El cándido.
La niñez es el paraíso dorado que,
consciente o inconscientemente, en todo momento intentamos recrear. El cándido
personifica las añoradas cualidades de la infancia: espontaneidad,
sinceridad, sencillez. En presencia de los cándidos nos sentimos a gusto,
arrebatados por su espíritu juguetón, transportadas a esa edad de oro.
Ellos
hacen de la debilidad virtud, pues la compasión que despiertan con sus tanteos
nos impulsa a protegeríais y ayudarlos. Como en los niños, gran parte de esto
es natural, pero otra es exagerada, una maniobra intencional de seducción.
Adopta la actitud del cándido para neutralizar la reserva natural de la gente y
contagiarla de tu desvalido encanto.
RASGOS PSICOLÓGICOS DEL CÁNDIDO.
Los niños no son tan inocentes como nos gusta imaginarlos.
Sufren desamparo, y advierten pronto el poder de su encanto natural para
compensar su debilidad en el mundo de los adultos. Aprenden un juego: si su
inocencia natural puede convencer a sus padres de ceder a sus deseos, entonces
es algo que pueden usar estratégicamente en otros casos, exagerándolo en el
momento indicado para salirse con la suya. Si su vulnerabilidad y debilidad son
tan atractivas, pueden utilizarlas “¡para llamar la atención.
¿Por qué nos seduce la naturalidad de los niños? Primero,
porque todo lo natural ejerce un raro efecto en nosotros. Desde el inicio de
los tiempos, los fenómenos naturales —-como rayos y eclipses— han infundido en
los seres humanos una reverencia teñida de temor. Entre más civilizados somos,
mayor es el efecto que los hechos naturales ejercen en nosotros; el mundo
moderno nos rodea de tantas cosas manufacturadas y artificiales que algo
repentino e inexplicable nos fascina. Los niños también poseen este poder
natural; pero como son inofensivos y humanos, resultan menos temibles que
encantadores. Casi todos nos empeñamos en complacer, pero la gracia de los
niños ocurre sin esfuerzo, lo que desafía toda explicación lógica —y lo
irracional suele ser peligrosamente seductor.
Más aún, un niño representa un
mundo del que se nos ha desterrado para siempre. Como la vida adulta es
aburrida y acomodaticia, nos creamos la ilusión de que la infancia es una
especie de edad de oro, pese a que a menudo pueda ser un periodo de gran
confusión y dolor. Aun así, es innegable que la niñez tuvo sus privilegios, y
que de niños teníamos una actitud placentera ante la vida. Frente a un niño
particularmente encantador, solemos ponernos nostálgicas: recordamos nuestro
maravilloso pasado, las cualidades que perdimos y que quisiéramos volver a
tener. Y en presencia del niño, recuperamos un poco de esa maravilla.
Los seductores naturales son personas que de algún modo
evitaron que la experiencia adulta las privara de ciertos rasgos infantiles.
Estas personas pueden ser tan eficazmente seductoras como un niño, porque nos
parece extraño y asombroso que hayan preservado esas cualidades. No son
literalmente semejantes a niños, por supuesto; eso las volvería detestables o
dignas de lástima. Más bien, es el espíritu infantil lo que conservan. No creas
que esta puerilidad es algo que escapa a su control. Los seductores naturales
advierten pronto el valor de preservar una cualidad particular, y el poder de
seducción que ésta contiene; adaptan y refuerzan los rasgos infantiles que
lograron mantener, justo como el niño aprende a jugar con su natural encanto.
Esta es la clave. Tú puedes hacer lo mismo, porque dentro de todos nosotros
acecha un niño travieso que pugna por liberarse. Para hacer esto en forma
satisfactoria, tienes que poder soltarte en cierto grado, pues no hay nada
menos natural que parecer indeciso. Recuerda el espíritu que alguna vez
tuviste; permítele volver, sin inhibiciones. La gente es mucho más benigna con
quienes llegan al extremo, con quienes parecen incontrolablemente ridículos,
que con el desganado adulto con cierta vena infantil. Recuerda cómo eras antes
de ser tan cortés y retraído. Para asumir el papel del cándido, ubícate
mentalmente en toda relación como el niño, el menor.
Los siguientes son los tipos principales del cándido
adulto. Ten en mente que los grandes seductores naturales suelen ser una
combinación de más de una de estas cualidades.
El inocente. Las
cualidades primarias de la inocencia son la debilidad y el desconocimiento del
mundo. La inocencia es débil porque está condenada a desaparecer en un mundo
áspero y cruel; el niño no puede proteger su inocencia ni aferrarse a ella. El
desconocimiento es producto del hecho de que el niño ignora el bien y el mal, y
lo ve todo con ojos puros. La debilidad de los niños mueve a compasión, su
desconocimiento del mundo nos hace reír, y no hay nada más seductor que la
mezcla de risa y compasión. El cándido adulto no es realmente inocente: resulta
imposible crecer en este mundo y conservar una total inocencia.
