Presta atención a los detalles.


Encuentra el amor que mereces



Las nobles palabras de amor y los gestos imponentes pueden ser sospechosos: ¿por qué te empeñas tanto en complacer? Los detalles de una seducción —los gestos sutiles, lo que haces sin pensar— suelen ser más fascinantes y reveladores. 

Aprende a distraer a tus victimas con miles de pequeños y ¡gratos rituales: amables regalos justo para ellas, ropa y accesorios destinados a complacerlas, actos que den realce al tiempo y atención que les dedicas. Todos sus sentidos participan en los detalles que orquestas. Crea espectáculos que las deslumbren; hipnotizadas por lo que ven, no advertirán lo que en verdad te propones. Aprende a sugerir con detalles los sentimientos y el ánimo apropiados



¡No más estar solo! Inscríbete gratis y comienza a buscar el amor verdadero.


EL EFECTO HIPNÓTICO.

En diciembre de 1898, las esposas de los siete principales embajadores occidentales en China recibieron una extraña invitación: la emperatriz viuda Tzu Hsi, de sesenta y tres años de edad, ofrecería un banquete en su honor en la Ciudad Prohibida de Pekín. Los embajadores estaban muy a disgusto con la emperatriz viuda, por varias razones. Era manchú, [ raza del norte que había conquistado China a principios del siglo XVII, [estableciendo la dinastía Ching y gobernando el país durante cerca de trescientos años. Para la década de 1890, las potencias occidentales " habían empezado a dividirse partes de China, país al que consideraban 1 atrasado. Querían que China se modernizara, pero los manchúes eran conservadores, y se oponían a toda reforma. A principios de 1898, el emperador chino, Kuang Hsu, sobrino de la emperatriz viuda, de veintisiete años, había emprendido una serie de reformas, con la aprobación de Occidente. Cien días después de iniciado este periodo, de la Ciudad Prohibida llegó a los diplomáticos occidentales el rumor de que el emperador estaba muy enfermo, y de que la emperatriz viuda había tomado el poder. Sospecharon juego sucio; era probable que la emperatriz hubiera actuado para detener las reformas. Se maltrataba al emperador, quizá incluso se le envenenaba; tal vez ya estaba muerto. 

Cuando las esposas de los siete embajadores se preparaban para su ^inusual visita, sus esposos les advirtieron no confiar en la emperatriz viuda. Mujer astuta de vena cruel, había salido de la oscuridad para convertirse en concubina del anterior emperador, y al paso del tiempo había logrado acumular enorme poder. En mucho mayor medida que el emperador, ella era la persona más temida en China.


El día previsto, las mujeres fueron trasladadas a la Ciudad Prohibida en una procesión de palanquines cargados por eunucos de la corte enfundados en deslumbrantes uniformes. Ellas mismas, para no quedarse atrás, lucían la moda occidental más reciente: corsés ajustados, largos vestidos de terciopelo con mangas tipo jamón, crinolinas, sombreros altos con plumas. Los residentes de la Ciudad Prohibida miraban asombrados sus prendas, en particular el modo en que sus vestidos dejaban ver su busto prominente. Las esposas estaban seguras de haber impresionado a sus anfitriones. En la Sala de Audiencias las recibieron príncipes y princesas, así como la baja realeza. Las chinas vestían magníficos atuendos manchúes con el tradicional tocado alto y negro con incrustaciones de joyas; seguían un orden jerárquico, el cual se reflejaba en la tonalidad de sus vestidos, pasmoso arco iris de colores.


A las esposas se les sirvió té en las tazas de porcelana más delicadas, y luego se les condujo a la presencia de la emperatriz viuda. La vista les quitó el aliento. La emperatriz estaba sentada en el Trono del Dragón, tachonado de joyas. Portaba ropajes con decoraciones de brocado, un tocado majestuoso cubierto de diamantes, perlas y jades, y un enorme collar de perlas perfectamente combinadas. Era menuda; pero en el trono, con ese atavío, parecía un gigante. Sonreía a las damas con visible cordialidad y sinceridad. Para alivio de estas últimas, sentado bajo ella en un trono menor estaba su sobrino el emperador. Lucía pálido, pero las recibió con entusiasmo, y parecía de buen ánimo. Quizá era cierto que simplemente estaba enfermo.


