El Encantador

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El encantador.
El encanto es la seducción sin sexo. Los encantadores son manipuladoras consumadas que encubren su destreza generando un ambiente de bienestar y placer. 

Su método es simple: desviar la atención de sí mismos y dirigirla a su objetivo. Comprenden tu espíritu, sienten tu pena, se adaptan a tu estado de ánimo. En presencia de un encantador, te sientes mejor. 

Los encantadores no discuten, pelean, se quejan ni fastidian: ¿qué podría ser más seductor? Al atraerte con su indulgencia, te hacen dependiente de ellos, y su poder aumentar. Aprende a ejercer el hechizo del encantador apuntando a las debilidades primarias de la gente: vanidad y amor propio.

EL ARTE DEL ENCANTO.

La sexualidad es sumamente perturbadora. Las inseguridades y emociones que suscita pueden interrumpir a menudo una relación que de otra manera se profundizaría y perduraría. La solución del encantador es satisfacer los aspectos tentadores y adictivos de la sexualidad —la atención concentrada, el mayor amor propio, el cortejo placentero, la comprensión (real o ilusoria)—, pero sustraer el sexo mismo. Esto no quiere decir que el encantador reprima o desaliente la sexualidad; bajo la superficie de toda tentativa de encantamiento acecha un señuelo sexual, una posibilidad. El encanto no puede existir sin un dejo de tensión sexual. Pero tampoco puede sostenerse a menos que el sexo se mantenga a raya o en segundo plano.


La palabra "encanto" procede del latín incanmmentum, "engaño", aunque también "conjuro", en el sentido de "pronunciación de fórmulas mágicas". El encantador conoce implícitamente este concepto, hechiza dándole a la gente algo que mantiene su atención, que le fascina. Y el secreto para captar la atención de la gente, y reducir al mismo tiempo sus facultades racionales, es atacar aquello sobre lo que tiene menos control: su ego, vanidad y amor propio. Como dijo Benjamín Disraeli: "Háblale a un hombre de sí mismo y escuchará horas enteras". Esta estrategia no debe ser obvia; la sutileza es la gran habilidad del encantador. Para evitar que su objetivo entrevea sus esfuerzos, sospeche y hasta se aburra, es esencial un tacto ligero. El encantador es como un rayo de luz que no afecta de modo directo a un objetivo, sino que lo baña con un resplandor gratamente difuso.


El encantamiento puede aplicarse a un grupo tanto como a un individuo: un líder puede encantar a la gente. La dinámica es similar. Las siguientes son las leyes del encanto, entresacadas de los casos de los encantadores más exitosos de la historia.


Haz de tu objetivo el centro de Mención. Los encantadores se pierden en segundo plano; sus objetivos son su tema de interés. Para ser un encantador, debes aprender a escuchar y observar. Deja hablar a tus objetivos, y con ello quedarán al descubierto. Al conocerlos mejor —sus fortalezas, y sobre todo sus debilidades—, podrás individualizar tu atención, apelar a sus deseos y necesidades específicos y ajustar tus halagos a sus inseguridades. Adaptándote a su espíritu y empatizando con sus congojas, los harás sentir mayores y mejores, y confirmarás su autoestima. Hazlos la estrella del espectáculo y cobrarán adicción y dependencia de ti. En un plano masivo, ten gestos de sacrificio (por falsos que sean) para mostrar a la gente que compartes su dolor y trabajas en su interés, puesto que el interés propio es la forma pública del egotismo.
Sé una fuente de placer. Nadie quiere enterarse de tus problemas y dificultades. Escucha las quejas de tus objetivos, pero sobre todo distráelos de sus problemas dándoles placer. (Haz esto con la frecuencia suficiente y caerán bajo tu hechizo.) Ser alegre y divertido siempre es más encantador que ser serio y censurador. De igual forma, una presencia enérgica es más cautivante que la letargia, la cual insinúa aburrimiento, un enorme tabú social; y la elegancia y el estilo se impondrán usualmente sobre la vulgaridad, pues a la mayoría de la gente le gusta asociarse con lo que considera elevado y culto. En política, brinda ilusión y mito más que realidad. 

