con atención las quejas de ella. Su esposo la regañaba incluso por el mal té que le hacía; por alguna razón, pese a que ella era baronesa, eso la estimulaba.


Lawrence hizo visitas posteriores, pero para ver a Frieda, ya no a Weekley. Un día le confesó que se había enamorado profundamente de ella. La baronesa admitió sentir lo mismo, y propuso buscar un lugar de encuentro. Pero Lawrence tenía otra propuesta: "Abandona mañana a tu marido; déjalo por mí". "¿Y los niños?", preguntó Frieda. "Si los niños son más importantes que nuestro amor", respondió él, "quédate con ellos. Pero si no quieres huir conmigo en unos días, nunca más me volverás a ver." Para Frieda, la decisión fue terrible. Su esposo no le preocupaba en absoluto, pero sus hijos eran su razón de existir. Aun así, días después sucumbió a la propuesta de Lawrence. ¿Cómo podía resistirse a un hombre que estaba dispuesto a pedir tanto, a arriesgar tanto? Si ella se negaba, lo extrañaría para siempre, porque un hombre así sólo aparece una vez en la vida.


La pareja dejó Inglaterra y se dirigió a Alemania. Frieda mencionaba a veces cuánto extrañaba a sus hijos, pero Lawrence no le tenía paciencia: "Estás en libertad de volver con ellos cuando quieras", decía; "pero si te quedas, no mires atrás." La llevó a una difícil excursión a los Alpes. Como baronesa, ella no había experimentado nunca tantas penurias, pero Lawrence se mostró firme: si dos personas se aman, ¿qué importan las comodidades?


En 1914 Frieda y Lawrence se casaron, pero en los años siguientes se repitió la misma pauta. El la reprendía por su pereza, la añoranza de sus hijos, lo mal que atendía la casa. La llevaba a viajes por el mundo, con muy poco dinero, sin permitir jamás que ella se acomodara, aunque era su mayor deseo. Peleaban sin cesar. Una vez en Nuevo México, frente a amigos, él le gritó: "¡Quítate el cigarro de la boca! ¡Y sume la panza!". "¡Más vale que no hables así, o yo también te diré tus cosas!", replicó ella, igualmente a gritos. (Había aprendido a darle una probadita de su propio chocolate.) 

Ambos salieron. Los amigos miraban, preocupados de que el incidente derivara en violencia. Ellos se perdieron de vista, sólo para reaparecer momentos después, tomados del brazo, riendo y acariciándose. Eso era lo más desconcertante de los Lawrence: pese a sus muchos años de casados, a menudo se comportaban como obsesivos recién casados.


Interpretación. Cuando Lawrence conoció a Frieda, intuyó de inmediato cuál era su debilidad: se sentía atrapada, en una relación sofocante y una vida mimada. Su esposo, como tantos otros, era amable, pero nunca le prestaba suficiente atención. Ella ansiaba drama y aventura, pero era demasiado perezosa para conseguirlos por sí misma. Drama y aventura era justo lo que Lawrence brindaba. Con él, en vez de sentirse atrapada, estaba en libertad de irse en cualquier momento. En lugar de ignorarla, él la criticaba sin cesar; al menos le prestaba atención, nunca la tenía por segura. En vez de comodidad y aburrimiento, él le brindaba aventura y romance. Las peleas que él provocaba con frecuencia ritual también garantizaban un drama incesante, y el margen necesario para una reconciliación apasionada. Él le inspiraba un poco de temor, que la descontrolaba, nunca estaba del todo cierta de él. En consecuencia, la relación jamás se estancaba. Se renovaba constantemente.
Si lo que buscas es integración, la seducción no debe detenerse nunca. De lo contrario, se filtrará el aburrimiento. Y la mejor manera de mantener en marcha el proceso suele ser la intermitente inyección de drama. Esto puede ser doloroso: abrir viejas heridas, provocar celos, causar cierto distanciamiento. (No confundas esta conducta con fastidiar a la gente o criticarla de modo continuo; este dolor es estratégico, ideado para romper pautas rígidas.) Pero, por otra parte, también puede ser agradable: piensa en volver a demostrar tu valía, prestar atención a hermosos detalles, crear nuevas tentaciones. De hecho, deberías mezclar ambos aspectos, porque demasiado dolor o placer no resultará seductor. No repites la primera seducción, porque el objetivo ya se ha rendido. Simplemente aportas pequeñas sacudidas, pequeñas llamadas de alerta que indican dos cosas: que no has dejado de experimentar, y que él no puede darte por descontado. La pequeña sacudida agitará el antiguo veneno, removerá las brasas, te devolverá temporalmente al comienzo, cuando tu relación tenía una frescura y tensión más gratas. Recuerda: comodidad y seguridad son la muerte de la seducción. Un viaje compartido y con algunas penalidades hará más por crear un lazo firme que costosos regalos y lujos. Los jóvenes tienen razón al no preocuparse por la comodidad en cuestiones de amor; y cuando tú recuperas esa sensación, vuelve a encenderse en ti una chispa de juventud.