La emperatriz estrechó la mano de cada una de las mujeres. Mientras lo hacía, un eunuco de su séquito le entregaba un enorme anillo de oro que llevaba engastada una perla inmensa, el cual ella deslizaba en la mano de cada mujer. Tras esta introducción, las esposas fueron llevadas a otra sala, en la que tomaron té de nuevo, y después se les condujo a un salón de banquetes, donde la emperatriz se sentó en una silla de satén amarillo, siendo el amarillo el color imperial. Les habló un rato; tenía una voz hermosa. (Se decía que con ella podía atraer literalmente a las aves desde los árboles.) Al término de la conversación, tendió de nueva cuenta la mano a cada mujer, y con gran emoción les dijo: "Una familia, una gran familia". 

Las mujeres vieron luego una función en el teatro imperial. Finalmente, la emperatriz las recibió por última vez. Se disculpó por la función que acababan de ver, sin duda inferior a las que acostumbraban en Occidente.


Hubo una ronda más de té, y en esta ocasión, como informó la esposa del embajador estadunidense, la emperatriz "se acercó, se llevó a los labios cada taza y le dio un sorbo, para ofrecerla después al otro extremo, a nuestros labios, volviendo a decir: 'Una familia, una gran familia'.". Las mujeres recibieron más regalos, y posteriormente se les condujo otra vez a sus palanquines y fuera de la Ciudad Prohibida.


Las mujeres transmitieron a sus esposos su firme convicción de que se habían equivocado por completo respecto a la emperatriz. La esposa del embajador estadunidense informó: "Ella estaba radiante y feliz, y su rostro refulgía de buena voluntad. No había huella alguna de crueldad por descubrir. [...] Sus acciones rebosaban generosidad y calidez. [...] [Salimos] llenas de admiración por su majestad y esperanza para China". Los esposos reportaron a su vez a sus gobiernos: el emperador estaba bien, y la emperatriz era digna de confianza.


Interpretación. El contingente extranjero en China no tenía idea de lo que realmente pasaba en la Ciudad Prohibida. Lo cierto era que el emperador había conspirado para arrestar, y quizá asesinar, a su tía. Al descubrir el complot, un crimen terrible en términos confucianos, ella lo obligó a firmar su propia abdicación, lo hizo encerrar y dijo al mundo exterior que estaba enfermo. Como parte de su castigo, tenía que aparecer en las ceremonias oficiales y actuar como si nada hubiera ocurrido.


La emperatriz viuda detestaba a los occidentales, a quienes consideraba bárbaros. Le disgustaban las esposas de los embajadores, con su fea moda y absurdas maneras. El banquete fue una ostentación, una seducción, para apaciguar a las potencias occidentales, que amenazaban con invadir si el emperador había sido asesinado. La meta de esta seducción fue simple: deslumbrar a las esposas con colores, espectáculo, teatro. La emperatriz aplicó toda su experiencia en esta tarea, y tenía don para los detalles. Planeó los espectáculos en orden ascendente: los eunucos uniformados primero, luego las damas manchúes con sus tocados, y al final ella misma. Era teatro puro, y fue avasallador. Más tarde la emperatriz bajó el tono del espectáculo, humanizándolo con regalos, saludos cordiales, la tranquilizadora presencia del emperador, tés y entretenimientos, en absoluto inferiores a los de Occidente. 

Concluyó el banquete con otra nota alta: el pequeño drama de compartir las tazas, seguido por regalos aún más fastuosos. A las mujeres les daba vueltas la cabeza al marcharse. En verdad, nunca habían visto tan exótico esplendor, y jamás supieron cuan cuidadosamente había orquestado la emperatriz todos los detalles. Encantadas por el espectáculo, transfirieron su satisfacción a la emperatriz y le dieron su aprobación, justo lo que ella necesitaba.


La clave para distraer a la gente (seducción es distracción) es llenar sus ojos y oídos de detalles, pequeños rituales, objetos coloridos. El detalle es lo que hace que las cosas parezcan reales y sustanciales. Un regalo ponderado no parecerá tener un motivo oculto. Un ritual repleto de minúsculas y encantadoras acciones es un espectáculo sumamente disfrutable. La joyería, los accesorios bellos, los toques de color en la ropa deslumbran al ojo. Es una debilidad infantil nuestra: preferimos fijarnos en los detallitos agradables que en el panorama general. Cuanto mayor sea el número de los sentidos a los que apeles, más hipnótico será el efecto. Los objetos que usas para seducir (regalos, prendas, etcétera) hablan un lenguaje propio, y eficiente. Jamás ignores un detalle ni lo dejes al azar. Orquéstalos en un espectáculo y nadie notará lo manipulador que eres.

