La Coqueta

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La coqueta.


La habilidad para retardar la satisfacción es el arte consumado de la seducción: mientras espera, la víctima está subyugada. Las coquetas son las grandes maestras de este juego, pues orquestan el vaivén entre esperanza y frustración. Azuzan con una promesa de premio —la esperanza de placer físico, felicidad, fama por asociación, poder— que resulta elusiva, pero que sólo provoca que sus objetivos las persigan más. Las coquetas semejan ser totalmente autosuficientes: no te necesitan, parecen decir, y su narcisismo resulta endemoniadamente atractivo. Quieres conquistarlas, pero ellas tienen las cartas. La estrategia de la coqueta es no ofrecer nunca satisfacción total. Imita la vehemencia e indiferencia alternadas de la coqueta y mantendrás al seducido tras de ti.

LA COQUETA VEHEMENTE Y FRÍA.

En el otoño de 1795, París cayó en un extraño vértigo. El reino del terror que siguió a la Revolución francesa había terminado; el ruido de la guillotina se había extinguido. La ciudad exhaló un colectivo suspiro de alivio, y dio paso a celebraciones desenfrenadas e interminables festejos.


Al joven Napoleón Bonaparte, entonces de veintiséis años, no le interesaban tales jolgorios. Se había hecho famoso como general brillante y audaz al ayudar a sofocar la rebelión en las provincias, pero su ambición era ilimitada, y ardía en deseos de nuevas conquistas. Así, cuando en octubre de ese año la infausta viuda Josefina de Beauhar-nais, de treinta y tres años, visitó sus oficinas, él no pudo menos que confundirse. Josefina era demasiado exótica, y todo en ella lánguido y sensual. (Capitalizaba su raro aspecto: era de la Martinica.) Por otra parte, tenía fama de mujer fácil, y el tímido Napoleón creía en el matrimonio. Aun así, cuando Josefina lo invitó a una de sus veladas semanales, él aceptó, para su propia sorpresa.


En la velada, Napoleón se sintió completamente fuera de su elemento. Todos los grandes escritores e ingenios de la ciudad estaban ahí, así como los pocos nobles sobrevivientes; la misma Josefina era vizcondesa, y había escapado apenas a la guillotina. Las mujeres estaban deslumbrantes, y algunas de ellas eran más hermosas que la anfitriona; pero los hombres se congregaron alrededor de Josefina, atraídos por su distinguida presencia y majestuosa actitud. Ella los abandonó varias veces para acudir al lado de Napoleón; nada habría podido halagar más el inseguro ego de éste.


El empezó a visitarla. En ocasiones ella lo ignoraba, y él se marchaba encolerizado. Pero al día siguiente llegaba una apasionada carta de Josefina, y él corría a verla. Pronto pasaba casi todo el tiempo con ella. Las ocasionales demostraciones de tristeza de Josefina, sus arranques de ira o de lágrimas, no hacían más que ahondar el apego de él. En marzo de 1796, Napoleón y Josefina se casaron.


Dos días después de su boda, él partió a dirigir una campaña en el norte de Italia, contra los austríacos. "Eres el objeto constante de mis pensamientos", le escribió a su esposa desde el extranjero. "Mi imaginación se fatiga conjeturando qué haces." Sus generales lo veten distraído: abandonaba pronto las reuniones, pasaba horas escribiendo cartas o contemplaba la miniatura de Josefina que llevaba al cuello. Había llegado a tal estado a causa de la insoportable distancia entre ellos, y de la leve frialdad que ahora detectaba en Josefina: rara vez escribía, y en sus cartas faltaba pasión; no lo había acompañado a Italia, tampoco. 

Napoleón debía terminar rápido esa guerra, para volver a su lado. Tras combatir al enemigo con celo inusual, empezó a cometer errores. "¡Vivir por Josefina!", le escribió. Trabajo para estar cerca de ti; me muero por estar a tu lado." Sus cartas se hicieron más apasionadas y eróticas; una amiga de Josefina que las leyó escribió: "La letra [era] casi indescifrable, la ortografía incierta, el estilo grotesco y confuso. [...] qué posición para una mujer! Ser la fuerza impulsora de la marcha triunfal de un ejército".


