Usa el diabólico poder de las palabras para sembrar confusión.


Deja de esperar y encuentra el amor



Es difícil lograr que la gente escuche; sus deseos y pensamientos la consumen, y no tiene tiempo para los tuyos. El truco para que atienda es decirle lo que quiere oír, llenarle los oídos con lo que le agrada. Ésta es la esencia del lenguaje de la seducción. Aviva las emociones de la gente con indirectas, halágala, alivia sus inseguridades, envuélvela con fantasías, dulces palabras y promesas, y no sólo te escuchará: perderá el deseo de resistírsete. Da vaguedad a tu lenguaje, para que los demás hallen en él lo que desean.


Usa la escritura para despertar fantasías y crear un retrato idealizado de ti mismo.



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ORATORIA SEDUCTORA.


El 13 de mayo de 1958, los franceses de derecha y sus simpatizantes en el ejército tomaron el control de Argelia, en ese tiempo colonia francesa. Temían que el gobierno socialista galo concediera a Argelia su independencia. Entonces, con Argelia bajo su control, amenazaron con tomar toda Francia. La guerra civil parecía inminente. En ese momento grave, todos los ojos se volvieron hacia el general Charles De Gauile, el héroe de la segunda guerra mundial que había desempeñado un papel decisivo en liberar a Francia de los nazis. 

En los diez últimos años De Gaulle se había alejado de la política, asqueado por las guerras intestinas entre los diversos partidos. Seguía [siendo muy popular, y se le veía por lo común como el único hombre capaz de unir al país; pero también era conservador, y los derechistas estaban seguros de que, si subía al poder, apoyaría su causa. Días después del golpe del 13 de mayo, el gobierno francés —la Cuarta República— se desplomó, y el parlamento llamó a De Gaulle a formar ion nuevo gobierno, la Quinta República. Él solicitó y recibió plenas facultades durante cuatro meses. El 4 de junio, días después de convertirse en jefe de gobierno, De Gaulle voló a Argelia.


Los colonos franceses estaban extasiados. Era su golpe el que indirectamente había llevado a De Gaulle al poder; sin duda, imaginaban, él estaba ahí para agradecérselo, y confirmar que Argelia seguiría : siendo francesa. Cuando De Gaulle llegó a Argel, miles de personas llenaron la plaza principal de la ciudad. El ánimo era desbordantemente festivo: había pancartas, música e interminables consignas de Ajerie frangaise, el lema de los colonos franceses. De Gaulle apareció de pronto en un balcón que daba a la plaza. La multitud enloqueció. El general, impresionantemente alto, levantó los brazos por encima de su cabeza, y las consignas redoblaron su volumen. La muchedumbre le rogaba que la acompañara. En cambio, él bajó los brazos hasta que se hizo el silencio, y luego los abrió de par en par y recitó lentamente, con su voz grave: Je vous ai compris, "Los he entendido". Hubo un momento de silencio, y luego, mientras se asimilaban sus palabras, un rugido ensordecedor: los había entendido. Eso era todo lo que necesitaban oír.


De Gaulle procedió a hablar de la grandeza de Francia. Más vítores. Prometió que habría nuevas elecciones, y que "con los representantes electos veremos cómo hacer el resto". Sí, un nuevo gobierno, justo lo que la multitud quería, más vítores. Él buscaría "el lugar de Argelia" en el "conjunto" francés. Debía haber "total disciplina, sin reservas ni condiciones"; ¿quién podía discutir eso? Cerró con un ruidoso llamado: Vive la République! Vive la Francel, el emotivo lema que había sido el grito de batalla en la lucha contra los nazis. Todos lo corearon. Los días siguientes, De Gaulle pronunció discursos similares en toda Argelia, ante muchedumbres igualmente delirantes.


No fue hasta que De Gaulle regresó a Francia que se comprendieron las palabras de sus discursos: en ningún momento prometió que Argelia seguiría siendo francesa. De hecho, insinuó que otorgaría el voto a los árabes, y que concedería una amnistía a los rebeldes argelinos que habían luchado por expulsar a los franceses del país. Por algún motivo, en medio de la emoción que sus palabras habían creado, los colonos no repararon en lo que éstas significaban realmente. De Gaulle los había engañado. Y en efecto, en los meses venideros, trabajó por conceder a Argelia su independencia, tarea que finalmente cumplió en 1962.