EL EFECTO SENSUAL.

Un día, un mensajero dijo al príncipe Genjí —el maduro pero aún consumado seductor de la corte Heian del Japón de fines del siglo X— que una de sus conquistas de juventud había muerto repentinamente, dejando huérfana a una joven llamada Tamakazura. Genji no era el padre de Tamakazura, pero decidió llevarla a la corte y ser su protector de todos modos. Poco después de su llegada, hombres del más alto rango empezaron a cortejarla. Genji había dicho que era hija suya, perdida; en consecuencia, ellos supusieron que era hermosa, porque él era el hombre más guapo de la corte. (En ese entonces era raro que los hombres vieran el rostro de una joven antes del matrimonio; en teoría, se les permitía hablar con ella sólo al otro lado de un biombo.) Genji la colmó de atenciones, y la ayudaba a revisar todas las cartas de amor que recibía, aconsejándola sobre la pareja adecuada.


Como protector de Tamakazura, Genji podía ver su rostro, y en verdad era hermoso. Se enamoró de ella. Qué lástima, pensó, era tener que dar esa adorable criatura a otro hombre. Una noche, abrumado por sus encantos, la tomó de la mano y le dijo cuánto se parecía a su madre, a la que él alguna vez había amado. Ella tembló, pero no de emoción, sino de miedo, pues aunque él no era su padre, se suponía que era su protector, no un pretendiente. Su séquito se había marchado y era una bella noche. Genji se quitó silenciosamente su perfumado manto y tendió a Tamakazura a su lado. Ella empezó a llorar, y a resistirse. Siempre caballero, Genji le dijo que respetaría sus deseos y la cuidaría sin falta, y que no tenía nada que temer. 

Luego se excusó cortésmente.


Días después, Genji ayudaba a Tamakazura con su correspondencia cuando leyó una carta de amor de su hermano menor, el príncipe Hotaru, quien se contaba entre sus pretendientes. En la carta, Hotaru la reprendía por no permitirle acercarse lo suficiente para conversar y expresarle sus sentimientos. Tamakazura no había respondido; ajena a los usos de la corte, se había sentido cohibida e intimidada. Como para ayudarla, Genji hizo que una de sus siervas escribiera a Hotaru en nombre de Tamakazura. En la carta, escrita en hermoso papel perfumado, se invitaba cordialmente al príncipe a visitarla.


Hotaru apareció a la hora prevista. Percibió un cautivante incienso, seductor y misterioso. (Combinado con esta fragancia estaba el propio perfume de Genji.) El príncipe sintió una oleada de excitación. Tras acercarse al biombo detrás del cual estaba sentada Tamakazura, le confesó su amor. Sin hacer ruido, ella se retiró a otro biombo, más lejos. De repente hubo un destello, como si una antorcha flameara, y Hotaru vio su perfil tras el biombo: era más hermosa de lo que había imaginado. Dos cosas deleitaron al príncipe: el súbito, enigmático destello, y el breve atisbo de su amada. Se enamoró de verdad entonces.


Hotaru empezó a cortejar a Tamakazura con asiduidad. Entre tanto, cierta de que Genji ya no la perseguía, ella veía a su protector más a menudo. 

Así, no pudo evitar reparar en pequeños detalles: los mantos de Genji parecían relucir, con gratos y radiantes colores, como teñidos por manos ultraterrenas. Los de Hotaru parecían apagados en comparación. Y los perfumes impregnados en las prendas de Genji, ¡qué embriagadores eran! Nadie más despedía esos aromas. Las cartas de Hotaru eran corteses y estaban bien escritas, pero en las que Genji le enviaba, plasmadas en magnífico papel, perfumado y entintado, se citaban versos, siempre sorprendentes, aunque siempre apropiados para la ocasión. Genji también cultivaba y cortaba flores — claveles silvestres, por ejemplo—, que ofrecía como regalo y que parecían simbolizar su excepcional encanto.


Una noche Genji propuso a Tamakazura enseñarle a tocar el koto. Ella se mostró encantada. Le fascinaba leer novelas románticas, y cada vez que Genji tocaba el koto, se sentía transportada a uno de sus libros. Nadie tocaba ese instrumento mejor que Genji; se sintió honrada de aprender de él. El la veía seguido entonces, y el método de sus lecciones era simple: ella elegía una canción para que él la tocara, y luego intentaba imitarlo. 