Pero los
cándidos anhelan tanto asirse a su perspectiva inocente que logran mantener la
ilusión de inocencia. Exageran su debilidad para incitar la adecuada compasión.
Actúan como si aún vieran el mundo con ojos inocentes, lo que en un adulto es
doblemente gracioso. Gran parte de esto es consciente, pero para ser eficaces
los cándidos adultos deben dar la impresión de que es sencillo y sutil; si se
descubre que quieren parecer inocentes, todo resultará patético. Así, es mejor
que transmitan debilidad de manera indirecta, por medio de gestos y miradas, o
de las situaciones en que se colocan. Dado que este tipo de inocencia es ante
todo una representación, puedes adaptarla fácilmente a tus propósitos. Aprende
a magnificar tus debilidades o defectos naturales.
El niño travieso. Los
niños inquietos poseen una osadía que los adultos hemos perdido. Esto se debe a
que no ven las consecuencias de sus actos: que algunas personas podrían
ofenderse, y que por esto ellos podrían resultar físicamente lastimados. Los
niños traviesos son descarada, dichosamente indiferentes. Su alegría es
contagiosa. La obligación de ser corteses y atentos no les ha arrebatado aún su
energía y espíritu naturales. Los envidiamos en secreto; también quisiéramos
ser pícaros.
Los pícaros adultos son seductores por ser tan diferentes
del resto de nosotros. Bocanadas de aire fresco en un mundo precavido, se
desenfrenan como si sus travesuras fueran incontrolables, y por tanto
naturales. Si tú adoptas este papel, no te preocupes si ofendes a la i gente
de vez en cuando; eres demasiado adorable, e inevitablemente se te perdonará.
Así que no te disculpes ni te muestres arrepentido, pues esto rompería el
encanto. Digas o hagas lo que sea, mantén un destello en tu mirada, para
indicar que no tomas nada en serio.
El niño prodigio. Un niño prodigio tiene un
talento especial • inexplicable: un don para la música, las matemáticas, el
ajedrez o el deporte. Cuando operan en el terreno en que poseen tan excepcional
habilidad, estos niños parecen poseídos, y sus actos muy simples. Si son
artistas o músicos, tipo Mozart, su
desempeño parece brotar de un impulso innato, y requerir así muy poca premeditación.
Si lo que i poseen es un talento físico, están dotados de singular energía,
destreza y espontaneidad. En ambos casos, parecen demasiado talentosos para su
edad. Esto nos fascina.
Los adultos prodigio fueron por lo común niños prodigio,
pero lograron retener notablemente su vigorosa impulsividad y habilidades
infantiles de improvisación. La espontaneidad auténtica es una rareza
deliciosa, porque todo en la vida conspira para despojamos de ella; estamos
obligados a aprender a actuar prudente y pausadamente, a pensar cómo nos verán
los demás. Para actuar como un adulto prodigio debes poseer una habilidad que
parezca fácil y natural, junto con la capacidad de improvisar. Si lo cierto es
que tu habilidad requiere práctica, oculta esto, y aprende a conseguir que tu
desempeño parezca sencillo. Cuanto más escondas el esfuerzo con que actúas, más
natural y seductora parecerá tu actuación.
El amante
accesible. Cuando la gente madura,
se protege contra experiencias dolorosas encerrándose en sí misma. El precio de
esto es la rigidez, física y mental. Pero los niños están por naturaleza
desprotegidos y dispuestos a experimentar, y esta receptividad es muy
atractiva. En presencia de niños nos volvemos menos rígidos, contagiados por su
apertura. Por eso nos gusta estar con ellos.
Los amantes accesibles han sorteado de alguna manera el
proceso de autoprotección, y conservado el juguetón espíritu receptivo de los
niños. Con frecuencia manifiestan este espíritu físicamente: son gráciles, y
parecen avanzar en edad menos rápido que otras personas. De todas las
cualidades de la personalidad del cándido, ésta es la más ventajosa. La reserva
es mortal en la seducción; ponte a la defensiva y la otra persona se pondrá
igual. El amante accesible, por el contrario, reduce las inhibiciones de su
objetivo, parte crítica de la seducción. Es importante aprender a no reaccionar
a la defensiva: cede en vez de resistirte; muéstrate abierto a la influencia de
los demás, y caerán más fácilmente bajo tu hechizo.
EJEMPLOS DE SEDUCTORES NATURALES.