Pasaron meses en que Napoleón rogaba a Josefina que fuera a Italia y ella daba excusas interminables. Al fin accedió, y marchó de París a Brescia, donde Napoleón tenía su cuartel. Pero, de camino, un encuentro cercano con el enemigo la obligó a desviarse a Milán. Fuera de Brescia en batalla, al volver Napoleón y descubrir que ella se ausentaba aún, culpó a su enemigo, el general Würmser, y juró vengarse. En los meses subsecuentes pareció perseguir dos objetivos con igual denuedo: Würmser y Josefina. Su esposa nunca estaba donde se suponía: "Llego a Milán, corro a tu casa, dejando de lado todo para estrecharte en mis brazos, ¡y no estás ahí!". Napoleón se ponía furibundo y celoso; pero cuando al fin daba con Josefina, el menor de sus favores le derretía el corazón. 

Hacía largos paseos con ella en un carruaje encubierto, mientras sus generales rabiaban; se suspendían reuniones, órdenes y se improvisaban estrategias. "Nunca", le escribió él después, "una mujer había estado en tan completo dominio del corazón de un hombre." No obstante, el tiempo que pasaban juntos era muy breve. Durante una campaña que duró casi un año, Napoleón pasó apenas quince noches con su nueva esposa.


A oídos de Napoleón llegaron más tarde rumores de que Josefina había tenido un amante mientras él estaba en Italia. Sus sentimientos hacia ella se enfriaron, y él mismo tuvo una inagotable serie de amantes. Pero a Josefina jamás le preocupó esta amenaza a su poder sobre su esposo; unas cuantas lágrimas, algunas escenas, un poco de frialdad de su parte, y él seguía siendo su esclavo. En 1804, él la hizo coronar emperatriz; y si ella le hubiese dado un hijo, habría seguido siendo emperatriz hasta el final. Cuando Napoleón estaba en su lecho de muerte, la última palabra que pronunció fue "Josefina".


Durante la Revolución francesa, Josefina estuvo a punto de perder la cabeza en la guillotina. Esta experiencia la dejó sin ilusiones, y con dos fines en mente: vivir una vida de placer y buscar al hombre que mejor pudiera brindársela. Pronto puso los ojos en Napoleón. Era joven y tenía un brillante futuro. Bajo su serena apariencia, intuyó Josefina, él era por completo emocional y agresivo, pero esto no la intimidó; sólo revelaba la inseguridad y debilidad de él. Sería fácil de esclavizar. Josefina se adaptó primero a sus humores, lo cautivó con su gracia femenina, lo entusiasmó con sus miradas y modales. Él deseó poseerla. Y una vez que ella suscitó este deseo, su poder radicó en posponer su satisfacción, alejándose de él, frustrándolo. De hecho, la tortura de la persecución concedía a Napoleón un placer masoquista. Ansiaba someter el espíritu independiente de Josefina, como si ella fuera un enemigo en batalla.

La gente es inherentemente perversa. Una conquista fácil tiene menos valor que una difícil; en realidad, sólo nos excita lo que se nos niega, lo que no podemos poseer por completo. Tu mayor poder en la seducción es tu capacidad para distanciarte, para hacer que los demás te sigan, retrasando su satisfacción. La mayoría de las personas calculan mal y se rinden muy pronto, por temor a que la otra pierda interés, o a que el hecho de darle lo que quiere conceda al dador cierto poder. La verdad es lo contrario: una vez que satisfaces a alguien, pierdes la iniciativa, y te expones a que él pierda el interés al menor capricho. Recuerda: la vanidad es decisiva en el amor. 

Haz temer a tus objetivos que te apartarás, que dejarán de interesarte, y despertarás su inseguridad innata; el miedo de que, al conocerlos, dejen de excitarte. Estas inseguridades son devastadoras. Luego, una vez que se sientan inseguros de ti y ellos mismos, reenciende su esperanza haciéndolos sentir deseados de nuevo. Vehemencia y frialdad, vehemencia y frialdad: esta forma de la coquetería es perversamente placentera, pues aumenta el interés y mantiene la iniciativa de tu lado. Jamás te desconciertes por el enojo de tu objetivo: es signo seguro de esclavitud.

Aquella que retenga largo tiempo su poder, deberá servirse del mal de su amante. —Ovidio.

EL COQUETO FRÍO.