Después de tocar, se tendían lado a lado, apoyadas las cabezas en el koto, para contemplar la luna. Genji hacía distribuir antorchas en el jardín, para dar a la vista un resplandor tenue. Entre mejor conocía a la corte —al príncipe Hotaru, los demás pretendientes, al emperador mismo—, más se percataba Tamakazura de que nadie podía compararse con Genji. Se suponía que él era su protector, sí, cierto, pero ¿acaso era pecado enamorarse de él? Confundidla, se descubrió cediendo a los besos y caricias con que él comenzó a sorprenderla, ahora que era demasiado débil para resistirse.


Interpretación. Genji es el protagonista de La historia de Genji, novela del siglo XI escrita por Murasaki Shikibu, mujer de la corte Heian. Es muy probable que este personaje esté inspirado en el seductor real fijiwara no Korechika. Para seducir a Tamakazura, la estrategia de Genji fue simple: hizo que ella reparara indirectamente en lo encantador e irresistible que él era rodeándola de mudos detalles. También la puso en contacto con su hermano; la comparación con esa figura tiesa y gris dejó en claro la superioridad de Genji. La noche en que Hotaru la visitó por primera vez, GenjiTo dispuso todo, como para contribuir a que Hotaru la sedujera: el perfume misterioso, el destello a través del biombo. (Esta luz procedió de un, efecto novedoso: antes de que anocheciera, Genji juntó cientos de luciérnagas en un costal. En el momento indicado, las soltó.) Pero cuando Tamakazura vio que Genji alentaba a Hotaru a ir en pos de ella, sus defensas contra su protector se relajaron, permitiendo así que ese maestro de los efectos seductores saturara sus sentidos. Genji orquestó cada posible detalle: el papel perfumado, los mantos coloridos, las luces en el jardín, los claveles silvestres, la acertada poesía, las lecciones de koto que indujeron una irresistible sensación de armonía. Tamakazura se vio arrastrada entonces a un torbellino sensual. Eludiendo la timidez y desconfianza que las palabras o actos sólo habrían acentuado, Genji rodeó a su pupila de objetos, vistas, sonidos y perfumes que simbolizaban el placer de su compañía mucho mejor que su auténtica presencia física; de hecho, su presencia sólo habría podido ser amenazante. Sabía que los sentidos de una joven son su punto más vulnerable.


La clave de la magistral orquestación de detalles por Genji rué su atención al blanco de su seducción. Como Genji, sintoniza tus sentidos con los de tus objetivos, observándolos atentamente, adaptándote a su ánimo. Percibirás cuando estén a la defensiva y en retirada. También, cuando cedan y avancen. Entre ambos extremos, los detalles que ofrezcas —regalos, entretenimientos, la ropa que usas, las flores que eliges — apuntarán precisamente a sus gustos y predilecciones. Genji sabía que trataba con una joven adoradora de las novelas románticas; sus flores silvestres, ejecución del koto y poesía daban vida a ese mundo para ella. Atiende cada movimiento y deseo de tus blancos, y revela tu atención en los detalles y objetos con que los rodeas, ocupando sus sentidos con el ánimo que deseas inspirar. Ellos podrán refutar tus palabras, pero no el efecto que ejerces en sus sentidos.
¡No más estar solo! Inscríbete gratis y comienza a buscar el amor verdadero.


A mi modo de ver, entonces, cuando el cortesano quiere declarar su amor debe hacerlo con actos antes que con palabras, porque a veces los sentimientos de un hombre se revelan más claramente [...] con una muestra de respeto o cierta timidez que con volúmenes de palabras. —Baltasar De Castiglione.

CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.



De niños, nuestros sentidos eran mucho más activos. Los colores de un nuevo juguete, o un espectáculo como un circo, nos subyugaban; un olor o un sonido podía fascinarnos. En los juegos que inventábamos, muchos de los cuales reproducían algo del mundo adulto a menor escala, ¡qué placer nos daba orquestar cada detalle! Nos fijábamos en todo.