En vez de pedir a los demás que se sacrifiquen por el bien común, habla de solemnes temas morales. Un llamamiento que haga sentir bien a la gente se traducirá en votos y poder.
Convierte él antagonismo en armonía. La corte es un caldero de rencor y envidia, en el que la amargura de un solo Casio perturbador puede tornarse pronto conspiración. El encantador sabe cómo resolver un conflicto. Jamás provoques antagonismos que resulten inmunes a tu encanto; frente a los agresivos, retírate, déjalos conseguir sus pequeñas victorias. Cesión e indulgencia harán que, a fuerza de encanto, todo posible enemigo deponga su ira. Nunca critiques abiertamente a la gente; esto la hará sentirse insegura, y se resistirá al cambio. Siembra ideas, insinúa sugerencias. Encantada por tus habilidades diplomáticas, la gente no notará tu creciente poder.
Induce a tus víctimas al sosiego y la comodidad. El encanto es como el truco del hipnotista con el reloj oscilante: entre más se relaje el objetivo, más fácil te será inclinarlo a tu voluntad. La clave para hacer que tus víctimas se sientan cómodas es ser su reflejo, adaptarse a sus estados de ánimo. Las personas son narcisistas; se sienten atraídas por quienes se parecen más a ellas. Da la impresión de que compartes sus valores y gustos, de que comprendes su espíritu, y caerán bajo tu hechizo. Esto da excelentes resultados si eres de fuera: demostrar que compartes los valores de tu grupo o país de adopción (que has aprendido su idioma, que prefieres sus costumbres, etcétera) es sumamente encantador, ya que esa preferencia es para ti una decisión, no un asunto de nacimiento. Jamás hostigues ni seas demasiado persistente; estas irritantes cualidades destruirán la relajación que necesitas para hechizar.
Muestra serenidad ydominio de ti mismo ante la adversidad. La adversidad y los reveses brindan en realidad las condiciones perfectas para el encantamiento. Exhibir un aspecto tranquilo y sereno frente a lo desagradable relaja a los demás. Te hace parecer paciente, como a la espera de que el destino te ofrezca una carta mejor, o seguro de que puedes cautivar a la suerte misma. Nunca muestres enojo, mal humor o deseo de venganza, todas ellas perjudiciales emociones que pondrán a la gente a la defensiva. En la política de grupos grandes, da la bienvenida a la adversidad como una oportunidad para exhibir las encantadoras cualidades de la magnanimidad y el aplomo. Que otros se pongan nerviosas y se disgusten; el contraste redundará en tu favor. Nunca te lamentes, nunca te quejes, nunca intentes justificarte.


Vuélvete útil. Si la ejerces con sutileza, tu capacidad para mejorar la vida de los demás será endiabladamente seductora. Tus habilidades sociales resultarán importantes en este caso: crear una amplia red de aliados te dará la fuerza necesaria para vincular a las personas entre sí, lo que les hará sentir que conocerte les facilita la existencia. Esto les algo que nadie puede resistir. La continuidad es la clave: muchas personas encantarán prometiendo grandes cosas —un mejor trabajo, un nuevo contacto, un gran favor—; pero si no las cumplen, se halan de enemigos en vez de amigos. Cualquiera puede prometer algo; lo que te distingue, y te vuelve encantador, es tu capacidad para cumplir, para honrar tu promesa con una acción firme. A la inversa, si alguien te hace un favor, manifiesta tu gratitud en forma concreta. En un mundo de humo y alarde, la acción real y la verdadera utilidad son quizá el máximo encanto.

EJEMPLOS DE ENCANTADORES.

1.- A principios de la década de 1870, la rema Victoria de Inglaterra llegó a un mal momento en su vida. Su amado esposo, el príncipe Alberto, había muerto en 1861, dejándola más que acongojada. En todas sus decisiones, ella siempre había confiado en su consejo; era demasiado inculta e inexperta para actuar de otra forma, o al menos así se le había hecho sentir. En realidad, con la muerte de Alberto los debates y asuntos políticos habían terminado por aburrirle en extremo. Victoria se apartó gradualmente de la vista pública. En consecuencia, la monarquía perdía popularidad, y por lo tanto poder. 

En 1874, el partido conservador asumió el gobierno, y su líder, Benjamín Disraeli, de setenta años de edad, se convirtió en primer ministro. El protocolo de toma de posesión de su cargo le exigía presentarse en el palacio para sostener una reunión privada con la reina, entonces de cincuenta y cinco años. No habría sido posible imaginar dos colegas más disparejos: Disraeli, judío de nacimiento, era de piel morena y rasgos exóticos para los estándares ingleses; de joven había sido un dandy, su atuendo había rayado en lo extravagante y él había escrito novelas populares de estilo romántico, y aun gótico. 

La reina, por su parte, era adusta y obstinada, de actitud formal y gusto simple. Para complacerla, se aconsejó a Disraeli moderar su natural elegancia; pero él no hizo caso a lo que todos le dijeron, y apareció ante ella como un príncipe galante, se postró sobre una rodilla, tomó su mano, se la besó y dijo: "Empeño mi palabra a la más bondadosa de las señoras". Prometió que, en adelante, su labor consistiría en hacer realidad los sueños de Victoria. Elogió tan exageradamente sus cualidades que ella se sonrojó; pero, por increíble que parezca, la reina no lo juzgó cómico ni ofensivo, sino que salió sonriendo de la entrevista. Quizá debía dar una oportunidad a ese hombre tan extraño, pensó, y esperó a ver qué haría después.