En 1952, el escritor Truman Capote, de éxito reciente en los círculos literarios y sociales, empezó a recibir una andanada casi diaria de rendida correspondencia de un joven llamado Andy Warhol. Ilustrador de diseñadores de calzado, revistas de moda y cosas así, Warhol hacía bellos y estilizados dibujos, algunos de los cuales envió a Capote con la esperanza de que los incluyera en uno de sus libros. Capote no respondió. Un día, al llegar a casa encontró a Warhol hablando con su madre, con quien vivía. Luego, Warhol empezó a telefonear casi todos los días. Al cabo, Capote puso fin a todo esto: "Parecía una de esas pobres personas a las que sabes que nunca les sucederá nada. Un pobre perdedor de nacimiento", diría el escritor más tarde.

Diez años después, Andy Warhol, pintor en ciernes, realizó su primera exposición individual, en la Sable Gallera de Manhattan. En las paredes había una serie de serigrafías basadas en la lata de sopas Campbell y la botella de Coca-Cola. En la inauguración y la fiesta posterior, Warhol permaneció al margen, la mirada perdida y hablando poco. Contrastaba enormemente con la anterior generación de artistas, los expresionistas abstractos, en su mayoría bebedores y mujeriegos muy bravucones y agresivos, charlatanes que habían dominado el mundo del arte en los quince años previos. Y él también había cambiado mucho desde que importunó a Capote, lo mismo que a marchantes de arte y mecenas. Los críticos estaban desconcertados e intrigados por la frialdad de su obra; no podían explicarse qué sentía el artista por sus sujetos. ¿Cuál era su posición? ¿Qué intentaba decir? Cuando se lo preguntaban, él respondía simplemente: "Lo hago porque me gusta", o "Me encanta la sopa". 

Los críticos dieron rienda suelta a sus interpretaciones: "Un arte como el de Warhol es necesariamente parásito de los mitos de su época", escribió uno; otro: "La decisión de no decidir es una paradoja equivalente a una idea que no expresa nada pero que después le da dimensión". La exposición fue un gran éxito, y situó a Warhol como una de las principales figuras de un nuevo movimiento, el pop art.


En 1963, Warhol rentó un inmenso desván en Manhattan, al que llamó la Factor, y que pronto se volvió el centro de un vasto séquito: acompañantes, actores, aspirantes a artistas. Ahí, en las noches en particular, Warhol simplemente vagaba, o permanecía en una esquina. La gente se reunía en torno suyo, se disputaba su atención, le lanzaba preguntas y él respondía, a su evasiva manera. Pero nadie lograba acercársele, física ni mentalmente; él no lo permitía. Al mismo tiempo, si él pasaba junto a alguien sin el usual "Hola", aquél quedaba devastado. Warhol no había reparado en él; quizá estaba por ser borrado del mapa.


Cada vez más interesado en la realización de películas, Warhol incluía a sus amigos en sus cintas. En realidad, les ofrecía cierta celebridad instantánea (sus "quince minutos de fama"; la frase es de él). Pronto, la gente competía por un papel. Warhol preparó en particular a mujeres para el estrellato: Eddie Sedgwick, Viva, Nico. El solo hecho de estar junto a él confería una especie de celebridad por asociación. La Factor se convirtió en el lugar para ser visto, y estrellas como Judy Garland y Tennessee Williams asistían a sus fiestas, en las que se codeaban con Sedgwick, Viva y los bajos fondos de la bohemia con que Warhol amistaba. La gente comenzó a mandar limusinas para que lo llevaran a sus fiestas; su presencia bastaba para hacer de una velada un acontecimiento, aunque él se la pasara casi sin hablar, muy reservado, y se marchara pronto.


En 1967 se pidió a Warhol dar conferencias en varias universidades. No le gustaba hablar, y menos aún sobre su arte. "Entre menos tenga que decir una cosa", opinaba, "más perfecta es." Pero le pagarían bien, y siempre le costaba trabajo decir no. Su solución fue simple: pidió a un actor, Alien Midgette, que se hiciera pasar por él. Midgette era de cabello oscuro, bronceado, y semejaba un indio cherokee. No se parecía nada a Warhol. Pero éste y sus amigos lo polvearon, le píatearon el pelo con spray, le pusieron lentes oscuros y lo vistieron con ropa de Warhol. Como Midgette no sabía nada de arte, sus respuestas a las preguntas de los estudiantes tendieron a ser tan cortas y enigmáticas como las del propio pintor. 