5. En 1652, la famosa cortesana francesa Ninon de l'Enclos conoció y se enamoró del marqués de Villarceaux. Ninon era libertina; filosofía y placer tenían para ella más importancia que el amor. Pero el marqués le inspiró nuevas sensaciones: era tan arrojado, tan impetuoso, que por una vez en su vida ella se permitió perder un poco de control. El marqués era posesivo, rasgo que normalmente ella aborrecía. Pero en él parecía natural, casi encantador: simplemente no podía evitarlo. Así, Ninon aceptó sus condiciones: no habría otros hombres en su vida. Por su parte, ella le dijo que no aceptaría dinero ni regalos de él. Eso era amor y nada más.


Ella rentó una casa frente a la de él en París, y se veían a diario. Un tarde el marqués estalló de repente, y la acusó de tener otro amante. Sus sospechas eran infundadas, sus acusaciones absurdas, y ella se lo dijo. Pero eso no lo satisfizo, y se retiró furioso. Al día siguiente Ninon recibió la noticia de que había caído enfermo. Se preocupó mucho. Como recurso desesperado, signo de su amor y sumisión, decidió cortarse su hermoso cabello, por el que era famosa, y enviárselo. El gesto surtió efecto, el marqués se recuperó y reanudaron su romance, aún más apasionadamente. Amigos y antiguos amantes se quejaban de la súbita transformación de Ninon en ferviente esposa, pero a ella no le importaba: era feliz.


Entonces Ninon sugirió que vivieran juntos. El marqués, hombre casado, no podía llevarla a su cháteau, pero un amigo ofreció el suyo en el campo como refugio para los amantes. Las semanas se hicieron meses, y la breve estancia de ambos se convirtió en una prolongada luna de miel. Sin embargo, poco a poco Ninon tuvo la sensación de que algo marchaba mal: el marqués ya actuaba casi como esposo. Aunque era tan apasionado como antes, parecía demasiado seguro de sí mismo, como si tuviera derechos y privilegios que ningún otro hombre podía esperar. 

La posesividad que le había encantado a ella alguna vez comenzó a parecer opresiva. Él tampoco estimulaba su mente. Ella podía conseguir otros hombres, igualmente apuestos, para satisfacer su físico sin tantos celos.