Victoria empezó a recibir pronto informes de Disraeli —sobre debates parlamentarios, asuntos políticos, etcétera— completamente distintos a los escritos por otros primeros ministros. Dirigiéndose a ella como "Reina Benefactora", y dando a los diversos enemigos de la monarquía todo tipo de infames nombres en clave, llenaba sus notas de chismes. En un mensaje sobre un nuevo miembro del gabinete, escribió: 'llene más de uno noventa de estatura; como los de San Pedro en Roma, nadie repara al principio en sus dimensiones. Pero posee la sagacidad del elefante tanto como su figura". El espíritu despreocupado e informal del primer ministro rayaba en falta de respeto, pero la reina estaba fascinada.
Leía vorazmente sus informes y, casi sin darse cuenta, su interés en la política renació. 

Al principio de su relación, Disraeli le regaló a la reina todas sus novelas. Ella le obsequió a cambio el único libro que había escrito, Journal of Our Life in the Highlands. Desde entonces, en sus cartas y conversaciones con ella él soltaba la frase "Nosotros los autores...". La reina resplandecía de orgullo. Ella a su vez lo sorprendía elogiándole frente a otras personas: sus ideas, sentido común e intuición femenina, decía él, la igualaban a Isabel 1. Rara vez Disraeli discrepaba de ella. En reuniones con otros ministros, él se volvía de pronto a pedirle consejo. En 1875, cuando se las arregló para comprar el Canal de Suez al muy endeudado jedive de Egipto, Disraeli presentó su logro a la reina como realización de sus ideas sobre la expansión del imperio británico. Ella no sabía por qué, pero su seguridad en sí misma crecía a pasos agigantados.


En una ocasión, Victoria mandó flores a su primer ministro. El correspondió el favor tiempo después, y le envió prímulas, una flor tan común que otras destinatarias habrían podido ofenderse; pero el ramo iba acompañado por esta nota: "De todas las flores, la que conserva más tiempo su belleza es la dulce prímula". Disraeli envolvía poco a poco a Victoria en una atmósfera de fantasía, en la que todo era metáfora, y la sencillez de esa flor simbolizaba por supuesto a la reina, y también la relación entre ambos líderes. Victoria mordió el anzuelo: las prímulas eran pronto sus flores favoritas. De hecho, todo lo que i Disraeli hacía merecía ya su aprobación. Ella le permitía tomar asiento en su presencia, privilegio inaudito. Uno y otro empezaron a inter-[ cambiar tarjetas de San Valentín cada febrero. 

La reina preguntaba a I la gente qué había dicho Disraeli en una fiesta; cuando él prestó demasiada atención a la emperatriz Augusta de Alemania, ella se puso celosa. Los miembros de la corte se preguntaban qué había sido de la : formal y obstinada mujer que ellos conocían; la reina actuaba como una niña encaprichada.

En 1876, Disraeli promovió en el parlamento un proyecto de ley ; para declarar a Victoria "reina emperatriz". La soberana no cupo en sí de alegría. Por gratitud, y sin duda también por estimación, elevó a l ese dandy y novelista judío a la dignidad de lord, nombrándolo conde I de Beaconsfield, realización de un sueño de toda la vida. Disraeli sabía lo engañosas que pueden ser las apariencias: la gente lo había juzgado siempre por su semblante y modo de vestir, y él había aprendido a no hacer nunca lo mismo con ella. 

Así, no se dejó en-l ganar por el aspecto adusto y grave de la reina Victoria. Debajo de él, intuyó, había una mujer anhelante de que un hombre apelara a su lado femenino; una mujer afectuosa, cordial, incluso sexual. El grado en que este lado de Victoria había sido reprimido revelaba meramente la intensidad de los sentimientos que él removería una vez derretida su reserva.


El método de Disraeli consistió en apelar a dos aspectos de la personalidad de Victoria que otros individuos habían acallado: su seguridad en sí misma y su sexualidad. Él era un maestro para halagar; el ego de una persona. Como comentó una princesa inglesa: "Cuando salí del comedor tras haberme sentado junto a Mister Gladstone, pensé que él era el hombre más listo de Inglaterra. 