Interpretación. A De Gaulle le importaba poco aquella antigua colonia francesa, y lo que ésta simbolizaba para algunos franceses. Tampoco sentía simpatía por quien fomentara la guerra civil. Su única preocupación era hacer de Francia una potencia moderna. Así, cuando fue a Argel, tenía un plan a largo plazo: debilitar a los derechistas poniéndolos a pelear entre sí, y trabajar por la independencia de Argelia. Su meta a corto plazo debía ser reducir la tensión y ganar tiempo. No mintió a los colonos diciéndoles que apoyaba su causa; eso habría generado problemas en la patria.


En cambio, los engatusó con oratoria seductora, los embriagó de palabras. Su famoso "Los he entendido" fácilmente habría podido significar: "Entiendo el peligro que representan". Pero una multitud jubilosa que esperaba su apoyo interpretó eso como ella quería. Para mantenerla en un tono febril, De Gaulle hizo emotivas referencias: a la Resistencia francesa durante la segunda guerra mundial, por ejemplo, y a la necesidad de "disciplina", palabra con enorme atractivo para los derechistas. Llenó sus oídos de promesas: un nuevo gobiernos un futuro glorioso. Los puso a corear, creando así un vínculo emocional. Habló con tono dramático y trémula emoción. Sus palabras provocaron una especie de delirio.


De Gaulle no buscaba expresar sus sentimientos ni decir la verdad: quería producir un efecto. Esta es la clave de la oratoria seductora. Ya sea que hables ante un solo individuo o una multitud, haz un pequeño experimento: refrena tu deseo de expresar tu opinión. Antes de abrir la boca, hazte una pregunta: "¿Qué puedo decir para que tenga el efecto más placentero en mis oyentes?". Esto implica a menudo halagar su ego, mitigar sus inseguridades, darles vagas esperanzas del futuro, comprender sus pesares ("Los he entendido"). Comienza con algo agradable y todo resultará fácil: la gente bajará sus defensas.


Se mostrará bien dispuesta, abierta a sugerencias. Concibe tus palabras como una droga embriagante que emocionará y confundirá a la gente. Haz vago y ambiguo tu lenguaje, permitiendo que tus oyentes llenen los vacíos con sus fantasías e imaginación. En vez de dejar de escucharte, irritarse, ponerse a la defensiva y desesperar de que te calles, se plegarán, felices con tus dulces palabras.

ESCRITURA SEDUCTORA.


Una tarde de primavera de fines de la década de 1830, en una calle de Copenhague, un hombre llamado Johannes vio de reojo a una hermosa joven. Ensimismada pero deliciosamente inocente, ella le fascinó, y él la siguió, a la distancia, e indagó dónde vivía. Se llamaba Cordelia Wahl, y vivía con su tía. Ambas llevaban una existencia tranquila; a Cordelia le gustaba leer, y estar sola. Seducir a jóvenes mujeres era la especialidad de Johannes, pero Cordelia sería una adquisición muy importante: había rechazado a varios buenos partidos.


Joahnnes imaginó que Cordelia anhelaba algo más de la vida, algo grandioso, semejante a los libros que leía y las ensoñaciones que presumiblemente llenaban su soledad. Organizó una presentación y empezó a frecuentar su casa, acompañado de un amigo suyo, Edward. Este muchacho tenía su propia intención de cortejar a Cordelia, pero era desaliñado, y se esmeraba demasiado en complacerla, johannes, por el contrario, prácticamente la ignoraba, y amistaba en cambio con su tía. Hablaban de las cosas más banales: la vida de granja, las noticias del momento. Johannes incurría ocasionalmente en una conversación más filosófica, porque con el rabillo del ojo había notado que esas veces Cordelia lo escuchaba con atención, aunque fingiendo oír a Edward.


Las cosas siguieron así varias semanas. Johannes y Cordelia apenas si se hablaban, pero él estaba casi seguro de que la tenía intrigada, y de que Edward le irritaba en extremo.