Cuando crecemos, nuestros sentidos se embotan. Ya no nos fijamos tanto, porque invariablemente estamos de prisa, haciendo cosas, pasando a la siguiente tarea. En la seducción, siempre tratas de que tu objetivo regrese a los dorados momentos de la infancia. Un niño es menos racional, más fácil de engañar. También está más en sintonía con los placeres de los sentidos. Así, cuando tus objetivos están contigo, nunca debes darles la sensación de que normalmente reciben  en el mundo real, donde todos estamos apresurados, tensos, fuera de nosotros mismos. Retarda deliberadamente las cosas, y haz retornar a-tus blancos a los sencillos momentos de su niñez. Los detalles que orquestas —colores, regalos, pequeñas ceremonias— apuntan a sus sentidos, y al deleite infantil que nos deparan los inmediatos encantos del mundo natural. Llenos de delicias sus sentidos, ellos serán menos capaces de juicio y racionalidad. Presta atención a los detalles y te descubrirás asumiendo un ritmo más lento; tus objetivos no se fijarán en lo que podrías perseguir (favores sexuales, poder, etcétera), porque pareces muy considerado, muy atento. En el reino infantil de los sentidos en que los envuelves, ellos obtienen una clara sensación de que los sumerges en algo distinto a la realidad, un ingrediente esencial de la seducción. Recuerda: cuanto más consigas que la gente se concentre en las cosas pequeñas, menos notará tu dirección final. La seducción adoptará el paso lento e hipnótico de un ritual, en el que los detalles tienen acentuada importancia y cada momento rebosa solemnidad.


En la China del siglo VIII, el emperador Ming Huang vislumbró a una hermosa joven peinándose junto a un estanque imperial. Se llamaba Yang Kuei-fei; y aunque era la concubina de su hijo, él tenía que hacerla suya. Como era el emperador, nadie podía detenerlo. Ming era un hombre práctico: tenía muchas concubinas, y todas ellas poseían sus encantos propios, pero nunca había perdido la cabeza por una mujer. Yang Kuei-fei era diferente. Su cuerpo exudaba la fragancia más exquisita. Usaba vestidos hechos con la más fina gasa de seda, bordado cada cual con flores diferentes, dependiendo de la estación. Al caminar parecía que flotara, invisibles sus pasos diminutos bajo su vestido. Bailaba a la perfección, escribía canciones en honor al emperador, que entonaba magníficamente; tenía una forma de mirarlo que le hacía hervir la sangre de deseo. Ella se convirtió rápidamente en su favorita.


Yang Kuei-fei distraía al emperador. Él le construyó palacios, pasaba todo el tiempo con ella, satisfacía cada uno de sus caprichos. En poco tiempo, su reino quebró y se arruinó. Yang Kuei-fei era una hábil seductora con un efecto devastador en todos los hombres que se cruzaban en su camino. Eran tantas las maneras en que su presencia encantaba: los aromas, la voz, los movimientos, la conversación ingeniosa, las arteras miradas, los vestidos bordados. Estos placenteros detalles hicieron de un rey poderoso un bebé distraído.



Desde tiempos inmemoriales, las mujeres han sabido que dentro del hombre aparentemente más sereno hay un animal que ellas pueden dirigir si llenan sus sentidos con los atractivos físicos apropiados. La clave es atacar tantos frentes como sea posible. No ignores tu voz, tus gestos, tu andar, tu ropa, tus miradas. Algunas de las mujeres más tentadoras de la historia distrajeron tanto a sus víctimas con detalles sensuales que los hombres no se percataron de que todo era ilusión.


De la década de 1940 a principios de la de 1960, Pamela Churchill Harriman sostuvo una serie de romances con algunos de los hombres más prominentes y acaudalados del mundo: Averell Harriman (con quien se casaría años después), Gianni Agnelli (heredero de la fortuna Fiat), el barón Elie de Rothschild. Lo que atraía a esos hombres, y los mantenía subyugados, no era la belleza, linaje o vivaz personalidad de Pamela, sino su extraordinaria atención a los detalles. Todo empezaba con su mirada atenta cuando escuchaba cada palabra de ellos, para embeberse de sus gustos. Una vez que se abría paso hasta su casa, la llenaba con las flores favoritas de esos hombres, hacía que el chef cocinara platillos que ellos sólo habían probado en los mejo-res restaurantes, 