Pero luego de haberme sentado junto a Mister Disraeli, pensé que yo era la mujer más lista de Inglaterra". Disraeli obraba su magia con un toque delicado, que insinuaba una atmósfera divertida y relajada, en particular en relación con la política. Una vez que la reina bajó la guardia, él volvió ese estado anímico un poco más cálido, un poco más sugestivo, sutilmente sexual, aunque desde luego sin un flirteo declarado. Disraeli hizo sentir a Victoria deseable como mujer y talentosa como monarca. ¿Cómo podía ella resistirse? ¿Cómo podía negarle algo? - Nuestra personalidad suele estar moldeada por la forma como nos tratan: si nuestros padres o cónyuge son defensivos o discutidores con nosotros, tenderemos a reaccionar de la misma manera. 

Nunca confundas los rasgos externos de la gente con la realidad, porque el carácter que ella muestra en la superficie podría ser un mero reflejo de las personas con las que ha estado más en contacto, o una fachada que encubre lo contrario. Una apariencia áspera podría ocultar a una persona que muere por recibir cordialidad; un tipo reprimido y de aspecto grave bien podría estar haciendo un esfuerzo por esconder emociones incontrolables. Esta es la clave del encantamiento: fomentar lo reprimido o negado.


Al mimar a la reina y convertirse en una fuente de placer para ella, Disraeli pudo ablandar a una mujer que se había vuelto dura y pendenciera. La indulgencia es un poderoso instrumento de seducción: es difícil enojarse o ponerse a la defensiva con alguien que parece estar de acuerdo con tus opiniones y gustos. Las encantadoras pueden parecer más débiles que sus objetivos, pero al final son la parte más fuerte, porque han privado a la otra de su capacidad para resistirse.
2.- En 1971, el financiero y estratega del partido demócrata de Estados Unidos, Averell

Harriman vio que su vida se acercaba a su fin. Tenía setenta y nueve años; su esposa, Marie, con quien había estado casado mucho tiempo, acababa de morir, y su carrera política parecía haber terminado, estando los demócratas fuera del gobierno. Sintiéndose viejo y deprimido, se resignó a pasar sus últimos años con sus nietos en tranquilo retiro. Meses después de la muerte de Marie, Harriman fue invitado a una fiesta en Washington. Ahí encontró a una vieja amiga, Pamela Churchill, a quien había conocido durante la segunda guerra mundial, en Londres, donde se le envió como emisario personal del presidente Franklin D. Roosevelt. Ella tenía entonces veintiún años, y era la esposa del hijo de Winston Churchill, Randolph. Desde luego, había mujeres más hermosas que ella en esa ciudad, pero ninguna había sido tan grata compañía: Pamela era muy atenta, escuchaba los problemas de Averell, se hizo amiga de la hija de éste (eran de la misma edad) y lo serenaba cada vez que se veían. Marie se había quedado en Estados Unidos, y Randolph estaba en el ejército, así que, mientras llovían bombas sobre Londres, Averell y Pamela iniciaron una aventura. Y en los muchos años tras la guerra, ella se había mantenido en contacto: él se enteró de su ruptura matrimonial, y de su interminable serie de romances con los playboys más ricos de Europa. Pero no la había visto desde su regreso a Estados Unidos, y al lado de su esposa. Era una extraña coincidencia toparse con Pamela justo en ese momento de su vida.


En aquella fiesta, Pamela sacó a Harriman de su concha, se rio de sus chistes y lo indujo a hablar de Londres en los gloriosos días de la guerra. El sintió recuperar su antigua fuerza, que era él quien encantaba a ella. Días después, Pamela pasó a verlo a una de sus casas de fines de semana. Harriman era uno de los hombres más ricos del mundo, pero no un derrochador; Marie y él habían tenido una vida espartana. Pamela no hizo ningún comentario, pero cuando lo invitó a su casa, él no pudo menos que notar la brillantez y vibración de su vida: flores por todas partes, hermosa ropa de cama, platillos maravillosos (ella parecía estar al tanto de todas sus comidas favoritas). Averell conocía su fama de cortesana y comprendía que su propia riqueza constituyera un atractivo para ella, pero estar a su lado era tonificante, y ocho semanas después de esa fiesta se casaron.

Pamela no se detuvo ahí. Convenció a su esposo de donar a la National Gallera las obras de arte que Marie coleccionaba. También logró que se desprendiera de algo de su dinero: un fideicomiso para Winston, el hijo de ella; nuevas casas, remodelaciones constantes. Su método fue sutil y paciente; de alguna manera hacía que Averell se sintiera bien al darle lo que ella quería. En unos años, casi no quedaban huellas de Marie en la vida de ambos. Harriman pasaba menos tiempo con sus hijos y nietos. Parecía vivir una segunda juventud.