Una mañana, sabiendo que su tía estaba fuera, él visitó la casa. Era la primera vez que Cordelia y él estaban solos. Tan seca y cortésmente como pudo, él procedió a proponerle matrimonio. Sobra decir que ella se asustó y aturulló. ¿Un hombre que no había mostrado el menor interés en ella de pronto quería casarse? Se sorprendió tanto que refirió el asunto a su tía, quien, como Johannes esperaba, dio su aprobación. Si Cordelia se resistía, su tía respetaría sus deseos; pero Cordelia no lo hizo. Por fuera, todo había cambiado. La pareja se comprometió. Johannes llegaba solo entonces a la casa, se sentaba con Cordelia, tomaba su mano y platicaba con ella. Pero dentro, él se cercioró de que las cosas siguieran siendo las mismas. Se mantenía distante y cortés. A veces se animaba, en particular cuando hablaba de literatura (el tema preferido de Cordelia); pero llegado cierto momento, volvía siempre a asuntos más prosaicos. Sabía que esto frustraba a Cordelia, quien esperaba que él fuera diferente. Pero aun cuando salían juntos, él la llevaba a reuniones sociales formales para parejas comprometidas. ¡Qué convencional! ¿Era eso en lo que, se suponía, consistían el amor y el matrimonio, en personas prematuramente avejentadas hablando de casas y un futuro gris? Cordelia, quien no se caracterizaba precisamente por su determinación, pidió a Johannes que dejara de arrastrarla a esos eventos.


El campo de batalla estaba listo. Cordelia estaba confundida y ansiosa. Semanas después de su compromiso, Johannes le envió una carta. En ella describía el estado de su alma, y su certeza de que la amaba. Hablaba con metáforas, sugiriendo que había esperado durante años, linterna en mano, la aparición de Cordelia; las metáforas se fundían con la realidad, en incesante vaivén. El estilo era poético, las palabras irradiaban deseo, pero el conjunto era divinamente ambiguo; Cordelia podía releer la carta diez veces sin estar segura de lo que decía. Al día siguiente Johannes recibió una respuesta. La redacción era simple y directa, pero llena de sentimiento: la carta de él la había hecho muy feliz, escribió Cordelia, y no se había imaginado ese lado de su carácter. Él contestó escribiendo que había cambiado. No dijo cómo o por qué, pero la implicación era que todo se debía a ella.
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El dio entonces en enviarle cartas casi a diario. En su mayoría eran de la misma extensión, con un estilo poético que tenía cierto dejo de locura, como si Johannes estuviese embriagado de amor. Hablaba de mitos griegos, comparando a Cordelia con una ninfa, y a él mismo con un río prendado de una doncella. Su alma, dijo, reflejaba meramente la imagen de ella; ella era todo lo que él podía ver, o en lo que podía pensar. Entre tanto, Johannes detectaba cambios en Cordelia: las cartas de ella eran cada vez más poéticas, menos sobrias. 

Sin darse cuenta, ella repetía las ideas de él, imitando su estilo e imágenes como si fueran propios. Asimismo, cuando se veían en persona, ella estaba nerviosa. El cuidaba de seguir siendo el mismo, distante y majestuoso, pero estaba casi seguro de que ella lo veía ya de otra manera, sintiendo en él profundidades que no podía comprender. En público, ella pendía de cada palabra de él. Cordelia debía haber memorizado sus cartas, porque constantemente se refería a ellas en sus conversaciones. Era una vida secreta que compartían. Cuando ella tomaba su mano, lo apretaba más que antes. Sus ojos expresaban impaciencia, como si aguardaran el momento en que él hiciera algo audaz.


Johannes abrevió sus cartas, pero las volvió también más numerosas, mandando a veces varias en un día. Las imágenes se hicieron más físicas y sugestivas, el estilo más inconexo, como si él pudiera apenas organizar sus ideas. En ocasiones enviaba una nota con sólo una o dos frases. Una vez, en una fiesta en casa de Cordelia, dejó caer una de esas notas en el cesto de tejido de ella, y la vio salir corriendo a leerla, ruborizada. En las cartas de ella, él veía signos de emoción y agitación. Haciéndose eco de un sentimiento que él había insinuado en una carta anterior, ella escribió que todo ese asunto del compromiso le parecía aborrecible: estaba muy por debajo de su amor.