La suplantación funcionó. Warhol era tal vez un icono, pero en realidad nadie lo conocía; y como acostumbraba usar lentes oscuros, aun su rostro era desconocido en sus detalles. El público de esas conferencias estuvo bastante lejos como para cuestionar la idea de su presencia, y nadie se acercó lo suficiente para descubrir el engaño. Midgette se mostró esquivo.

Desde temprana edad, a Andy Warhol le aquejaron emociones encontradas: ansiaba ser famoso, pero era por naturaleza tímido y pasivo. "Siempre he tenido un conflicto", diría después, "porque soy retraído, pero me gusta disponer de mucho espacio personal. Mi mamá me decía en todo momento: No seas prepotente, pero hazles saber a todos que estás ahí'." Al principio, Warhol trató de ser más agresivo, y se empeñó en complacer y cortejar. No dio resultado. Luego de diez años infructuosos, dejó de intentarlo, y cedió a su pasividad, sólo para descubrir el poder que otorga la reticencia.


Warhol comenzó este proceso en su obra, que cambió radicalmente a principios de la década de 1960. Sus nuevos cuadros de latas de sopa, billetes y otras conocidas imágenes no acribillaban de significados al espectador; de hecho, su significado era absolutamente elusivo, lo que no hacía sino incrementar su fascinación. Atraían por su inmediatez, su fuerza visual, su frialdad. Habiendo transformado su arte, Warhol también se transformó a sí mismo: como sus cuadros, se volvió pura superficie. Se preparó para retraerse, para dejar de hablar.


El mundo está lleno de temerarios, de personas que se imponen en forma agresiva. Quizá obtengan victorias temporales; pero cuanto más persisten, más desea la gente contrariarlas. No dejan espacio a su alrededor, y sin espacio no puede haber seducción. Los coquetos fríos generan espacio al permanecer esquivos y hacer que los demás los persigan. Su frialdad sugiere una holgada seguridad, cuya cercanía es apasionante, aunque en realidad podría no existir; el silencio de los coquetos fríos te hace querer hablar. Su contención, su apariencia de no necesitar de otras personas, nos impulsa a hacer cosas por ellos, ansiosos de la menor muestra de reconocimiento y favor. Quizá sea de locura tratar con los coquetos fríos —nunca se comprometen más tampoco dicen no, jamás permiten la proximidad—, pero en la mayoría de los casos terminamos por volver a ellos, adictos a la frialdad que proyectan. 

Recuerda: la seducción es un proceso de esconderse de la gente, de hacer que quiera perseguirte y poseerte. Finge distancia y la gente se volverá loca por obtener tu favor. Los seres humanos, como la naturaleza, aborrecemos el vacío, y la distancia y silencio emocionales nos inducen a llenar el hueco con palabras y calidez propias. A la manera de Warhol, aléjate y deja que los demás se peleen por ti.

Las mujeres [narcisistas] son las que más fascinan a los hombres. [...] El encanto de un niño radica en gran medida en su narcisismo, su autosuficiencia e inaccesibilidad, lo mismo que el de ciertos animales que parecen no interesarse en nosotros, como los gatos. [...] Es como si envidiáramos su capacidad para preservar un ánimo dichoso, una posición invulnerable en la libido que nosotros ya hemos abandonado. —Sigmund Freud.

CLAVES DE PERSONALIDAD.

El egoísmo es una de las cualidades más aptas para inspirar amor.
NATHANIEL HAWTHORNE.
Según la sabiduría popular, los coquetos son embaucadores consumados, expertos en incitar el deseo con una apariencia provocativa o una actitud tentadora. Pero la verdadera esencia de los coquetos es de hecho su habilidad para atrapar emocionalmente a la gente, y mantener a sus víctimas en sus garras mucho después de ese primer cosquilleo del deseo. Esta aptitud los coloca en las filas de los seductores más efectivas. Su éxito podría parecer extraño, ya que en esencia son criaturas frías y distantes; si alguna vez conocieras bien a una de ellas, percibirás su fondo de indiferencia y amor a sí misma. Podría parecer lógico que, habiéndote percatado de esta cualidad, adviertas las manipulaciones del coqueto y pierdas interés, pero lo común es lo opuesto. Tras años de coqueterías de Josefina, Napoleón sabía muy bien lo manipuladora que ella era. Pero este conquistador de imperios, este cínico y escéptico, no podía dejarla.