En Washington, los políticos y sus esposas veían a Pamela con desconfianza. Creían1 entrever sus verdaderos propósitos, y eran inmunes a su encanto, o al menos eso creían. Pero siempre iban a las frecuentes fiestas que ella organizaba, justificándose con la idea de que asistirían personas poderosas. Todo en esas fiestas estaba calibrado para crear una atmósfera relajada e ultima. Nadie se sentía ignorado: las personas poco importantes terminaban platicando con Pamela, abriéndose a esa atenta mirada suya. Ella las hacía sentir poderosas y respetadas. Luego les enviaba una nota personal o un regalo, a menudo en referencia a algo que habían mencionado en su conversación con ella. Las esposas que la habían llamado cortesana, y cosas peores, cambiaron poco a poco de opinión. Los hombres la consideraban no sólo cautivadora, sino también útil: sus relaciones en el mundo entero eran invaluables. Ella podía ponerlos en contacto con la persona indicada sin que ellos tuvieran que pedirlo siquiera. Las fiestas de los Harriman se convirtieron pronto en actos de recaudación de fondos para el partido demócrata. A gusto, sintiéndose elevados por la aristocrática atmósfera que Pamela creaba y la importancia que les concedía, los visitantes vaciaban sus carteras sin saber por qué. Así habían actuado, por supuesto, todos los hombres con quienes ella había convivido hasta entonces.


Averell Harriman murió en 1986. Para entonces Pamela era tan rica y poderosa que ya no tenía necesidad de un hombre a su lado. En 1993 se le nombró embajadora de Estados Unidos en Francia, y transfirió fácilmente su encanto personal y social al mundo de la diplomacia política. Aún trabajaba al morir, en 1997.


A menudo reconocemos como tales a los encantadores: sentimos su ingenio. (Sin duda Harriman comprendió que su encuentro con Pamela Churchill, en 1971, no fue una coincidencia.) No obstante, siempre caemos bajo su hechizo. La razón es simple: la sensación que las encantadoras brindan es tan rara que bien vale la pena.

El mundo está lleno de personas absortas en sí mismas. En su presencia, sabemos que todo en nuestra relación con ellas gira a su alrededor: sus inseguridades, necesidades, anhelo de atención. Esto refuerza nuestras tendencias egocéntricas; nos cenamos para protegernos. Este es un síndrome que no hace sino volvernos más indefensos ante los encantadores. Primero, ellos no hablan mucho de sí mismos, lo que aumenta su misterio y oculta sus limitaciones. Segundo, parecen interesarse en nosotros, y su interés es tan delicioso e intenso que nos relajamos y abrimos a ellos. Por último, los encantadores son una compañía grata. No tienen ninguno de los defectos de la mayoría de la gente: no son rezongones, ni quejumbrosos. Parecen saber qué es lo que complace. La suya es una calidez difusa: unión sin sexo. (Podría pensarse que una geisha es sexual tanto como encantadora; pero su poder no reside en los favores sexuales que presta, sino en su rara y modesta atención.) Inevitablemente, nos volvemos adictos, y dependientes. Y la dependencia es la fuente del poder del encantador.


Las personas dotadas de belleza física, y que explotan esa belleza para generar una presencia sexualmente intensa, tienen a la larga poco poder; la flor de la juventud se marchita, siempre hay alguien más joven y hermoso, y en todo caso la gente se cansa de la belleza sin gracia social. Pero jamás se cansa de sentir confirmada su autoestima. Conoce el poder que puedes ejercer haciendo que la otra persona se sienta la estrella. La clave es difuminar tu presencia sexual: crear una vaga y cautivadora sensación de excitación mediante un coqueteo generalizado, una socializada sexualidad constante, adictiva y nunca satisfecha del todo.

3.- En diciembre de 1936, Chiang Kai-shek, líder de los nacionalistas chinos, fue capturado por un grupo de soldados suyos, molestos por sus medidas: en vez de combatir a los japoneses, que acababan de invadir China, proseguía en su guerra civil contra los ejércitos comunistas de Mao Tse-Tung. Esos soldados no veían ninguna amenaza en Mao; Chiang había aniquilado casi por completo a los comunistas. De hecho, creían que debía unir fuerzas con Mao contra el enemigo común; eso era lo verdaderamente patriótico por hacer. Los soldados creyeron que, capturándolo, podían obligar a Chiang a cambiar de opinión, pero él era un hombre obstinado. Como él era el principal impedimento para una guerra unificada contra los japoneses, los soldados contemplaron la posibilidad de hacerlo ejecutar, o de entregarlo a los comunistas.