Todo estaba entonces debidamente dispuesto. Pronto ella sería suya, como él quería. Cordelia rompería el compromiso. Un encuentro en el campo sería fácil de concertar; de hecho, ella sería quien lo propusiera. Esa sería la más hábil seducción de johannes. Interpretación. Johannes y Cordelia son los protagonistas del Diario de un seductor (1843), texto vagamente autobiográfico del filósofo danés S0ren Kierkegaard. Johannes es un seductor muy experimentado, que se especializa en actuar sobre la mente de su víctima. 

Esto es justo lo que los pretendientes anteriores de Cordelia no hicieron: empezaron imponiéndose, un error muy común. Creemos que siendo persistentes, abrumando a nuestros objetivos con atención romántica, los convenceremos de nuestro afecto. Pero lo cierto es que los convencemos de nuestra impaciencia e inseguridad. Una atención enérgica no es halagadora, porque no ha sido personalizada. Es libido desenfrenada en acción; el objetivo lo adivina. Johannes es demasiado listo para empezar de modo tan obvio. En cambio, da un paso atrás, intrigando a Cordelia al actuar con cierta frialdad, y dando cuidadosamente la impresión de ser un hombre formal, algo reservado. Sólo entonces la sorprende con su primera carta.


Evidentemente, en él hay más de lo que ella pensaba; y una vez que ella termina por creerlo, su imaginación se desborda. Él puede embriagarla entonces con sus cartas, creando una presencia que la ronde como un fantasma. Las palabras de Johannes, con sus imágenes y referencias poéticas, están en la mente de Cordelia en todo momento. Y ésta es la seducción suprema: poseer su mente antes de proceder a conquistar su cuerpo.


La historia de Johannes muestra qué gran arma en el arsenal del seductor puede ser una carta. Pero es importante aprender a incorporar las cartas en la seducción. Es mejor que no emprendas tu correspondencia hasta al menos varias semanas después de tu contacto inicial con la otra persona. Deja que tus víctimas se hagan una impresión de ti:
pareces enigmático, pero no muestras ningún interés particular en ellas. Cuando sientas que piensan en ti, es momento de atacarlas con tu primera carta. Cualquier deseo que expreses por ellas será una sorpresa; su vanidad se sentirá halagada, y querrán más. Entonces, haz más frecuentes tus cartas, de hecho más frecuentes que tus apariciones personales. Esto concederá a tus víctimas tiempo y espacio para idealizarte, lo que sería más difícil si siempre estuvieras frente a ellas. Después de que hayan caído bajo tu hechizo, podrás dar marcha atrás en cualquier momento, reduciendo tus cartas: hazles creer que pierdes interés en ellas y ansiarán más.


Idea tus cartas como un homenaje a tus víctimas. Haz que todo lo que escribes desemboque en ellas, como si fueran lo único en que puedes pensar: un efecto delirante. Si cuentas una anécdota, haz que se relacione con ellas de alguna manera. Tu correspondencia es una suerte de espejo que sostienes ante ellas; tus víctimas terminarán por verse reflejadas en tu deseo. Si por alguna razón no les gustas, escribe como si fuera al revés. Recuerda: el tono de tus cartas es lo que llegará al fondo de su ser. Si tu lenguaje es elevado, poético, creativo en sus elogios, contagiará a tus víctimas a pesar de ellas mismas. Nunca discutas, nunca te defiendas, nunca las acuses de ser crueles. Esto arruinaría el hechizo.


Una carta puede sugerir emoción pareciendo desordenada, que pasa de un tema a otro. Es evidente que te cuesta trabajo pensar, tu amor te ha trastornado. Las ideas desordenadas son pensamientos excitantes. No pierdas tiempo en información objetiva: concéntrate en sentimientos y sensaciones, usando expresiones rebosantes de connotaciones. Siembra ideas dejando caer indirectas, escribiendo sugestivamente sin explicarte. Jamás sermonees, nunca parezcas intelectual ni superior; esto sólo te volvería ampuloso, lo cual es fatal. Es mucho mejor hablar coloquialmente, aunque con un filo poético para elevar el lenguaje por encima del lugar común. No te pongas sentimental: cansa, y es demasiado directo. Sugiere el efecto que tu blanco ejerce en ti en vez de regodearte en cómo te sientes. Sé vago y ambiguo, y darás al lector margen para imaginar y fantasear. La meta de tu escritura no debe ser expresarte, sino producir emoción en el lector, propagar confusión y deseo.