Para comprender el peculiar poder del coqueto, primero debes entender una propiedad crítica del amor y el deseo: entre más obviamente persigas a una persona, más probable es que la ahuyentes. Demasiada atención puede ser interesante un rato, pero pronto se vuelve empalagosa, y al final es claustrofóbica y alarmante. Indica debilidad y necesidad, una combinación poco seductora. Muy a menudo cometemos este error, pensando que nuestra persistente presencia es tranquilizadora. Pero los coquetos poseen un conocimiento inherente de esta dinámica. Maestros del repliegue selectivo, insinúan frialdad, ausentándose a veces para mantener a su víctima fuera de balance, sorprendida, intrigada. Sus repliegues los vuelven misteriosos, y los engrandecemos en nuestra imaginación. (La familiaridad, por el contrario, socava lo que imaginamos.) Un poco de distancia compromete más las emociones; en vez de enojamos, nos hace inseguras. Quizá a en realidad no le gastemos a esa persona, a lo mejor hemos perdido su interés. 

Una vez que nuestra vanidad está en juego, sucumbimos a el coqueto sólo para demostrar que aún somos deseables. Recuerda:  la esencia del coqueto no radica en el señuelo y la tentación, sino en la posterior marcha atrás, la reticencia emocional. Esta es la clave del deseo esclavizador.


Para adoptar el poder del coqueto, debes comprender otra cualidad: el narcicismo. Sigmund Freud caracterizó a la "mujer narcisista" ¿(obsesionada con su apariencia) como el tipo con mayor efecto sobre los hombres. De niños, explica Freud, pasamos por una fase narcisista sumamente placentera. Felizmente reservados e introvertidos, tenemos poca necesidad física de otras personas. Luego, poco a poco socializamos, y se nos enseña a prestar atención a los demás, aunque ' en secreto añoramos esos dichosos primeros días. La mujer narcisista le recuerda a un hombre ese periodo, y le causa envidia El contacto con ella podría restaurar tal sensación de introversión.


La independencia de la coqueta también desafía a un hombre: él quiere ser quien la vuelva dependiente, reventar su burbuja. Es mucho más probable, no obstante, que él termine siendo su esclavo, al concederle incesante atención a fin de conseguir su amor, y fracasar en esto. Porque la mujer narcisista no tiene necesidades emocionales; es autosuficiente. Y esto es asombrosamente seductor. La autoestima es decisiva en la seducción. (Tu actitud contigo mismo es percibida por la otra persona en formas sutiles e inconscientes.) Una autoestima baja repele, la seguridad y autosuficiencia atraen. Cuanto menos parezcas necesitar de los demás, es más probable que se sientan atraídos hacia ti. Comprende la importancia de esto en todas las relaciones y descubrirás que tu necesidad es más fácil de suprimir. Pero no confundas ensimismamiento con narcisismo seductor. Hablar de ti sin parar es eminentemente antiseductor, ya que no revela autosuficiencia, sino inseguridad. La coquetería se atribuye por tradición a las mujeres, y ciertamente esta estrategia fue durante siglos una de las pocas armas que ellas tenían para atraer y someter el deseo de un hombre. Uno de los ardides de la coqueta es el retiro de favores sexuales, truco que las mujeres han usado a todo lo largo de la historia: la gran cortesana francesa del siglo XVII Ninon de l'Enclos fue deseada por todos los hombres eminentes de Francia, pero no alcanzó auténtico poder hasta que dejó en claro que ya no se acostaría con un hombre por obligación. Esto desesperó a sus admiradores, condición que ella agudizaba otorgando temporalmente sus favores a un hombre, dándole acceso a su cuerpo por unos meses y devolviéndolo después a la partida de los insatisfechos. La reina Isabel 1 de Inglaterra llevó la coquetería al extremo, despertando deliberadamente los deseos de sus cortesanos, pero sin acostarse con ninguno.

Por mucho tiempo instrumento de poder social de las mujeres, la coquetería fue poco a poco adaptada por los hombres, en particular los grandes seductores de los siglos XVII y XVIII, quienes envidiaron ese poder femenino. Un seductor del siglo XVII, el duque de Lauzun, era un maestro para excitar a una mujer, y mostrarse distante después. Las mujeres se volvían locas por él. Hoy la coquetería no tiene género. En un mundo que desalienta la confrontación directa, el señuelo, la frialdad y el distanciamiento selectivo son una forma de poder indirecto que oculta con brillantez su agresividad.