Mientras Chiang estuviera en prisión, no podía menos que imaginar lo peor. Días después recibió la visita de Chou En-lai, antiguo amigo y entonces líder comunista. Cortés y respetuosamente, Chou argumentó a favor de un frente unido: comunistas y nacionalistas contra los japoneses. Pero Chiang no quería saber nada de eso; odiaba con pasión a los comunistas, y se alteró sobremanera. Firmar un acuerdo con ellos en esas circunstancias, vociferó, sería humillante, y él perdería su honor ante su ejército. Imposible. Que lo mataran si creían estar en su deber.
Chou escuchó, sonrió y apenas si dijo una palabra. Cuando Chiang terminó su perorata, le dijo que entendía su preocupación por el honor, pero que lo honorable para ellos era olvidar sus diferencias y combatir al invasor. Chiang podría conducir ambos ejércitos. Finalmente, Chou dijo que por ninguna razón permitiría que sus compañeros comunistas, y nadie en realidad, ejecutara a un hombre tan distinguido como Chiang Kai-shek. El líder nacionalista quedó asombrado y conmovido.

AI día siguiente, Chiang salió de la prisión escoltado por guardias comunistas, quienes lo trasladaron a un avión de su ejército y lo devolvieron a su cuartel. Al parecer, Chou había aplicado esta medida por iniciativa propia; porque cuando la noticia llegó a oídos de otros líderes comunistas, se indignaron: Chou debía haber obligado a Chiang a pelear contra los japoneses, u ordenado su ejecución; liberarlo sin concesiones era el colmo de la pusilanimidad, y Chou lo pagaría. Chou no dijo nada, y esperó. Meses después, Chiang firmó un acuerdo para poner fin a la guerra civil y unirse a los comunistas contra los japoneses. Parecía haber llegado solo a esta decisión, y su ejército la respetó; no podía dudar de sus motivos.


Operando en común, nacionalistas y comunistas expulsaron de China a los japoneses. Pero los comunistas, a quienes Chiang casi había destruido previamente, aprovecharon este periodo de colaboración para recuperar fuerzas. Una vez ausentes los japoneses, la emprendieron contra los nacionalistas, quienes, en 1949, fueron obligados a dejar la China continental por la isla de Formosa, hoy Taiwán.


Mao visitó entonces la Unión Soviética. China estaba en condiciones terribles y en desesperada necesidad de asistencia, pero Stalin desconfiaba de los chinos, y sermoneó a Mao por los muchos errores que había cometido. Mao se defendió. Stalin decidió dar una lección a ese joven advenedizo: no daría nada a China. Los ánimos se exaltaron. Mao envió de urgencia por Chou En-lai, quien llegó al día siguiente y se puso a trabajar de inmediato.


En las largas sesiones de negociación, Chou fingió disfrutar del vodka de sus anfitriones. Nunca discutió, y de hecho aceptó que los chinos habían cometido muchos errores, y tenían mucho que aprender de los experimentados soviéticos: "Camarada Stalin", dijo a este último, "el nuestro es el primer gran país de Asia en sumarse al bando socialista, bajo la dirección de usted". Chou había llegado preparado con todo tipo de precisos diagramas y gráficas, sabiendo que a los rusos les gustaban esas cosas. Stalin se entusiasmó con él. Las negociaciones continuaron, y días después del arribo de Chou las partes firmaron un tratado de asistencia mutua, mucho más beneficioso para los chinos que para los soviéticos.
En 1959, China estaba otra vez en enormes dificultades. El Gran Salto Adelante de Mao, un intento por desencadenar una súbita revolución industrial en China había sido un fracaso devastador. La gente estaba enojada: se moría de hambre mientras los burócratas de Pekín vivían bien. Muchos funcionarios de Pekín, Chou entre ellos, volvieron a sus respectivas ciudades natales para tratar de poner orden. La mayoría lo logró con sobornos —prometiendo toda clase de favores—, pero Chou procedió de otra manera: visitó el cementerio de sus antepasados, donde estaban sepultadas generaciones enteras de su familia, y ordenó retirar las lápidas y enterrar los ataúdes más abajo. La tierra podría cultivarse entonces para producir alimentos. En términos confucianos (y Chou era un obediente confuciano), esto era sacrilegio, pero todos sabían qué significaba: que Chou estaba dispuesto a sufrir en lo personal. Todos debían sacrificarse, aun los líderes. Su gesto tuvo un inmenso impacto simbólico.


Cuando Chou murió, en 1976, un desbordamiento extraoficial y desorganizado de pesar público tomó por sorpresa al gobierno. No entendía cómo un hombre que había trabajado tras bastidores, y rehuido a la adoración de las masas, había podido conquistar tal afecto. La captura de Chiang Kai-shek fue un momento crucial en la guerra civil. Ejecutarlo habría sido desastroso: Chiang había mantenido unido al ejército nacionalista, y sin él éste podía dividirse en facciones, lo que permitiría a los japoneses invadir el país. Obligarlo a firmar un acuerdo tampoco habría servido de nada: él se habría desprestigiado ante su ejército, jamás habría honrado el acuerdo y habría hecho todo lo posible por vengar su humillación. Chou sabía que ejecutar o forzar a un cautivo no hace más que envalentonar a un enemigo, y tiene repercusiones imposibles de controlar. El encantamiento, por el contrario, es un arma de manipulación que oculta sus maniobras, lo que permite obtener la victoria sin provocar el deseo de venganza.