Sabrás que tus cartas tienen el efecto apropiado cuando tus objetivos acaben por ser reflejo de tus ideas, repitiendo lo que tú escribiste, ya sea en sus cartas o en persona. Este será el momento de pasar a lo físico y erótico. Usa un lenguaje que estremezca por sus connotaciones sexuales, o, mejor aún, sugiere sexualidad abreviando tus cartas, y volviéndolas más frecuentes, e incluso más desordenadas que antes. No hay nada más erótico que la nota corta y abrupta. Tus ideas son inconclusas: sólo pueden ser completadas por la otra persona.

SGANARELLE A DON JUAN: 


A fe mía, tengo que decir... No sé qué decir, pues dais la vuelta a las cosas de un modo que parecéis tener razón, y, sin embargo, es indudable que no la tenéis. Guardaba yo los más hermosos pensamientos del mundo, y vuestros discursos lo han embrollado todo. —Moliere.

CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.


Rara vez pensamos antes de hablar. Es propio de la naturaleza humana decir lo primero que nos viene a la cabeza, y usualmente lo primero en llegar es algo sobre nosotros mismos. Usamos las palabras para expresar antes que nada nuestros sentimientos, ideas y opiniones.
(También para quejarnos y discutir.) Esto se debe a que por lo general estamos absortos en nosotras: la persona que más nos interesa somos nosotros mismos. Hasta cierto punto, esto es inevitable, y en gran parte de nuestra vida no tiene casi nada de malo; podemos operar muy bien de esta manera. Pero en la seducción, eso limita nuestro potencial.
No podrás seducir sin la capacidad de salir de tu piel y entrar en la de la otra persona, penetrando su psicología. La clave del lenguaje seductor no son las palabras que dices, ni el tono de tu voz: es un cambio radical de perspectiva y hábitos. Tienes que dejar de decir lo primero que te viene a la mente; debes controlar el impulso de balbucear y dar rienda suelta a tus opiniones. La clave es ver las palabras como un instrumento no para comunicar ideas y sentimientos auténticos, sino para confundir, deleitar y embriagar. La diferencia entre el lenguaje normal y el lenguaje seductor es como la que existe entre el ruido y la música. El ruido es una constante en la vida moderna, algo irritante que dejamos de oír si podemos. Nuestro lenguaje normal es como el ruido: la gente puede escucharnos a medias mientras hablamos de nosotros, pero casi siempre sus pensamientos estarán a millones de kilómetros de distancia. De vez en cuando escuchará cuando digamos algo que aluda a ella, pero esto sólo durará hasta que volvamos a otra historia sobre nosotros. Ya desde la infancia aprendemos a desconectarnos de este tipo de ruido (sobre todo si se trata de nuestros padres). ' La música, por el contrario, es seductora, y cala en nosotros. Su fin es el placer. Una melodía o ritmo permanece en nosotros varios días después de que lo hemos oído, alterando nuestro ánimo y emociones, relajándonos o estremeciéndonos. Para hacer música en vez de ruido, debes decir cosas que complazcan: cosas que se relacionen con la vida de la gente, que toquen su vanidad. Si ella tiene muchos problemas, producirás el mismo efecto distrayéndola, desviando su atención al decir cosas ingeniosas y entretenidas, o que hagan parecer brillante y esperanzador el futuro. Promesas y halagos son música para los oídos de cualquiera. Este es un lenguaje ideado para motivar a la gente y reducir su resistencia. Un lenguaje ideado para ella, no dirigido a ella.


El escritor italiano Gabriele D'Annunzio era poco atractivo físicamente, pero las mujeres no podían resistírsele. Aun las que conocían su fama de donjuán y lo repudiaban por eso (la actriz Eleonora Duse y la bailarina Isadora Duncan, por ejemplo) caían bajo su hechizo. El secreto era el torrente de palabras en que envolvía a una mujer. Su voz era musical, su lenguaje poético y, lo más devastador de todo, sabía halagar. Sus halagos apuntaban justamente a las debilidades de una mujer, los aspectos en que ella necesitaba confirmación. ¿Una mujer era hermosa pero insegura de su ingenio e ¡inteligencia? D'Annunzio se cercioraba de decirse embrujado no por su belleza, sino por su mente. La comparaba con una heroína de la literatura, o con una figura mitológica cuidadosamente seleccionada. Hablando con él, el ego de ella duplicaba su tamaño.