1.- Durante su niñez en Inglaterra, Charlie Chaplin pasó
años de extrema pobreza, en particular luego de que su madre fue internada en
un manicomio. En su adolescencia, obligado a trabajar para vivir, consiguió
empleo en el teatro de variedades, y con el tiempo obtuvo cierto éxito como
comediante. Pero era muy ambicioso, así que, en 1910, cuando apenas tenía
diecinueve años, emigró a Estados Unidos, con la esperanza de irrumpir en la
industria cinematográfica. Mientras se abría paso en Hollywood, halló papeles
secundarios ocasionales, pero el éxito parecía escurridizo: la competencia era
feroz, y aunque Chaplin tenía el repertorio de gags que había aprendido en el
vodevil, no destacaba en particular en el humor físico, parte crucial de la
comedia muda. No era un gimnasta como Buster Keaton.
En 1914, Chaplin consiguió el papel principal de un
cortometraje titulado Making a Living (Para ganarse la vida). Su personaje era un estafador. Al
experimentar con el vestuario para ese papel, se puso unos pantalones varias tallas
mayores que la suya, a los que añadió un bombín, botas enormes puestas en el
pie incorrecto, un bastón y un bigote engomado. Con estas prendas pareció
cobrar vida un personaje totalmente nuevo: primero el ridículo andar, luego el
giro del bastón, después todo tipo de gags. A Mack Sennett, el director del
estudio, Making a living no le
pareció muy divertida, y dudó de que Chaplin tuviera futuro en el cine, pero
algunos críticos opinaron otra cosa.
En una reseña en una revista especializada se decía: "El hábil intérprete
que en esta película hace el papel de un fresco y muy ingenioso estafador es un
comediante de primera, un actor nato". Y también el público respondió: el
filme tuvo éxito en taquilla.
Lo que parece haber tocado una fibra especial en lAcúáng a lj' ving, separando a Chaplin
de la gran cantidad de comediantes que trabajaban en el cine mudo, fue la casi
conmovedora ingenuidad de su personaje. Intuyendo que había algo ahí, en
películas posteriores Chaplin desarrolló ese papel, volviéndolo cada vez más
candoroso. La clave era que el personaje pareciera ver el mundo con los ojos de
un niño. En The Bank (El banco), Chaplin es el portero de un banco que sueña en
grandes hazañas mientras los ladrones hacen lo suyo en el establecimiento; en The Pawnbróker (El prestamista), un
improvisado dependiente que causa destrozos en un reloj de caja; en Shoul-der Amos (Armas al hombro), un
soldado en las ensangrentadas trincheras de la primera guerra mundial, el cual
reacciona a los horrores de la guerra como un niño inocente. Chaplin se
cercioraba de incluir en sus películas a actores más altos que él, para
situarlos subliminalmente como adultos abusivos y a él mismo como el niño
indefenso. Y conforme se adentraba en su papel, sucedió algo extraño: persona'
je y hombre real comenzaron a rundirse. Aunque Chaplin había tenido una
infancia difícil, estaba obsesionado con ella. (Para su película Easy Street [Buen camino] construyó en
Hollywood un foro idéntico a las calles de Londres que conoció de chico.) Desconfiaba del mundo de los
adultos, y prefería la compañía de los jóvenes, o de jóvenes de corazón: tres
de sus cuatro esposas eran adolescentes cuando se casaron con él.
Más que ningún otro comediante, Chaplin provocaba una
mezcla de risa y tristeza. Hacía que uno se identificara con él como la
víctima, que sintiera lástima por él como por un perro callejero. Se reía y se
lloraba. Y el público sentía que el papel que Chaplin ejecutaba venía de muy
dentro: que era sincero, que en realidad se interpretaba a sí mismo. Años
después de Making a Living, él era el
actor más ramoso del mundo. Había muñecos, historietas y juguetes con su
figura; sobre él se escribían canciones y relatos; Chaplin se convirtió en un
icono universal. En 1921, cuando regresó por primera vez a Londres después de
su partida, lo recibieron grandes multitudes, como en el triunfal retorno de un
gran general.
Las mayores seductoras, aquellos que seducen al gran
público, naciones, al mundo, tienden a explotar el inconsciente colectivo, así
que hacen reaccionar a la gente en una forma que ésta no puede entender ni
controlar. Chaplin dio inadvertidamente con este poder cuando descubrió el
efecto que podía ejercer en el público al exagerar su debilidad, sugiriendo con
ello que tenía una mente de niño en un cuerpo de adulto. A principios del siglo
XX, el mundo cambiaba radical y rápidamente. La gente trabajaba cada
vez más tiempo en empleos crecientemente mecanizados; la vida era cada vez más
inhumana y cruel, como lo evidenciaron los estragos de la primera guerra
mundial. Atrapadas en medio del cambio revolucionario, las personas añoraban
una infancia perdida que imaginaban como un próspero paraíso.
Un niño adulto como Chaplin posee inmenso poder de
seducción, porque brinda la ilusión de que la vida fue alguna vez más simple y
sencilla, y de que, por un momento, o mientras dura el filme, es posible
recuperarla. En un mundo cruel y amoral, la ingenuidad tiene enorme atractivo.