Chou influyó perfectamente en Chiang, mostrándole respeto, haciéndose pasar por inferior a él, permitiéndole transitar del temor de la ejecución al alivio de una liberación inesperada. Al general nacionalista se le autorizó marcharse con su dignidad intacta. Chou sabía que todo esto lo ablandaría, sembrando la semilla de la idea de que quizá los comunistas no eran tan malos después de todo, y de que él podía cambiar de opinión sobre ellos sin parecer débil, en particular si lo hacía en forma independiente, no estando en prisión. Chou aplicó la misma filosofía a cada una de las situaciones descritas: mostrarse inferior, inofensivo y humilde. Esto importará si al final obtienes lo que quieres: tiempo de recuperación de una guerra civil, un tratado, la buena voluntad de las masas. El tiempo es tu principal anua. Conserva pacientemente en tu cabeza tu meta a largo plazo, y ni una persona ni un ejército podrán oponerte resistencia. 

Y el encanto es la mejor manera de ganar tiempo, o de ampliar tus opciones en cualquier situación. Por medio del encanto puedes seducir a tu enemigo para hacerlo retroceder, lo que te concederá el espacio psicológico que necesitas para urdir una contra estrategia efectiva. La clave es lograr que a los demás los venzan sus emociones mientras tú permaneces indiferente. Ellos podrán sentirse agradecidos, felices, conmovidos, arrogantes: lo que sea, siempre y cuando sientan. Una persona emotiva es una persona distraída. Dale lo que quiere, apela a su interés propio, hazla sentir superior a ti. Cuando un bebé toma un cuchillo filoso, no trates de arrebatárselo; en cambio, mantén la calma, ofrécele dulces, y el bebé soltará el cuchillo para tomar el bocado tentador que le brindas.
4.- En 1761 murió la emperatriz Isabel de Rusia, y su sobrino ascendió al trono, bajo el nombre de Pedro III. Pedro había sido siempre un niño en el fondo —jugaba con soldados de juguete mucho después de la edad apropiada para ello—, y entonces, como zar, podría hacer finalmente lo que se le antojara, y que el mundo rabiase. Así, firmó con Federico el Grande un tratado muy favorable para el soberano extranjero (Pedro adoraba a Federico, y en particular la disciplina con que marchaban sus soldados prusianos). Esta fue una debacle en los hechos; pero en asuntos relativos a la emoción y la etiqueta, Pedro fue más injurioso todavía: se negó a guardar luto con propiedad por su tía la emperatriz, y reanudó sus juegos de guerra y sus fiestas pocos días después del funeral. ¡Qué contraste con su esposa, Catalina! Ella se mostró respetuosa durante el sepelio, aún vestía de negro meses después y a toda hora se le veía junto a la tumba de Isabel, rezando y llorando. No era rusa siquiera, sino una princesa alemana que había llegado al este para casarse con Pedro, en 1745, sin saber una sola palabra de la lengua nacional. Aun el más rústico campesino sabía que Catalina se había convertido a la Iglesia ortodoxa rusa, y que había aprendido a hablar ruso con increíble rapidez, y soltura. Ella era en el fondo, se pensaba, más rusa que todos esos petimetres de la corte.


Durante esos difíciles meses, mientras Pedro ofendía a casi todos en el país, Catalina mantuvo discretamente un amante, Grigori Orlov, teniente de la guardia real. Fue por medio de Orlov que se esparció la noticia de su piedad, su patriotismo, su aptitud para gobernar; de cuánto mejor era seguir a esa mujer que servir a Pedro. A altas horas de la noche, Catalina y Orlov conversaban, y él le decía que el ejército estaba con ella y la instaba a dar un golpe de Estado. Ella escuchaba con atención, pero siempre contestaba que no era momento para tales cosas. Orlov se preguntaba si quizá ella era demasiado delicada y pasiva para una decisión tan importante.


El régimen de Pedro fue represivo, y los arrestos y ejecuciones se acumularon. Él también se volvió más abusivo con su esposa, amenazando con divorciarse y casarse con su amante. Una noche de copas, fuera de sí por el silencio de Catalina y su incapacidad para provocarla, él ordenó su arresto. La noticia se propagó pronto, y Orlov corrió a advertir a Catalina que se le encarcelaría o ejecutaría a menos que actuara rápido. Esta vez Catalina no discutió: se puso su vestido de luto más sencillo, apenas si se arregló el cabello, siguió a Orlov hasta un carruaje que la esperaba y se precipitó al cuartel del ejército. Ahí los soldados se postraron y besaron la orla de su vestido: habían oído hablar mucho de ella, pero nadie la había visto nunca en persona, y les pareció una estatua de la Virgen que hubiese cobrado vida. Le dieron un uniforme militar, maravillándose de lo hermosa que se veía con ropa de hombre, y marcharon bajo el mando de Orlov al Palacio de Invierno. 