¿Habían mencionado a un artista de su gusto? Días después, ese artista asistía a una de sus fiestas. Ella les hallaba las antigüedades perfectas, se vestía como más les agradaba y excitaba, y lo hacía sin que ellos dijesen palabra alguna: ella espiaba, reunía información de terceros, los oía hablar con otros. La atención de Pamela a los detalles tuvo un efecto embriagador en todos los hombres presentes en su vida. Esto tenía algo en común con los mimos de una madre, para dar orden y comodidad a la vida de ellos, satisfaciendo sus necesidades. La vida es cruel y competitiva. Atender los detalles de un modo relajante para otra persona la hace dependiente de ti. La clave es sondear sus necesidades en forma no demasiado obvia; para que cuando hagas precisamente el gesto correcto, eso parezca misterioso, como si hubieras leído su mente. Esta es otra manera de devolver a tus objetivos a su infancia, cuando todas sus necesidades estaban satisfechas.


A ojos de mujeres del mundo entero, Rodolfo Valentino reinó como el Gran Amante durante buena parte de la década de 1920. Las cualidades detrás de su atractivo ciertamente incluían su gallardo y casi hermoso rostro, sus habilidades dancísticas, la curiosamente excitante vena de crueldad en su actitud. Pero quizá su rasgo más atrayente era su método pausado para cortejar. En sus películas aparecía seduciendo lentamente a una mujer, con esmerados detalles: enviar flores (eligiendo la variedad para que coincidiera con el estado anímico que él quería inducir), tomarla de la mano, encenderle un cigarro, conducirla a lugares románticos, llevarla en la pista de baile. 

Eran películas mudas, y el público jamás lo oyó hablar; todo estaba en sus gestos. Los hombres acabaron por detestarlo, porque sus esposas y novias ya esperaban de ellos el lento, cuidadoso trato de Valentino.


Valentino poseía una vena femenina: se decía que cortejaba a una mujer como lo haría otra. Pero la feminidad no necesariamente figura en este método de seducción. A principios de la década de 1770, el príncipe Grigori Potemkin empezó un romance con la emperatriz Catalina la Grande de Rusia, que duraría muchos años. Potemkin era un hombre varonil, aunque nada apuesto. Pero logró conquistar el corazón de la emperatriz, con las pequeñas cosas que hacía, y que siguió haciendo mucho después de comenzado el romance. La consentía con espléndidos regalos, nunca se cansaba de escribirle largas cartas, disponía todo tipo de entretenimientos para ella, componía canciones a su belleza. Sin embargo, ante ella aparecía descalzo, despeinado, con la ropa arrugada. No había nada de meticuloso en su atención, que, sin embargo, dejaba ver que él llegaría al fin del mundo por Catalina. Los sentidos de una mujer son más refinados que los de un hombre; a una mujer, el explícito atractivo sensual de Yang Kuei-fei le parecería demasiado apresurado y directo. Sin embargo, esto significa que lo único que el hombre tiene que hacer es tomarse las cosas con calma, convirtiendo la seducción en un ritual lleno de toda clase de las pequeñas cosas que debe hacer por su víctima. Si se toma su tiempo, la tendrá comiendo de su mano.


Todo en la seducción es una señal, y nada lo es más que la ropa. No que tengas que vestirte en forma rara, elegante o provocativa, sino que has de vestirte para tu objetivo: debes apelar a sus gustos. Mientras Cleopatra seducía a Marco Antonio, su atuendo no era declaradamente sexual; se ataviaba como una diosa griega, conociendo la debilidad de él por esas figuras de la fantasía. Madame de Pompadour, la amante del rey Luis XV, conocía la debilidad de éste, su aburrimiento crónico; constantemente cambiaba su ropa, no sólo de color, sino también de estilo, brindando al rey un incesante festín visual. Pamela Harriman era mesurada en la moda, conforme a su papel de geisha de alta sociedad y en reflejo de los sobrios gustos de los hombres que seducía. El contraste opera bien en este caso; en el trabajo o en casa, podrías vestir de modo informal — Marilyn Monroe, por ejemplo, se ponía jeans y camisetas en casa—; pero cuando estés con tu blanco, usa algo elaborado, como si te disfrazaras. Tu transformación al estilo de Cenicienta provocará excitación, y la sensación de que has hecho algo justamente por la persona con quien estás. Cada vez que tu atención se individualiza (no te vestirías así para nadie más), es infinitamente más seductora.


