Poetiza tu presencia.

Comienza una nueva vida amorosa



Cuando tus objetivos están solos, suceden cosas importantes: la menor sensación de alivio de que no estés ahí, y todo habrá terminado. Familiaridad y sobreexposición son la causa de esa respuesta. 

Sé esquivo, entonces, para que cuando estés lejos, ansíen verte de nuevo, y sólo te asociarán con ideas gratas. Ocupa la mente de tus blancos alternando una presencia incitante con una fría distancia, momentos eufóricos con ausencias calculadas. Asóciate con imágenes y cosas poéticas, para que cuando ellos piensen en ti, empiecen a verte a través de un halo idealizado. Cuanto más figures en su mente, más te envolverán en seductoras fantasías. Nutre estas fantasías con sutiles inconsecuencias y cambios en tu conducta.


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PRESENCIA Y AUSENCIA POÉTICA.


En 1943, el ejército argentino derrocó al gobierno. Un popular coronel de cuarenta y ocho años de edad, Juan Perón, fue nombrado secretario del Trabajo y Asuntos Sociales. Perón era un viudo con afición por las jóvenes; al momento de su nombramiento, sostenía una relación con una adolescente, a la que presentaba a todos como su hija.


Una noche de enero de 1944, Perón estaba sentado entre los demás líderes militares en un estadio de Buenos Aires, asistiendo a un festival artístico. Ya era tarde y había algunos asientos vacíos a su alrededor; de buenas a primeras, dos jóvenes y hermosas actrices le pidieron permiso para sentarse. ¿Era broma? Estaría encantado. 

Reconoció a una de las actrices: era Eva Duarte, estrella de las radionovelas cuya fotografía solía aparecer en la portada de los tabloides. La otra actriz era más joven y bonita, pero Perón no podía quitarle los ojos de encima a Eva, quien hablaba con otro coronel. En realidad ella no era su tipo en absoluto. Tenía veinticuatro años, demasiado grande para su gusto; iba vestida en forma un tanto vulgar, y había algo glacial en su actitud. 

Pero ella lo volteaba a ver a veces, y su mirada lo emocionó. Desvió la vista un momento, y cuando vino a saber ella ya se había cambiado de asiento y estaba a su lado. Empezaron a platicar. Ella estaba pendiente de cada una de sus palabras. Sí, todo lo que él decía coincidía exactamente con lo que ella pensaba: los pobres, los trabajadores, ellos eran el futuro de Argentina. Eva había conocido la pobreza. Casi había lágrimas en sus ojos cuando dijo, al final de la conversación: "Gracias por existir". Los días siguientes, Eva se las arregló para deshacerse de la "hija" de Perón y establecerse en su departamento. Dondequiera que él mirara, ella estaba ahí, haciéndole de comer, cuidándolo cuando se enfermaba, asesorándolo en política. ¿Por qué la dejaba quedarse? Usual-mente él tenía una aventura con una joven superficial, y luego se libraba de ella cuando parecía que ya había permanecido demasiado. 

Pero en Eva no había nada superficial. Al paso del tiempo, él se dio cuenta de que se volvía adicto a la sensación que ella le transmitía. Eva era absolutamente leal, y reflejaba cada una de sus ideas, ensalzándolo sin cesar. Él se sentía más masculino en su presencia, eso era, y más poderoso; ella creía que él era el líder ideal del país, y esa certeza lo afectó. Eva era como las mujeres de los tangos que tanto le gustaban a él: las sufridas mujeres de las calles que se convertían en sagradas figuras maternas y cuidaban de sus hombres. Perón la veía todos los días, pero nunca sintió conocerla por completo; un día sus comentarios eran algo obscenos, y al siguiente ella era la dama perfecta. Le preocupaba una cosa: ella quería casarse, y él jamás podría hacerla su esposa —era una actriz con un pasado turbio. Los demás coroneles ya estaban escandalizados por su relación con ella. No obstante, la aventura continuó.


En 1945, Perón fue destituido y encarcelado. Los coroneles temían su creciente popularidad y desconfiaban del poder de su amante, quien parecía ejercer total influencia en él. Fue la primera vez en casi dos años que él estuvo solo de verdad, y efectivamente separado de Eva. De pronto sintió que nuevas emociones lo invadían: llenó la pared con fotografías de ella. Afuera se organizaban importantes huelgas para protestar por su encarcelamiento, pero él sólo podía pensar en Eva. Era una santa, una mujer predestinada, una heroína. Él le escribió: "Sólo estando lejos de los seres queridos podemos medir nuestro afecto. 

Desde el día que te dejé [...] no he podido calmar mi triste corazón. [...] Mi inmensa soledad está llena de tu recuerdo". Esta vez prometió casarse con ella.