La clave es sacarla a relucir con un aire de total seriedad, como lo hace el
hombre maduro en la comedia formal. Pero es más importante aún despertar
compasión. La fuerza y el poder explícitos rara vez son seductores; nos vuelven
aprensivos o envidiosos. El camino real a la seducción consiste en acentuar la
propia indefensión y vulnerabilidad. No hagas esto en forma obvia; si parece
que suplicas compasión, semejarás estar necesitado, lo cual es completamente
antiseductor. No te proclames desvalido o víctima; revélalo en tu actitud, en
tu perplejidad. Una muestra de debilidad "natural" te volverá
adorable al instante, con lo que reducirás las defensas de la gente y la harás
sentir al mismo tiempo deleitosamente superior a ti. Ponte en situaciones que
te hagan parecer débil, en las que otra persona tenga la ventaja; ella es la abusiva,
tú el cordero inocente. Sin el menor esfuerzo de tu parte, la gente sentirá
compasión por ti. Una vez que sus ojos se nublen con una bruma sentimental, no
verá cómo la manipulas.
2.- Emma Crouch, nacida en 1842 en Plymouth, Inglaterra,
procedía de una respetable familia de clase media. Su padre era compositor y
profesor de música, y soñaba con el éxito en el ámbito de la ópera ligera.
Entre sus numerosos hijos, Emma era su preferida: era una niña encantadora,
vivaz y coqueta, pelirroja y pecosa. Su padre la idolatraba, y le auguraba un
brillante futuro en el teatro. Desafortunadamente, Mister Crouch tenía un lado
oscuro: era aventurero, jugador y libertino, y en 1849 abandonó a su familia y
partió a Estados Unidos. Los Crouch sufrieron entonces grandes apuros. A Emma
le dijeron que su padre había muerto en un accidente, y se le envió a un
convento. La pérdida de su padre la afectó profundamente, y conforme pasaba el
tiempo ella parecía perderse en el pasado, actuando como si él la idolatrara
aún.
Un día de 1856, mientras Emma volvía a casa de la iglesia,
un elegante caballero la invitó a su residencia a comer pastelillos. Ella lo
siguió a su morada, donde él procedió a abusar de ella. A la mañana siguiente,
este hombre, comerciante de diamantes, le prometió ponerle casa, tratarla bien
y darle mucho dinero. Ella tomó el dinero, pero dejó al comerciante, resuelta a
hacer lo que siempre había querido: no volver a ver jamás a su familia, nunca
depender de nadie y darse la gran vida que su padre le había prometido.
Con el dinero que el comerciante de diamantes le dio, Emma
compró ropa vistosa y alquiló un departamento barato. Tras adoptar el
extravagante nombre de Cora Pearl, empezó a frecuentar los Argyll Rooms de
Londres, un antro de lujo donde prostitutas y caballeros se codeaban. El dueño
del Argyll, un tal Mister Bignell, tomó nota de la recién llegada: era
demasiado desenvuelta para ser tan joven. A los cuarenta y cinco, él era mucho
mayor que ella, pero decidió ser su amante y protector, prodigándole dinero y atenciones.
Al año siguiente la llevó a París, en el apogeo de la prosperidad del segundo
imperio. A Cora le encantó la ciudad, y todos sus sitios de interés, pero lo
que más le impresionó fue el desfile de suntuosos coches en el Bois de
Boulogne. Ahí iba la gente bonita a tomar el fresco: la emperatriz, las
princesas y, no menos importante, las grandes cortesanas, quienes tenían los
carruajes más opulentos. Ese era el modo de vida que el padre de Cora había
deseado para ella. De inmediato le dijo a Bignell r que, cuando él regresara a
Londres, ella se quedaría ahí, sola.
Frecuentando los lugares indicados, Cora llamó pronto la
atención de acaudalados caballeros franceses. Ellos la veían recorrer las
calles t enfundada en un vestido rosa
subido, que complementaba su llamean- 1 te
cabellera roja, su pálido rostro y sus pecas. La atisbaban montan- c do alocadamente por
el Bois de Boulogne, haciendo restallar su fusta < a diestra y siniestra. La veían en
cafés rodeada de hombres, a quienes sus ocurrentes injurias hacían reír.
También se enteraban de sus, proezas: de su gusto por mostrar su cuerpo a
todos. La élite de la sociedad parisina empezó a cortejarla, en particular los
señores, que ya se habían cansado de las cortesanas frías y calculadoras y admiraban]
su espíritu de niña. Cuando empezó a fluir el dinero de sus diversas conquistas
(el duque de Mornay, heredero del trono holandés; el príncipe Napoleón, primo
del emperador), Cora lo gastaba en las cosas
más estrafalarias: un carruaje multicolor jalado por un tiro de caballos
color crema, una bañera de mármol rosa con sus iniciales incrustadas en oro.