Ante todo, el coqueto debe poder excitar al objeto de su atención. La atracción puede ser sexual, o la añagaza de la celebridad, sea lo que ésta implique. Al mismo tiempo, el coqueto emite señales contradictorias que estimulan respuestas contradictorias, hundiendo a la víctima en la confusión. La protagonista epónima de la novela francesa de Marivaux del siglo XVlll Metriana es la coqueta consumada. Para ir a la iglesia se viste con buen gusto, pero se deja el cabello un tanto desaliñado. En plena ceremonia, parece advertir su descuido y empieza a remediarlo, mostrando su brazo desnudo al hacerlo; esto no era para ser visto en una iglesia en el siglo xviii, y los ojos de todos los hombres se clavan en ella en ese instante. La tensión es mucho más intensa que si ella; estuviese afuera, o se hallara ordinariamente vestida. Recuerda: el flirteo obvio revelará con demasiada claridad tus intenciones. Es mejor que seas ambiguo, e incluso contradictorio, frustrando al mismo tiempo que estimulas.


El gran líder espiritual Jiddu Krishnamurti era un coqueto involuntario. Venerado por los teósofos como "maestro universal", Krishnamurti también era un dandy. Le gustaba la ropa elegante y era muy apuesto. Al mismo tiempo, practicaba el celibato, y tenía horror a que lo tocaran. En 1929 escandalizó a los teósofos del mundo entero al proclamar que no era dios ni gurú y que no quería seguidores. Esto no hizo más que incrementar su encanto:
las mujeres se enamoraron de él en gran número, y sus consejeros se volvieron más devotos aún. Física y psicológicamente, Krishnamurti emitía señales contradictorias. Mientras que predicaba un amor y aceptación generalizados, en su vida personal apartaba a la gente. Su atractivo y obsesión por su apariencia quizá le hayan merecido atención, pero por sí mismos no habrían hecho que las mujeres se enamoraran de él; sus lecciones de celibato y virtud espiritual le habrían producido discípulos, mas no amor físico. 

La combinación de estos rasgos, sin embargo, atraía y frustraba a la gente, dinámica de la coquetería que engendraba apego emocional y físico a un hombre que rehuía esas cosas. Su apartamiento del mundo no tenía otro efecto que acrecentar la devoción de sus seguidores.


La coquetería depende del desarrollo de una pauta para mantener confundida a la otra persona. Esta estrategia es muy eficaz. Al experimentar un placer una vez, anhelamos repetirlo; así, el coqueto nos brinda placer, pero luego lo retira. La alternancia de calor y frío es la pauta más común, y tiene diversas variaciones. La coqueta china del siglo VIII Yang Kuei-Fei esclavizó por completo al emperador Ming Huang con una pauta de bondad y severidad: habiéndolo hechizado con su bondad, de pronto se enojaba, y lo censuraba duramente por el menor error. Incapaz de vivir sin el placer que ella le daba, el emperador ponía de cabeza a la corte para complacerla cuando ella se enojaba o alteraba.


Sus lágrimas tenían un efecto similar: ¿qué había hecho él, por qué ella estaba tan triste? Al cabo se arruinó, y con él a su reino, por tratar de hacerla feliz. Lágrimas, enfado y culpa son todas ellas armas del coqueto. Una dinámica similar aparece en las riñas de los amantes: cuando una pareja pelea y luego se reconcilia, la dicha de la reconciliación no hace sino intensificar el afecto. Cualquier tipo de tristeza es seductora también, en particular si parece profunda, y aun espiritual, antes que menesterosa o patética: hace que la gente se acerque a ti.


Los coquetos nunca se ponen celosos: esto atentaría contra su imagen de fundamental autosuficiencia. Pero son expertos en causar celos: al poner atención en un tercero, creando así un triángulo de deseo, indican a sus víctimas que quizá ya no estén tan interesados en ellas. Esta triangulación es extremadamente seductora, en contextos sociales tanto como eróticos. Intrigado por el narcisismo de las mujeres, el propio Freud lo poseía, y su retraimiento volvía locos a sus discípulos. (Incluso dieron nombre a esto: "complejo de dios".) Comportándose como una especie de mesías, demasiado excelso para emociones triviales, Freud siempre guardó distancia de sus alumnos, a quienes apenas si invitaba a cenar, por ejemplo, y ante quienes envolvía su vida privada en el misterio. Sin embargo, a veces elegía un acólito en quien confiarse: Cari Jung, Otto Rank, Lou Andreas-Salomé. El resultado era que sus discípulos enloquecían tratando de obtener su favor, de ser los elegidos. Sus celos cuando él favorecía de repente a uno no hacían sino aumentar el poder de Freud sobre ellos. 