El halago es lenguaje seductor en su forma más pura. Su propósito no es expresar una verdad o un sentimiento genuino, sino únicamente producir un efecto en el receptor. Como D'Annunzio, aprende a orientar tus elogios directamente a las inseguridades de una persona. Por ejemplo, si un hombre es un excelente actor y se siente seguro de sus habilidades profesionales, halagarlo por su actuación tendrá poco efecto, e incluso podría resultar en lo contrario: él podría sentirse por encima de la necesidad de que se exalte su ego, y tus halagos semejarán decir otra cosa. Pero supongamos que este actor es también músico o pintor aficionado. Hace solo su trabajo, sin apoyo profesional ni publicidad, y bien sabe que otros se ganan la vida así. El halago de sus aspiraciones artísticas irá directo a su cabeza, y te ganará un punto doble. Aprende a percibir las partes del ego de una persona que necesitan confirmación. 

Convierte esto en una sorpresa, algo que nadie más ha pensado elogiar; algo que puedas describir como un talento o cualidad positiva que los demás no hayan notado. Habla con cierto temblor, como si los encantos de tus objetivos te arrollaran y emocionaran.


El halago puede ser una especie de preludio verbal. Los poderes de seducción de Afrodita, de los que se decía que procedían del magnífico cinto que ella portaba, implicaban dulzura en el lenguaje, habilidad en el manejo de las palabras suaves y halagadoras que preparan el camino para las ideas eróticas. Las inseguridades y la fastidiosa desconfianza en uno mismo tienen un efecto desalentador en la libido. Haz que tus blancos-.se sientan seguros y tentadores gracias a tus halagadoras palabras, y su resistencia se derretirá.


A veces lo más agradable al oído es la promesa de algo maravilloso, un futuro vago pero optimista apenas a la vuelta de la esquina. El presidente Franklin Delano Roosevelt, en sus discursos públicos, hablaba poco de programas específicos contra la Gran Depresión; en cambio, se servía de retórica vehemente para pintar una imagen del glorioso futuro de Estados Unidos. En las diversas leyendas de Don Juan, el gran seductor dirigía de inmediato la atención de las mujeres al futuro, un mundo fantástico al que prometía llevarlas. Ajusta tus palabras dulces a los problemas y fantasías particulares de tus objetivos. Promete algo alcanzable, posible, pero no seas demasiado específico; los estás invitando a soñar. Si están estancados en la abúlica rutina, habla de aventura, preferiblemente contigo. No digas cómo se logrará eso; habla como si mágicamente ya existiera, en un momento futuro. Sube las ideas de la gente a las nubes y se relajará, bajará sus defensas, y será mucho más fácil maniobrar y descarriarla. Tus palabras serán una suerte de droga exultante.


La forma más antiseductora del lenguaje es la discusión. ¿Cuántos enemigos ocultos nos creamos discutiendo? Hay una manera superior de hacer que la gente escuche y se convenza: el humor y un toque de ligereza. El político inglés del siglo XLX, Benjamín Disraeli, era un maestro de este juego. En el parlamento, no contestar una acusación o comentario calumnioso era un grave error: el silencio significaba que el acusador tenía razón. Pero responder airadamente, entrar en una discusión, era arriesgarse a parecer amenazador y defensivo. Disraeli usaba una táctica diferente: mantenía la calma. Cuando llegaba el momento de responder a un ataque, se abría lento camino hasta el estrado, hacía una pausa y expelía una réplica humorística o sarcástica. Todos reían. Habiendo animado a los presentes, procedía a refutar a su enemigo, insertando aún divertidos comentarios; o simplemente pasaba a otro tema, como si estuviera por encima de todo eso. Su humor quitaba la ponzoña a cualquier ataque en su contra. La risa y el aplauso tienen un efecto dominó: una vez que tus oyentes ríen, es más probable que vuelvan a hacerlo. Gracias a este buen humor, también son más propensos a escuchar. Un toque sutil y un poco de ironía te dan margen para convencerlos, ponerlos de tu lado, burlarte de tus enemigos. Esta es la forma seductora de discutir.