Los caballeros competían por consentirla. Un amante irlandés gastó en ella toda
su fortuna, en sólo ocho semanas. Pero el dinero no podía comprar la fidelidad
de Cora; ella dejaba a un hombre al menor capricho.
El desenfreno de Cora Pearl y su desdén por la etiqueta
tenían a París con el alma en un hilo. En 1864, ella aparecería como Cupido en
la opereta de Offenbach Orfeo en los
infiernos. La sociedad se moría por ver lo que haría para causar sensación,
y lo descubrió pronto: Cora se presentó prácticamente desnuda, salvo por
costosos diamantes aquí y allá que apenas la cubrían. Mientras se pavoneaba en
el escenario, los diamantes caían, cada cual con valor de una fortuna; ella no
se agachaba a recogerlos, sino que los dejaba rodar hasta las candilejas. Los
caballeros en el público, algunos de los cuales le habían obsequiado esos
diamantes, aplaudían a rabiar. Travesuras como ésta hicieron de Cora la gloria
de París, y ella reinó como la suprema cortesana de esa ciudad durante más de
una década, hasta que la guerra franco-prusiana de 1870 puso fin al segundo
imperio. La gente suele equivocarse al creer que lo que vuelve deseable y
seductora a una persona es su belleza física, elegancia o franca sexualidad.
Pero Cora Pearl no era excepcionalmente bella; tenía cuerpo de muchacho, y su
estilo era chabacano y carente de gusto. Aun así, los hombres más garbosos de
Europa se disputaban sus favores, cayendo a menudo en la ruina por ello. Lo que
los cautivaba era el espíritu y actitud de Cora. Mimada por su padre, ella
creía que consentirla era algo natural, que todos los hombres debían hacer lo
mismo. La consecuencia fue que, como una niña, nunca sintió que tuviera que
complacer. Su intenso aire de independencia era lo que hacía que los hombres
quisieran poseerla, domarla. Ella nunca pretendió ser más que una cortesana,
así que el descaro que en una dama habría sido indecente, en ella parecía
natural y divertido. Y como en el caso de una niña consentida, ella ponía las
condiciones en su relación con un hombre. En cuanto él intentaba alterar eso,
ella perdía interés. Éste fue el secreto de su pasmoso éxito.
Los niños mimados tienen una inmerecida mala fama: aunque los
consentidos con cosas materiales
suelen ser en verdad insufribles, los consentidos con afecto saben ser muy
seductores. Esto se convierte en una definitiva ventaja cuando crecen. De
acuerdo con Freud (quien sabía de qué hablaba, pues fue el niño mimado de su
madre), los niños consentidos poseen una seguridad en sí mismos que les dura
toda la vida. Esta cualidad resplandece, atrae a los demás y, en un proceso
circular, hace que la gente consienta más todavía a esos niños. Puesto que el
espíritu y energía natural de éstos nunca fueron avasallados por la disciplina
de sus padres, de adultos son atrevidos e intrépidos, y con frecuencia
traviesos o desenvueltos.
La lección es simple: quizá ya sea demasiado tarde para que
tus padres te mimen, pero nunca lo será para que los demás lo hagan. Todo
depende de tu actitud. A la gente le atraen quienes esperan mucho de la vida,
mientras que tiende a no respetar a los temerosos y conformistas. La feroz
independencia tiene en nosotros un efecto provocador; nos atrae, pero también
nos pone un reto: queremos ser quien la dome, hacer que la persona llena de
vida dependa de nosotros. La mitad de la seducción consiste en incitar estos
deseos contrapuestos.
3.- En octubre de 1925, en la sociedad de París reinaba
gran agitación por la puesta en marcha de la Revue Négre. El jazz, y en
realidad todo lo que procediera del Estados Unidos negro, era la última moda, y
los bailarines y artistas de Broadway que integraban la Revue Négre eran
aíroestadunidenses. La noche del estreno, artistas y miembros de la alta
sociedad llenaron la sala. La función fue espectacular, como se esperaba, pero
nada había preparado al público para el último número, a cargo de una mujer un
tanto desgarbada de largas piernas y rostro hermosísimo: Josephine Baker,
corista de veinte años de East St. Louis. Ella salió al escenario con los
pechos al aire, cubierta con una falda de plumas sobre un bikini de satén y
plumas en el cuello y los tobillos. Aunque ejecutó su número, titulado Danse Sauvage, junto con otro bailarín,
también ataviado con plumas, todos los ojos se clavaron en ella: su cuerpo
parecía animado de un modo que el público no había visto jamás, y ella movía
las piernas con agilidad de gato y giraba el trasero en figuras que un crítico
comparó con las del colibrí. Conforme la danza continuaba, ella parecía
poseída, lo que colmó la extasiada reacción de la gente. Estaba además su
semblante: ella se divertía de tal manera. Irradiaba una alegría que hacía que
su erotismo al bailar pareciera extrañamente inocente, y aun un tanto
divertido.