Las huelgas crecieron en intensidad. Ocho días después, Perón fue liberado; pronto se casó con Eva. Meses más tarde se le eligió presidente. Como primera dama, Eva asistía a las ceremonias oficiales con sus un tanto burdos vestidos y joyas; se le consideraba una exactriz de copioso guardarropa. Luego, en 1947, hizo una gira por Europa, y los argentinos siguieron cada uno de sus movimientos —las extasiadas multitudes que la recibieron en España, su audiencia con el papa—; en su ausencia, su opinión sobre ella cambió. ¡Qué bien representaba el espíritu argentino, su noble sencillez, su dramático estilo! Cuando regresó semanas después, la colmaron de atenciones.
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También Eva había cambiado durante su viaje a Europa: recogió su teñido pelo rubio en un chongo severo, y vestía trajes sastre. Era una apariencia seria, adecuada para una mujer que sería la salvadora de los pobres. Pronto era posible ver su imagen en todos lados: sus iniciales en las paredes, las sábanas, las toallas de los hospitales para los pobres; su perfil en las camisetas de los jugadores de un equipo de fútbol de la parte más pobre de Argentina, cuyo club ella patrocinaba; su gigantesco rostro sonriente que cubría los costados de los edificios. Puesto que indagar algo personal sobre ella se había vuelto imposible, empezaron a surgir toda suerte de elaboradas fantasías en torno suyo. Y cuando el cáncer segó su vida, en 1952, a los treinta y tres años (la edad de Cristo al morir), el país se vistió de luto. Millones desfilaron ante su cadáver embalsamado. Ya no era una actriz de radio, una esposa, una primera dama, sino Evita, una santa.


Interpretación. Eva Duarte era hija ilegítima y había crecido en la pobreza, huido a Buenos Aires para ser actriz y tenido que hacer muchas cosas de mal gusto para sobrevivir y salir adelante en el mundo del teatro. Su sueño era escapar a toda restricción a su futuro, porque era sumamente ambiciosa. Perón fue la víctima perfecta. Se creía un gran líder, pero lo cierto era que iba en camino de convertirse en un viejo libidinoso demasiado débil para ascender. Eva inyectó poesía en su vida. 


Su lenguaje era florido y teatral; lo rodeaba de atenciones, al punto mismo del sofoco, pero el diligente servicio de la mujer a un gran hombre era una imagen clásica, celebrada en innumerables tangos. Sin embargo, ella logró seguir siendo elusiva, misteriosa, como una estrella de cine que se ve todo el tiempo en la pantalla pero a la que en realidad jamás se conoce. Y cuando Perón se vio finalmente solo, en la cárcel, estas imágenes y asociaciones poéticas estallaron en su mente. La idealizó sin límite; en cuanto a él, Eva ya no era una actriz de oscuro pasado. Ella sedujo a una nación entera en la misma forma. El secreto fue su dramática presencia poética, combinada con un dejo de elusiva distancia; con el tiempo, en ella se veía lo que se quisiera. Hasta la fecha la gente sigue fantaseando acerca de cómo era Eva en realidad.


La familiaridad destruye la seducción. Es raro que esto ocurra pronto; hay mucho por saber de una nueva persona. Pero puede llegar un momento en que el objetivo empiece a idealizarte y fantasear contigo, sólo para descubrir que no eres lo que creyó. Esto no se debe a que se te vea demasiado, estés demasiado disponible, como algunos imaginan. De hecho, si tus objetivos te ven muy poco, no les darás nada para sostenerse, y otro podría atrapar su atención; tú tienes que ocupar su mente. Aquello se debe más bien a que eres demasiado coherente, demasiado obvio, excesivamente humano y real. Tus blancos no pueden idealizarte si saben mucho de ti, si empiezan a verte como demasiado humano. No sólo debes mantener cierto grado de distancia; también debe haber algo fantástico y embrujador en ti, que desencadene toda clase de deliciosas posibilidades en su mente. La posibilidad que Eva representaba era la de ser lo que en la cultura argentina se consideraba la mujer ideal —devota, maternal, santa —, pero existen incontables ideales poéticos que tú puedes tratar de encamar. 

Caballerosidad, aventura, romance y demás son ideales igualmente fuertes; y si posees un aire de ellos, podrás insuflar poesía suficiente para llenar la cabeza de los demás de sueños y fantasías. A toda costa debes personificar algo, aun si es malo e indecoroso.

Todo con tal de evitar la mancha de la familiaridad y la ordinariez.

Lo que necesito es una mujer que sea algo, cualquier cosa: muy bella o muy buena o, en último caso, muy mala; muy ingeniosa o muy tonta, pero algo. —Alfred De Masse.

CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.

Nuestro concepto de nosotros mismos es invariablemente más halagador que la realidad: creemos ser más generosos, desinteresados, honestos, buenos, inteligentes o bellos de lo que en verdad somos. Nos es muy difícil ser honestos con nosotros sobre nuestras limitaciones: tenemos la desesperada necesidad de idealizarnos. Como apunta la escritora Angela Cárter, preferiríamos alinearnos con los ángeles que con los primates superiores de los que en efecto descendemos.

Esta necesidad de idealizar se extiende a nuestros enredos románticos, porque cuando nos enamoramos, o caemos bajo el hechizo de otra persona, vemos un reflejo de nosotros. La decisión que tomamos al optar relacionarnos con otra persona revela algo nuestro, íntimo e importante; nos resistimos a vernos enamorados de alguien ordinario, soez o soso, porque eso sería un desagradable reflejo nuestro. Además, solemos enamorarnos de alguien que de alguna manera se parece a nosotros. Si esa persona fuera deficiente o, peor aún, ordinaria, pensaríamos que hay algo ordinario y deficiente en nosotros. No, el ser amado debe sobrevalorarse e idealizarse a toda costa, al menos en bien de nuestra autoestima. 

Aparte, en un mundo cruel y lleno de desilusiones, es un gran placer poder fantasear con la persona con que te relacionas. Esto facilita la tarea del seductor: la gente se muere por recibir la oportunidad de fantasear contigo. No eches a perder esta oportunidad de oro sobrexponiéndote, o volviéndote tan familiar y banal que tu objetivo te vea exactamente como eres. No tienes que ser un ángel, o un dechado de virtudes; eso sería muy aburrido. Puedes ser peligroso, atrevido, incluso algo vulgar, dependiendo de los gustos de tu víctima. Pero jamás ordinario o limitado. En poesía (a diferencia de la realidad), todo es posible. Poco después de que caemos bajo el hechizo de una persona, formamos una imagen en nuestra mente de lo que ella es y de los placeres que podría ofrecernos. Al pensar en ella estando solos, tendemos a idealizar cada vez más esa imagen. El novelista Stendhal, en su libro Del amor, llama a este fenómeno "cristalización", y cuenta la historia de que, en Salzburgo, Austria, se acostumbraba arrojar una rama sin hojas a las profundidades abandonadas de una salina en pleno invierno. Cuando la rama se sacaba meses después, estaba cubierta de cristales espectaculares. Esto es lo que sucede con el ser amado en nuestra mente.


Pero, según Stendhal, hay dos cristalizaciones. La primera ocurre cuando conocemos a la persona. La segunda, y más importante, sucede después, cuando se filtra un poco de duda: deseas a la otra persona, pero ella te elude, no estás seguro de que sea tuya. Esta pizca de duda es crucial; hace que tu imaginación trabaje el doble, acentúa el proceso de poetización. En el siglo XVII el duque de Lauzun, el gran libertino, logró una de las seducciones más espectaculares de la historia: la de la Grande Mademoiselle, la prima del rey Luis XIV y la mujer más rica y poderosa de Francia. Él espoleaba su imaginación con breves encuentros en la corte, dejándole ver destellos de su ingenio, su audacia, su afable actitud. Ella dio en pensar en él cuando estaba sola. Luego comenzó a tropezar más a menudo con él en la corte, y tenían breves conversaciones o paseos. Al terminar estas reuniones, la Grande Mademoiselle se quedaba con una duda: "¿Le intereso o no?'. Eso hacía que quisiera verlo más, para disipar sus dudas. 

Empezó a idealizarlo fuera de toda proporción, porque el duque era un bribón incorregible.


Recuerda: si eres fácil de conseguir, no puedes valer gran cosa. Es arduo poetizar a una persona tan ordinaria. Si, tras el interés inicial, dejas en claro que no estás asegurad©, si incitas una pizca de duda, tu objetivo imaginará que hay algo especial, honroso e inalcanzable en ti. Tu imagen cristalizará en la mente de la otra persona.