En la década de 1870, la reina Victoria se vio cortejada por Benjamín Disraeli, su primer ministro. Las palabras de Disraeli eran halagadoras, y su actitud insinuante; asimismo, mandaba a la reina flores, tarjetas de San Valentín, regalos; pero no cualquier flor y cualquier regalo, del tipo que la mayoría de los hombres enviarían. Las flores eran prímulas, símbolo de su simple pero hermosa amistad. En lo sucesivo, cada vez que Victoria veía prímulas, pensaba en Disraeli. O bien, él le escribía en una tarjeta de San Valentín: "No ya en el atardecer, sino en el ocaso de mi existencia, he tropezado con una vida de ansiedad y esfuerzo; pero también esto tiene su romanticismo, ¡cuando recuerdo que trabajo para el más gentil de los seres!". O podía enviarle una cajita sin ninguna inscripción, pero con un corazón traspasado por una flecha a un lado y la palabra FideUter, o "Fidelidad", en el otro. Victoria se enamoró de él.


Un regalo posee inmenso poder seductor, pero el objeto mismo es menos importante que el gesto, y el sutil pensamiento o emoción que comunica. Quizá fa elección se relacione con algo del pasado del objetivo, o simbolice algo entre ustedes, o represente meramente lo que estás dispuesto a hacer por complacer. No era el dinero que Disraeli gastaba lo que impresionaba a Victoria, sino el tiempo que dedicaba a buscar la cosa apropiada o a hacer el gesto conveniente. Los regalos caros no conllevan sentimiento alguno; pueden emocionar temporalmente a su receptor, pero pronto se olvidan, como un niño olvida un juguete nuevo. 

Un objeto que refleja la atención de quien lo da, tiene un poder sentimental duradero, que resurge cada vez que su dueño lo ve.


En 1919, el escritor y héroe de guerra italiano Gabriele D'Annunzio logró reunir una banda de partidarios y tomar la ciudad de Fiume, en la costa adriática (hoy parte de Eslovenia). Ahí establecieron su propio gobierno, que duró más de un año. D'Annunzio inició entonces una serie de espectáculos públicos que ejercerían gran influencia en políticos de otras partes. Se dirigía al público desde un balcón que daba a la plaza principal de la ciudad, llena de coloridos estandartes, banderas, símbolos religiosos paganos y, de noche, antorchas. Los discursos eran seguidos por procesiones. Aunque D'Annunzio no era en absoluto fascista, lo que hizo en Fiume tendría un efecto crucial en Benito Mussolini, quien adoptó sus saludos romanos, uso de símbolos y modo de discursos públicos. 

Espectáculos como éstos han sido usados desde entonces por gobiernos de todas partes, aun democráticos. Su impresión general puede ser grandiosa, pero son los detalles orquestados los que los hacen funcionar: el número de sentidos a los que apelan, la variedad de emociones que suscitan. Quieres distraer a la gente, y nada distrae más que la abundancia de detalles: fuegos artificiales, banderas, música, uniformes, desfiles militares, la sensación de la multitud apiñada. Así se hace difícil pensar claramente, en particular sí los símbolos y detalles agitan emociones patrióticas.


Por último, las palabras son importantes en la seducción, y tienen enorme poder para confundir, distraer y halagar la vanidad del objetivo. Pero a la larga lo más seductor es lo que no dices, lo que comunicas en forma indirecta. Las palabras se presentan fácilmente, y la gente desconfía de ellas. 

Cualquiera puede decir las frases indicadas; y una vez dichas, nada obliga a cumplirlas, e incluso es posible olvidarlas del todo. El gesto, el regalo ponderado, los pequeños detalles parecen mucho más reales y sustanciales. También son mucho más encantadores que las nobles palabras de amor, precisamente porque hablan por sí solos y dejan que el seducido vea en ellos más de lo que contienen. Nunca le digas a alguien lo que sientes; que lo adivine en tus miradas y gestos. Este es el lenguaje más persuasivo.


Símbolo. El banquete. Se ha preparado un festín en tu honor. Todo ha sido minuciosamente coordinado: flores, adornos, selección de invitados, bailarines, música, comida de cinco platillos, vino inagotable. El banquete te suelta la lengua, y te libera de tus inhibiciones.

REVERSO.

No lo hay. Los detalles son esenciales para cualquier seducción exitosa, y no pueden ignorarse.


¡No más estar solo! Inscríbete gratis y comienza a buscar el amor verdadero.




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Articulos mas leidos

Sigueme En Twitter

Eres Mi Cita Numero