Al día siguiente, se había corrido la voz: había nacido una
estrella. Josephine se convirtió en el corazón de la Revue Négre, y París
estaba a sus pies. Menos de un año más tarde, su rostro aparecía en carteles
por todas partes; había perfumes, muñecas y ropa de Josephine Baker; las
francesas elegantes se alisaban el cabello á
la Baker, usando un producto llamado Bakerfix. Incluso intentaban oscurecer
su piel.
Tan repentina fama representó todo un cambio, porque tan
sólo unos años atrás Josephine era una niña de East St. Louis, una de las
peores barriadas de Estados Unidos. Había empezado a trabajar cuando tenía ocho
años, aseando casas para una mujer blanca que la golpeaba. A veces dormía en un
sótano infestado de ratas; nunca había calefacción en invierno. (Aprendió a
bailar sola, a su salvaje manera, para no sentir frío.) En 1919 huyó y entró a
trabajar como artista de variedades de medio tiempo, y llegó a Nueva York dos
años después, sin dinero ni conocidos. Tuvo cierto éxito como corista de
comedia, brindando entretenimiento cómico con sus ojos bizcos y cara retorcida,
pero no destacó. Se le invitó entonces a París. Otros artistas negros habían
declinado, temiendo correr en Francia peor suerte que en Estados Unidos, pero Josephine
no dejó pasar la oportunidad. Pese a su éxito con la Revue Négre, Josephine no
se hizo ilusiones: los parisinos eran notoriamente veleidosos. Decidió invertir
la relación. Primero, se negó a alinearse con cualquier club nocturno, y se
hizo fama de incumplir contratos a voluntad, para dejar en claro que estaba
dispuesta a renunciar en cualquier momento. Desde su niñez había temido
depender de alguien; ahora, nadie podría tenerla asegurada. Esto hizo que los
empresarios la persiguieran y el público la apreciara más. Segundo, sabía que,
aunque la cultura negra estaba de moda, los franceses se habían enamorado de
una suerte de caricatura. Si eso era lo que se necesitaba para tener éxito, de
acuerdo; pero Josephine dejó ver que ella no tomaba en serio esa caricatura;
así, la volteó, convirtiéndose en la francesa más a la moda, una caricatura no
de la raza negra, sino de la blanca. Todo era un papel por representan la
comediante, la bailarina primitiva, la parisina ultra elegante. Y Josephine lo
hacía todo con un espíritu tan alegre, con tal falta de pretensiones, que
siguió seduciendo a los hastiados franceses durante años. Su sepelio, en 1975,
se televisó a escala nacional, todo un acontecimiento cultural. Se le sepultó
con una suntuosidad normalmente reservada a los jefes de Estado.
Desde muy temprana edad, Josephine Baker no soportó la
sensación de no tener ningún control sobre el mundo. ¿Pero qué podía hacer
frente a sus poco prometedoras circunstancias? Algunas jóvenes ponen todas sus
esperanzas en un esposo, pero el padre de Josephine había abandonado a su madre
poco después de que ella nació, y Josephine veía el matrimonio como algo que
sólo la haría más desdichada. Su solución fue algo que los niños suelen hacer:
de cara a un medio sin esperanzas, se encerró en su propio mundo, para
olvidarse del horror que la rodeaba. Este mundo fue llenado con baile,
comicidad, sueños de grandes cosas. Que otros se lamentaran y quejaran;
Josephine sonreiría, se mantendría segura e independiente. Casi todos los que la conocieron, desde sus
primeros años hasta el final, comentaron lo seductora que era esta cualidad.
La
negativa de Josephine a transigir, o a satisfacer las expectativas de los
demás, hizo que todo lo que ella llevaba a cabo pareciera natural y auténtico.
A un niño le encanta jugar, y crear un pequeño mundo
autónomo. Cuando los niños se abstraen en sus fantasías, son encantadores.
Infunden en su imaginación enorme sentimiento y seriedad. Los cándidos adultos
hacen algo parecido, en particular si son artistas: crean su propio mundo
fantástico, y viven en él como si fuera el verdadero. La fantasía es mucho más
grata que la realidad, y como la mayoría de la gente no tiene fuerza o valor
para crear un mundo así, goza al estar con quienes lo hacen. Recuerda: no tienes
por qué aceptar el papel que se te ha asignado en la vida. Siempre puedes vivir
un papel de tu propia creación, un papel que encaje en tu fantasía. Aprende a
jugar con tu imagen, nunca la tomes demasiado en serio. La clave es imbuir tu
juego con la convicción y sentimiento de un niño, haciéndolo parecer natural.