* Poco después del asesinato de Julio César, el jefe de la banda de conspiradores que lo mató, Bruto, habló ante una turba enojada. Trató de razonar con ella, explicando que había querido salvar a la República romana de la dictadura. El pueblo se convenció de momento; sí, Bruto parecía un hombre decente. Entonces Marco Antonio subió a la tribuna, y pronunció a su vez un elogio de César. Parecía abrumado por la emoción. Habló de su amor por César, y del amor de César por el pueblo romano. Mencionó el testamento de César; la multitud gritó que quería oírlo, pero Marco Antonio dijo que no, porque si lo leía la gente sabría cuánto la había arriado César, y cuan ruin era su asesinato. La muchedumbre insistió en que leyera el testamento; en cambio, él mostró el manto ensangrentado de César, señalando sus rasgaduras y roturas. Ahí era donde Bruto había apuñalado al gran general, dijo; Casio lo había apuñalado allí. Finalmente, leyó el testamento, que decía cuánta riqueza había dejado César al pueblo romano. Ese fue el coup de gráce: la multitud se volvió contra los conspiradores y procedió a lincharlos.


 Marco Antonio era un hombre listo, que sabía cómo excitar a una multitud. De acuerdo con el historiador griego Plutarco, "cuando vio que su oratoria hechizaba al pueblo y éste se conmovía profundamente con sus palabras, empezó a introducir en sus elogios [del difunto] una nota de dolor e indignación por la suerte de César". El lenguaje seductor apunta a las emociones de las personas, porque los individuos emocionados son más fáciles de engañar. Marco Antonio se sirvió de varios recursos para excitar a la multitud: un temblor en su voz, un tono consternado y después colérico. Una voz emotiva tiene un inmediato efecto contagioso en el escucha. Marco Antonio también incitó a la multitud con el testamento, dejando su lectura hasta el final, a sabiendas de que llevaría a la gente al límite. Al mostrar el manto, volvió viscerales sus imágenes.


Quizá tú no tengas que conducir a una muchedumbre al frenesí; sólo debas poner a la gente de tu parte. Elige con cuidado tu estrategia y tus palabras. Tal vez creas que es preferible razonar con la gente, explicar tus ideas. Pero al público le es difícil determinar si un argumento es razonable mientras te oye. Tendría que concentrarse y escuchar con atención, lo que requiere gran esfuerzo. La gente se distrae fácilmente con otros estímulos; y si pierde una parte de tu argumento, se sentirá confundida, intelectualmente inferior y vagamente insegura. Es más persuasivo apelar al corazón de la gente que a su cabeza. Todos compartimos emociones, y nadie se siente inferior ante un orador que despierta sus sentimientos. La multitud se une, contagiada por la emoción. Marco Antonio habló de César como si sus oyentes y él experimentaran el asesinato desde el punto de vista de César. ¿Qué podía ser más incitante? Usa esos cambios de perspectiva para que tus escuchas sientan lo que dices. 

Orquesta tus efectos. Es más eficaz pasar de una emoción a otra que tocar una sola nota. El contraste entre el afecto de Marco Antonio por César y su indignación contra los asesinos fue mucho más poderoso que si sólo hubiera aludido a uno de esos sentimientos. Las emociones que intentas despertar deben ser intensas. No hables de amistad y desacuerdo; habla de amor y odio. Y es crucial que trates de sentir algunas de las emociones que deseas suscitar. Serás más creíble de esa manera. Esto no debería resultarte difícil: antes de hablar, imagina las razones para amar u odiar. De ser necesario, piensa en algo de tu pasado que te llene de rabia. Las emociones son contagiosas: es más fácil hacer llorar a alguien si tú lloras. Haz de tu voz un instrumento, y edúcala para que comunique emociones. Aprende a parecer sincero. Napoleón estudiaba a los mayores actores de su tiempo, y cuando estaba solo practicaba el tono emotivo de su voz.