Cleopatra sabía que en realidad no era distinta a cualquier mujer, y de hecho su cara no era particularmente hermosa. Pero también sabía que los hombres tienden a sobrevalorar a una mujer. Basta entonces con insinuar que hay algo diferente en ti para que se te asocie con algo grandioso y poético. Ella hizo saber a César que procedía de grandes reyes y reinas del pasado de Egipto; con Marco Antonio creó la fantasía de que descendía de la propia Afrodita. Estos hombres retozaban no sólo con una mujer tenaz, sino con una especie de diosa. Quizá hoy sea difícil forjar esas asociaciones, pero la gente sigue obteniendo enorme placer de asociar a los demás con algún género de figura fantástica de su infancia. John F. Kennedy se presentaba como una figura caballeresca: noble, valiente, encantador. Pablo Picasso no era sólo un gran pintor con sed de jóvenes mujeres; era el Minotauro de la leyenda griega, o la diabólica figura embaucadora que tanto seduce a las damas. Estas asociaciones no deben hacerse pronto; sólo son eficaces una vez que el blanco ha empezado a caer bajo tu hechizo, y es vulnerable a la sugestión. Un hombre que acabara de conocer a Cleopatra habría considerado ridícula su asociación con Afrodita. Pero alguien que se enamora creerá casi todo. El truco es asociar tu imagen con algo mítico, por medio de la ropa que usas, las cosas que dices, los lugares a los que vas.


En la novela de Marcel Proust En busca del tiempo perdido, el personaje de Swann se ve gradualmente seducido por una mujer que en realidad no es su tipo. Él es un esteta, y adora las cosas más exquisitas de la vida. Ella es de clase inferior, menos refinada, incluso de mal gusto. Lo que la poetisa en su mente es una serie de eufóricos momentos que comparten, momentos que en adelante él asocia con esa mujer. Uno de ellos es un concierto en un salón al que ambos asisten, en el que él se embriaga con una pequeña melodía de una sonata. Cada vez que piensa en ella, recuerda esa escueta frase. Pequeños regalos que ella le ha dado, objetos que ella ha tocado o manipulado, empiezan a cobrar vida por sí solos. 


Una experiencia intensa de cualquier índole, artística o espiritual, permanece en la mente mucho más que la experiencia normal. Debes hallar la manera de compartir esos momentos con tus objetivos —un concierto, una obra de teatro, un encuentro espiritual, lo que sea—, para que ellos asocien contigo algo elevado. Los momentos de efusión compartida poseen enorme influencia seductora. Asimismo, cualquier clase de objeto puede imbuirse de resonancia poética y asociaciones sentimentales, como se dijo en el capítulo anterior. Los regalos que haces y otras cosas pueden imbuirse de tu presencia; si se asocian con gratos recuerdos, su vista te mantendrá en la mente de tu víctima y acelerará el proceso de poetización.


Aunque se dice que la ausencia ablanda el corazón, una ausencia temprana resulta mortal para el proceso de cristalización. Como Eva Perón, rodea a tus objetivos de atención concentrada; para que en esos momentos críticos en que están solos, su mente gire en medio de una especie de arrebol. Haz todo lo que puedas por mantener a tu objetivo pensando en ti. Cartas, recuerdos, regalos, encuentros inesperados: esto te da omnipresencia. Todo debe recordarle a ti.


Finalmente, si tus blancos han de verte como algo elevado y poético, hay mucho por ganar si los haces sentir elevados y poetizados a su vez. El escritor francés


Chateaubriand hacía sentir a una mujer como una diosa, tan poderoso era el efecto que ella ejercía en él. Le enviaba sus poemas, que ella supuestamente había inspirado. Para hacer sentir a la reina Victoria lo mismo una mujer seductora que una gran líder, Benjamin Disraeli la comparaba con figuras mitológicas y grandes predecesoras, como la reina Isabel I. Al idealizar de esta manera a tus objetivos, harás que ellos te idealicen a su vez, pues debes ser igualmente grande para poder apreciar y percibir sus excelentes cualidades. Asimismo, se volverán adictos a la elevada sensación que tú les procuras.

Símbolo.



El halo. Lentamente, cuando él objetivo está solo, empieza a imaginar un leve fulgor en torno a tu cabeza, formado por todos los placeres que puedes ofrecer, el resplandor de tu intensa presencia, tus nobles cualidades. Ese halo te distingue de los demás. No lo hagas desaparecer volviéndote familiar y ordinario.

REVERSO.


Podría parecer que la táctica contraria sería revelar todo acerca de ti, ser completamente honesto sobre tus defectos y virtudes. Este género de sinceridad fue una cualidad de Lord Byron: casi se estremecía al revelar sus rasgos horribles y repugnantes, al grado de, ya mayor, contar a la gente sus relaciones incestuosas con su media hermana. Esta clase de intimidad peligrosa puede ser muy seductora. El objetivo poetizará tus vicios, y tu honestidad con él; empezará a ver más de lo que tiene frente a sí. En otras palabras, el proceso de idealización es inevitable. Lo único que no se puede idealizar es la mediocridad, pues no existe nada seductor en ella. No hay manera de seducir sin crear alguna especie de fantasía y poetización.


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