Entre más embebido parezcas en tu jubiloso mundo, más seductor serás. No te
quedes a medio camino: haz que la fantasía que habitas sea lo más radical y
exótica posible, y atraerás la atención como un imán. JKte.
4.- Era el Festival de los Cerezos en Flor en la corte
Heian, en el Japón de fines del siglo X. En el palacio del emperador, muchos
cortesanos estaban ebrios, y otros dormían, más la joven princesa Oborozukiyo,
cuñada del emperador, estaba despierta y recitaba un poema: "¿Qué se puede
comparar con la luna brumosa de primavera?". Su voz era suave y delicada.
Se acercó a la puerta de su apartamento para mirar la luna. De repente percibió
un dulce olor, y una mano prendió la manga de su manto. "¿Quién
eres?", preguntó, atemorizada. "No hay nada que temer",
respondió una voz de hombre, que continuó con un poema propio: "Nos gusta
de noche una luna vaga. No es impreciso el lazo que nos ata". Sin añadir
palabra, el hombre tiró de la princesa, la alzó en brazos y la llevó a una
galería fuera de su habitación, cenando silenciosamente la puerta tras de sí.
Ella estaba aterrada e intentó pedir ayuda. En la oscuridad lo oyó decir, esta
vez un poco más fuerte: "De nada te servirá. Siempre me salgo con la mía.
Calla, por favor". La princesa reconoció entonces la voz, y el aroma: era
Genji, el joven hijo de la difunta concubina del emperador, cuyas prendas
despedían siempre un perfume distintivo. Esto la tranquilizó un poco, pues
conocía a aquel hombre, pero también su fama: Genji era el seductor más
incorregible de la corte, un hombre que no se detenía ante nada. Estaba ebrio,
de un momento a otro amanecería, y los guardias harían pronto sus rondas; ella
no quería que la descubrieran con él. Pero entonces distinguió el perfil de su
rostro, tan bello, una mirada tan sincera, sin traza de malicia. Llegaron luego
más poemas, recita' dos con esa voz encantadora, y de palabras tan insinuantes.
Las imágenes que él evocaba llenaron su mente, y la distrajeron de esas manos.
No pudo resistírsele.
Al clarear el día, Genji se puso de pie. Dijo palabras
tiernas, intercambiaron caricias, y se marchó corriendo. Para ese momento, las
mujeres del servicio ya llegaban a las habitaciones del emperador, y cuando
vieron que Genji salía disparado, el perfume de sus ropas demorándose tras él,
sonrieron, sabedoras de que eso era propio de sus usuales jugarretas; pero
nunca imaginaron que se hubiera atrevido a acercarse a la hermana de la esposa
del emperador.
En los días siguientes, Oborozukiyo sólo pensaba en Genji.
Sabía que tenía otras enamoradas; pero cuando trataba de sacarlo de su mente,
llegaba una carta suya, y ella recomenzaba. En realidad, fue ella quien inició
la correspondencia, agobiada por su visita a medianoche. Tenía que verlo de
nuevo. Pese al riesgo de que se le descubriera, y al hecho de que su hermana
Kokiden, la esposa del emperador odiara a Genji, la princesa concertó nuevas
citas en sus aposentos. Pero una noche, un envidioso cortesano los halló
juntos. La noticia llegó a oídos de Kokiden, quien naturalmente se puso
furiosa. Ella exigió que Genji fuera desterrado de la corte, y el emperador no
tuvo otro remedio que acceder.
Genji se marchó lejos, y las cosas se apaciguaron. Luego el
emperador murió, y su hijo ocupó su puesto. Una especie de vacío se posó sobre
la corte: las docenas de mujeres que Genji había seducido no soportaban su
ausencia, y lo saturaron de cartas. Aun mujeres que no lo habían conocido
íntimamente lloraban por cada reliquia que había dejado: una túnica, por
ejemplo, en la que perduraba su aroma. Y el joven emperador echaba de menos su
alegre presencia. Y las princesas extrañaban la música que tocaba en el koto. Y
Oborozukiyo suspiraba por sus visitas a medianoche.
Al fin, incluso Kokiden se
rindió, comprendiendo que no podía oponerse a él. Así, Genji fue llamado de
regreso a la corte. Y no sólo se le perdonó; también se le brindó una
bienvenida de héroe. El propio joven emperador recibió al sinvergüenza con
lágrimas en los ojos.