La meta del discurso seductor suele ser generar una especie de hipnosis: distraer a las personas, bajar sus defensas, hacerlas más vulnerables a la sugestión. Aprende las lecciones de repetición y afirmación del hipnotista, elementos clave para dormir a un sujeto. La repetición implica el uso de las mismas palabras una y otra vez, de preferencia un término de contenido emocional: "impuestos", "liberales", "fanáticos". El efecto es hipnótico: la simple repetición de ideas puede bastar para implantarlas de fijo en el inconsciente de la gente. La afirmación se reduce a hacer enérgicos enunciados positivos, como las órdenes del hipnotista. El lenguaje seductor debe poseer una suerte de intrepidez, que encubrirá múltiples deficiencias. Tu público quedará tan atrapado por tu lenguaje intrépido que no tendrá tiempo de reflexionar si es cierto o no. Nunca digas: "No creo que la otra parte come una buena decisión**; di: "Merecemos algo mejor", o "Han hecho un desastre". El lenguaje afirmativo es activo, está lleno de verbos, imperativos y frases cortas. 

Elimina los "Creo...", "Quizá...", "En mi opinión...". Ve directo al grano.


Estás aprendiendo a hablar un tipo diferente de lenguaje. La mayoría de la gente emplea el lenguaje simbólico: sus palabras representan algo real, los sentimientos, ideas y creencias que en verdad tiene. O representan cosas concretas del mundo real. (El origen de la palabra "simbólico" reside en el término griego que significa "unir cosas; en este caso, una palabra y algo real.) Como seductor, debes usar lo opuesto: el lenguaje diabólico. Tus palabras no representan nada real; su sonido, y los sentimientos que evocan, son más importantes que lo que se supone que significan. (La palabra "diabólico" significa en última instancia separar, apartar; aquí, palabras y realidad.) Entre más logres que los demás se concentren en tu dulce lenguaje, y en las ilusiones y fantasías a que alude, más disminuirás su contacto con la realidad. Súbelas a las nubes, donde es difícil distinguir la verdad de la mentira, lo real de lo irreal. Usa palabras vagas y ambiguas, para que la gente nunca sepa lo que quieres decir. 

Envuélvela en un lenguaje, diabólico, y no podrá fijarse en tus maniobras, en las posibles consecuencias de tu seducción. Y entre más la pierdas en la ilusión, más fácil te será descarriarla y seducirla.


Símbolo. Las nubes. En ellas es difícil ver la forma exacta de las cosas. Todo parece vago; la imaginación se desboca, viendo lo que no hay. Tus palabras deben subir a la gente a las nubes, donde se perderá fácilmente.

REVERSO.


No confundas lenguaje florido con seducción; al emplear un lenguaje florido, corres el riesgo de exasperar a la gente, de parecer pretensioso. El exceso de palabras es signo de egoísmo, o de incapacidad para refrenar tus tendencias naturales. A menudo, en el lenguaje menos es más: una frase elusiva, vaga, ambigua deja al oyente más margen para la imaginación que una oración ampulosa y autocomplaciente.

Siempre piensa primero en tus blancos, en lo que agradará a sus oídos. Habrá muchas veces en que el silencio sea lo mejor. Lo que no dices puede ser sugestivo y elocuente, y te hará parecer misterios. En El libro de la almohada, de Sei Shdnagon, diario de la corte japonesa del siglo XI, al consejero Yoshichika le intriga una dama que ve en un carruaje, callada y hermosa. Le envía una nota, y ella responde con otra; él es el único que la lee, pero por su reacción todos suponen que ha sido de mal gusto, o que está mal escrita. Esto arruina el efecto de la belleza de la dama. Escribe Sei Shónagon: "He oído a personas sugerir que ninguna respuesta en absoluto es mejor que una mala". Si no eres elocuente, si no puedes dominar el lenguaje seductor, aprende al menos a contener tu lengua: usa el silencio para cultivar una presencia enigmática.
Por último, la seducción tiene compás y ritmo. En la fase uno, sé cauto e indirecto. Con frecuencia es mejor esconder tus intenciones, tranquilizar a tu objetivo con palabras deliberadamente neutras. Tu conversación debe ,ser inofensiva, aun algo sosa. En la segunda fase, pasa al ataque; éste es el momento del lenguaje seductor. Envolver entonces a tu blanco en palabras y cartas seductoras será una grata sorpresa. Le concederás la sensación, enormemente placentera, de que es él quien de repente inspira en ti esa poesía, esas palabras embriagadoras.


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