Una vez surgida esta constatación, Ninon no perdió tiempo. Dijo al marqués que volvía a París, y que lo suyo había terminado para siempre. El suplicó, y defendió su caso con mucha emoción: ¿cómo podía ella ser tan cruel? Aunque conmovida, Ninon se mostró firme. Las explicaciones sólo empeorarían las cosas. Volvió a París y reanudó su vida de cortesana. Su abrupta partida aparentemente sacudió al marqués, pero se diría que no demasiado, porque meses después ella se enteró de que él ya se había enamorado de otra.
Interpretación. Una mujer suele pasar meses ponderando los sutiles cambios en la conducta de su amante. Puede quejarse o enojarse, e incluso culparse a sí misma. Bajo el peso de sus quejas, el hombre puede cambiar por un tiempo, pero a ello le seguirán una dinámica desagradable e interminables malos entendidos. ¿Qué caso tiene todo esto? Una vez que te desencantas, en realidad ya es demasiado tarde. Ninon habría podido tratar de entender qué la había desencantado: una apostura que ahora le aburría, la falta de estimulación mental, la sensación de ser tenida por segura. ¿Pero para qué perder tiempo deduciéndolo? El encanto se había roto, así que ella siguió adelante. No se molestó en dar explicaciones, en preocuparse por los sentimientos de Villarceaux, en hacerlo todo suave y fácil para él. Simplemente se marchó. Quien parece tan considerado del otro, que trata de remediar las cosas o presentar excusas, en realidad sólo es tímido. Ser amable en estos asuntos es más bien cruel. El marqués podía culpar de todo a la crueldad de su querida, a su naturaleza veleidosa. 


Intactos su propia vanidad y orgullo, podía pasar fácilmente a otra aventura, y dejar a Ninon atrás.


La larga y perdurable muerte de una relación no sólo causará a tu pareja innecesario dolor, sino que también tendrá consecuencias a largo plazo para ti, pues te volverá mucho más voluble en el futuro y te agobiará de culpas. Jamás te sientas culpable, aun si fuiste el seductor y el desencantado. No es culpa tuya. Nada puede durar para siempre. Diste placer a tus víctimas, y las sacaste de su rutina. Si rompes limpia y rápidamente, a la larga te lo agradecerán. Entre más te disculpes, más ofenderás su orgullo, produciendo sentimientos negativos que reverberarán durante años. 

Ahórrales las explicaciones insinceras que sólo complican las cosas. La víctima debe ser sacrificada, no torturada.


6.- Luego de quince años bajo el régimen de Napoleón Bonaparte, los franceses estaban exhaustos. Demasiadas guerras, demasiado drama. Cuando Napoleón fue derrotado en 1814, y recluido en la isla de Elba, los franceses estaban más que dispuestos a la paz y la quietud. Los borbones —la familia real depuesta por la revolución de 1789— volvieron al poder. El rey sería Luis XVIII: gordo, aburrido y pomposo, pero al menos habría paz.


Sin embargo, en febrero de 1815 llegó a Francia la noticia de que Napoleón se había fugado dramáticamente de Elba, gracias a siete pequeñas naves y un millar de hombres. Podría haberse dirigido a América, vuelto a empezar, pero era tan imprudente que desembarcó en Carmes. ¿Qué pensaba? ¿Un millar de hombres contra todos los ejércitos de Francia? Marchó a Grenoble con su variopinto ejército. Al menos había que admirar su valor, su insaciable amor a la gloria y a Francia.


A los campesinos franceses les encantó ver a su antiguo emperador. Este hombre, después de todo, había repartido gran cantidad de tierras en su beneficio, que el nuevo rey intentaba quitarles. Se emocionaron al ver sus famosos estandartes con águilas, el renacimiento de símbolos de la revolución. Dejaron sus campos y se unieron a su marcha. Fuera de Grenoble, la primera compañía enviada por el rey a detener a Napoleón lo alcanzó. Él desmontó y se encaminó hacia ella. "¡Soldados del Quinto Cuerpo del ejército!", exclamó. "¿No me conocen? Si hay uno entre ustedes que quiera matar a este emperador, que venga y lo haga. Aquí estoy!" Abrió su capa gris, invitando a apuntar. Hubo un momento de silencio, y después, desde todas partes, resonaron gritos de Vive l'Empereur!. De un solo golpe, el ejército de Napoleón había duplicado su tamaño.