La vida de Genji se cuenta en la novela del siglo XI
La historia de Genji, escrita por
Murasaki Shikibu, mujer de la corte Heian. Es muy probable que este personaje
esté basado en un hombre real, Fujiwara no Korechika. De hecho, otro libro de
la época, El libro de la almohada, de
Sei Shónagon, describe un encuentro entre la autora y Korechika, y revela el
increíble encanto de éste y su efecto casi hipnótico en las mujeres. Genji es
un cándido, un amante accesible, un hombre • obsesionado por las mujeres, pero
cuyo aprecio y afecto por ellas lo vuelve irresistible. Como le dice a
Oborozukiyo en la novela: "Siempre me salgo con la mía". Esta
seguridad en sí mismo es la mitad de su encanto. La resistencia no lo pone a la
defensiva: se repliega con dignidad, recitando un pequeño poema; y al
marcharse, el perfume de sus prendas a su zaga, su víctima se sorprende de
haber tenido miedo, y de lo que se perdió al rechazarlo, y encuentra la manera
de hacerle saber que la próxima vez las cosas serán diferentes. Genji no toma
nada en serio ni como algo personal; y a los cuarenta años, edad a la que la
mayoría de los hombres del siglo XI ya parecían viejos y cansados,
él aún parece un muchacho. Sus poderes de seducción no lo abandonan nunca.
Los seres humanos somos muy sugestionables; transmitimos
fácilmente nuestro estado de ánimo a quienes nos rodean. De hecho, la seducción
depende del mimetismo, de la creación consciente de un estado anímico o
sentimiento luego reproducido por la otra persona. Pero el titubeo y la torpeza
también son contagiosos, y mortíferos para la seducción. Si en un momento clave
pareces indeciso o inhibido, la otra persona sentirá qué piensas de ti, en vez
de estar abrumado por sus encantos. El hechizo se romperá. Pero igual que un
amante accesible produce el efecto contrario: tu víctima podría estar indecisa
o preocupada; pero frente a alguien tan seguro y natural, caerá atrapada en
este estado de ánimo. Como llevar sin esfuerzo por una pista al bailar, ésta es
una habilidad que puedes aprender. Todo es cuestión de erradicar el miedo y la
torpeza que has acumulado a lo largo de los años, y de seguir un método más
elegante, menos defensivo, cuando los demás parecen resistirse. A menudo la
resistencia de la gente es una forma de ponerte a prueba; y si exhibes torpeza o
vacilación, no sólo fallarás la prueba, sino que además correrás el riesgo de
contagiar a la otra persona de tus dudas.
Símbolo. El cordero. Suave y cautivador. A
los dos días de nacido, retoza con gracia; en una semana ya juega "Lo que
hace la mano. .”. Su debilidad es parte de su encanto. El cordero es inocencia
pura; tanto, que queremos poseerlo, y aun devorarlo.
PELIGROS.
Un carácter infantil puede ser encantador, pero también
irritante; el inocente no tiene experiencia del mundo, y su dulzura puede resultar
empalagosa. En la novela de Milán Kundera El
libro de la risa y del olvido, el protagonista se sueña atrapado en una
isla con un grupo de niños. Pronto las maravillosas cualidades de éstos se
vuelven demasiado molestas para él; tras unos días de contacto, ya no puede
relacionarse con ellos en absoluto. El sueño se convierte en pesadilla, y él
ansia volver a estar entre los adultos, con cosas reales que hacer y de las
cuales hablar. Dado que la total puerilidad puede crispar rápidamente los nervios, los cándidos más seductores
son los que, como Josephine Baker, combinan la experiencia y sensatez adultas
con una actitud infantil. Esta mezcla de cualidades es la más tentadora.
La sociedad no podría tolerar demasiados cándidos. Si las
Coras Pearl o Charlie Chaplin se contaran por miles, su encanto se agotaría
pronto. De todas maneras, usualmente son sólo los artistas, o las personas con
mucho tiempo libre, quienes pueden darse el lujo de llegar al extremo. La mejor
vía para usar el tipo cándido es la de situaciones específicas en las que un
toque de inocencia o picardía contribuirá a que tu objetivo deponga sus
defensas. Un hombre listo se pace el tonto para que la otra persona confíe en
él y se sienta superior. Esta naturalidad fingida tiene incontables aplicaciones
en la vida diaria, en la que nada es más peligroso que parecer más sagaz que el
de junto; la pose del cándido es la manera perfecta de disfrazar tu
perspicacia. Pero si eres incontrolablemente infantil y no puedes impedirlo,
corres el riesgo de parecer patético, y de obtener no compasión, sino lástima y
repugnancia.
De igual modo, los rasgos seductores del cándido son aptos
para alguien aun suficientemente joven para que parezcan naturales. Son mucho
menos indicados para una persona mayor. Cora Pearl no parecía tan encantadora
cuando aún usaba sus vestidos rosas con olanes a los cincuenta años. El duque
de Buckingham, quien sedujo a toda la corte inglesa en la década de 1620
(incluido al homosexual rey Jacobo I), era de apariencia y conducta extraordinariamente
infantiles; pero esto resultó detestable y engorroso cuando él maduró, y al
final se hizo de tantos enemigos que acabó asesinado. Con la edad, entonces,
tus cualidades naturales deben sugerir el espíritu abierto de un niño antes que
una inocencia que ya no convencerá a nadie.
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