Las inseguridades naturales de la gente se acentúan en condiciones grupales; al guardar distancia, los coquetos dan origen a una competencia por su predilección. Si la habilidad de usar a terceros para poner celosos a los objetivos es una aptitud crucial de la seducción, Sigmund Freud fue un gran coqueto. Todas las tácticas del coqueto han sido adaptadas por los líderes políticos para enamorar al pueblo. Mientras emocionan a las masas, estos líderes preservan una indiferencia interna, lo que les permite mantener el control. Incluso, el científico político Roberto Michels ha llamado a esos políticos "coquetos fríos". Napoleón se hacía el coqueto con los franceses: luego de que los grandes éxitos de la campaña en Italia lo convirtieron en un héroe amado, dejó Francia para conquistar Egipto, en conocimiento de que, en su ausencia, el gobierno caería, la gente ansiaría su retorno y este amor serviría de base al engrandecimiento de su poder. Tras encender a las masas con un discurso vehemente, Mao Tse-Tung desaparecía mucho tiempo, para volverse objeto de culto. 

Pero nadie era más coqueto que el líder yugoslavo Josip Broz, Tito, quien alternaba entre la distancia y la identificación emocional con su pueblo. Todos estos líderes políticos eran narcisistas empedernidos. En tiempos difíciles, cuando la gente se siente insegura, el efecto de tal coquetería política resulta aún más eficaz. Conviene señalar que la coquetería es extremadamente efectiva en un grupo, pues estimula celos, amor e intensa devoción. Si adoptas este papel con un grupo, recuerda mantener distancia emocional y física. Esto te permitirá llorar y reír a voluntad, y proyectar autosuficiencia; y con tal desapego, podrás jugar con las emociones de la gente como si tocaras un piano.

Símbolo. La sombra. Es inasible. Persigue tu sombra y huirá; dale la espalda y te seguirá. Es también el lado oscuro de una persona, lo que la vuelve misteriosa. Habiéndonos dado placer, la sombra de su ausencia nos hace ansiar su regreso, como las nubes él sol.

PELIGROS.

Los coquetos enfrentan un peligro obvio: juegan con emociones explosivas. Cada vez que el péndulo oscila, el amor cambia a odio. Así, ellos deben orquestar todo con sumo cuidado. Sus ausencias no pueden ser muy largas, su enojo debe ser seguido pronto con sonrisas. Los coquetos pueden mantener atrapadas emocionalmente a sus víctimas mucho tiempo, pero al paso de meses o años esta dinámica podría resultar tediosa. Jiang Qing, después conocida como Madame Mao, se sirvió de la coquetería para conquistar el corazón de Mao Tse-Tung; pero diez años más tarde, las peleas, lágrimas y frialdad se habían vuelto irritantes, y la irritación más fuerte que el amor, de modo que Mao tomó distancia. Josefina, más admirable coqueta, podía hacer ajustes, y pasar un año entero sin portarse esquiva ni distante con Napoleón. ¡Todo se reduce a saber elegir el momento oportuno! Por otra parte, el coqueto incita emociones muy fuertes, y los rompimientos suelen ser temporales. El coqueto causa adicción: tras el fracaso del plan social de Mao llamado el Gran Salto Adelante, Madame Mao pudo restablecer su poder sobre su devastado marido. El coqueto frío puede incitar un odio particularmente profundo. Valerie Solanas fue una joven que cayó bajo el hechizo de Andy Warhol. Había escrito una obra de teatro que lo divirtió, y tuvo la impresión de que él podía llevarla a la pantalla. Se imaginó convertida en celebridad. También se involucró en el movimiento feminista, y cuando en junio de 1968 se dio cuenta de que Warhol jugaba con ella, dirigió contra él su creciente ira contra los hombres y le disparó tres veces, con lo que estuvo a punto de matarlo. Los coquetos fríos pueden estimular sentimientos antes intelectuales que eróticos, menos pasión que fascinación. El odio que pueden suscitar es aún más insidioso y arriesgado, porque no tiene como contrapeso un amor profundo. Así, deben comprender los límites del juego, y los perturbadores efectos que ellos pueden tener en personas poco estables.


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