La marcha continuó. Más soldados, recordando la gloria que Napoleón les había dado, cambiaron de bando. La ciudad de Lyon cayó sin una sola batalla. Generales con ejércitos más grandes eran despachados a detenerlo, pero la vista de Napoleón a la cabeza de sus tropas era para ellos una experiencia abrumadoramente emotiva, y cambiaban de filiación. £1 rey Luis huyó de Francia, abdicando entre tanto. El 20 de marzo, Napoleón regresó a París y volvió al palacio que había dejado apenas trece meses atrás, y sin haber disparado un solo tiro.


Campesinos y soldados habían abrazado a Napoleón, pero los parisinos fueron menos entusiastas, en particular quienes habían servido en su gobierno. Temían las tormentas que él podía desatar. Napoleón gobernó el país durante cien días, hasta que los aliados y sus enemigos de dentro lo derrotaron. Esta vez fue trasladado a la remota isla de Santa Elena, donde moriría. 

Interpretación. Napoleón siempre pensó en Francia, y en su ejército, como un objetivo por cortejar y seducir. Como escribió sobre él el general De Segur: "En momentos de sublime poder, ya no manda como un hombre, sino seduce como una mujer". En el caso de la fuga de Elba, él planeó un gesto osado y sorpresivo que cautivara a una nación aburrida. Inició su retorno a Francia entre las personas más receptivas a él: los campesinos, que lo habían venerado. Revivió los símbolos —los colores revolucionarios, los estandartes con águilas— que encenderían antiguos sentimientos. Se puso a la cabeza de su ejército, retando a sus antiguos soldados a dispararle. La marcha sobre París que le devolvió el poder fue teatro puro, calculado para su efecto emocional a cada paso. ¡Qué contraste entre esa antigua armadura y el rey idiota que gobernaba entonces!


La segunda seducción de Francia por Napoleón no fue una seducción clásica, que siguiera los pasos usuales, sino una reseducción. Se basó en antiguas emociones y revivió un antiguo amor. Una vez que has seducido a una persona (o a una nación), se da casi siempre un adormecimiento, un ligero descenso, que a veces conduce a una separación; sin embargo, es asombrosamente fácil volver a seducir al mismo objetivo. Los antiguos sentimientos nunca desaparecen, yacen dormidos, y en un instante puedes tomar por sorpresa a tu objetivo. Es un raro placer poder revivir el pasado, y la juventud: sentir las emociones de antaño. 

Como Napoleón, añade un toque dramático a tu reseducción: revive las antiguas imágenes, los símbolos, las expresiones que despertarán recuerdos. Como los franceses, tus objetivos tenderán a olvidar el horror de la separación y sólo recordarán las cosas buenas. Esta segunda seducción debe ser osada y rápida, sin dar tiempo a tus objetivos de reflexionar o hacerse preguntas. Como Napoleón, explota el contraste con su amante en turno, haciendo que su conducta parezca tímida y pesada en comparación.


No todos se mostrarán receptivos a una nueva seducción, y algunos momentos serán inapropiados. Cuando Napoleón regresó de Elba, los parisinos eran demasiado sofisticados para él, y podían adivinar sus intenciones. A diferencia de los campesinos del sur, ellos ya lo cono' cían a la perfección; y su retorno ocurrió tan pronto, que ellos ya estaban hartos de él. Si quieres volver a seducir a alguien, elige a quien no te conozca muy bien, tenga buenos recuerdos de ti, sea poco desconfiada por naturaleza y esté insatisfecha con las circunstancias presentes. Asimismo, quizá sea conveniente que dejes pasar un poco de tiempo. El tiempo restaurará tu lustre y desaparecerá tus faltas. Nunca veas una separación o sacrificio como definitivos. Con un poco de drama y planeación, una víctima puede recuperarse en un abrir y cerrar de ojos.


Símbolo. Brasas, los restos de la hoguera a la mañana siguiente. Abandonadas a sí mismas, las brasas se extinguirán poco a poco. No des al fuego oportunidad ni elementos. Para apagarlo, ahógalo, sofócalo, no le des con qué nutrirse. Para darle nueva vida, anímalo, aliméntalo, hasta que las llamas se renueven. Sólo tu constante atención y vigilancia lo mantendrán ardiendo.


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