La procesión creció conforme atravesaba las calles de San Petersburgo. Todos aplaudían a Catalina, todos pensaban que Pedro debía ser destronado. Pronto llegaron sacerdotes a dar a Catalina su bendición, lo que emocionó aún más al pueblo. Y en medio de todo eso, ella guardaba silencio y dignidad, como dejando todo en manos del destino.
Cuando Pedro se enteró de esa rebelión pacífica, se puso histérico, y aceptó abdicar esa misma noche. Catalina se volvió emperatriz sin una sola batalla, y ni siquiera un disparo. De niña, Catalina había sido inteligente y animosa. Como su madre quería una hija obediente antes que deslumbrante, y que fuera por lo tanto un buen partido, la niña fue sometida a una constante andanada de críticas, contra las que desarrolló una defensa: aprendió a parecer totalmente deferente con otras personas, como vía para neutralizar su agresividad. Si era paciente y no insistía, en vez de atacarla ellas caerían bajo su hechizo. Cuando Catalina llegó a Rusia —a los dieciséis años de edad, sin un amigo ni aliado en el país—, aplicó las habilidades que había aprendido en el difícil trato con su madre. Ante los monstruos de la corte —la imponente emperatriz Isabel, su infantil esposo Pedro, los interminables intrigantes y traidores—, ella hacía reverencias, complacía, esperaba y encantaba. Desde tiempo atrás deseaba gobernar como emperatriz, y sabía lo incorregible que era su esposo. ¿Pero de qué le habría servido tomar el poder por la fuerza, haciendo un reclamo que sin duda algunos considerarían ilegítimo, y luego tener que preocuparse siempre de que se le destronara a su vez? No, era preciso esperar el momento indicado, y ella tenía que lograr que el pueblo la llevara al poder. Era un estilo femenino de revolución: al ser pasiva y paciente, Catalina insinuaba no interesarse en el poder. El efecto fue calmante, encantador.


Siempre habrá personas difíciles que debamos enfrentar: el inseguro crónico, el obstinado irremediable, los quejumbrosos histéricos. Tu capacidad para desarmar a esas personas resultará una habilidad invaluable. Pero debes tener cuidado: si te muestras pasivo, te arrollarán; si afirmativo, acentuarás sus monstruosas cualidades. La seducción y el encanto son las contraarmas más efectivas. Por fuera, sé cortés. Adáptate a sus estados de ánimo. Accede a su espíritu. Por dentro, calcula y espera: tu rendición es una estrategia, no un modo de vida. Cuando llegue el momento —e inevitablemente llegará—, se invertirán las posiciones. Su agresividad las meterá en problemas, y eso te pondrá en posición de rescatarlas, con lo que recobrarás tu superioridad. (También podrías decidir que ya basta, y relegarlas al olvido.) Tu encanto les ha impedido prever o sospechar esto. Una revolución entera puede efectuarse sin un solo acto de violencia, esperando simplemente a que la manzana madure y caiga.

Símbolo.
El espejo. Tu espíritu sostiene un espejo ante los demás. Cuando te ven, se ven: sus valores, gustos, aun defectos. Su eterno amor por su imagen es cómodo e hipnótico: foméntalo. Nadie ve más allá del espejo.

PELIGROS.

Hay quienes son inmunes al encantador, en particular los cínicos y los confiados, que no necesitan confirmación. Estas personas suelen suponer que los encantadores engañan y no son de fiar, y pueden causarte problemas. La solución es hacer lo que hace por naturaleza la mayoría de los encantadores: amistar y cautivar a tantas personas como sea posible. Asegura numéricamente tu poder y no tendrás que preocuparte por los pocos que no puedas seducir. La bondad de Catalina la Grande con todos con los que conocía le produjo una amplia reserva de buena voluntad que rindió frutos después. Asimismo, a veces es encantador revelar un defecto estratégico. ¿Hay una persona que te desagrada? Confiésalo abiertamente, no pretendas encantar a ese enemigo, y la gente te creerá más humano, menos escurridizo. Disraeli tuvo ese chivo expiatorio en su gran némesis, William Gladstone.


Los peligros del encanto político son más difíciles de manejar: tu método conciliador, movedizo y flexible de hacer política volverá enemigos tuyos a todos los rígidos creyentes de una causa. Seductores sociales como Bill Clinton o Henry Kissinger a menudo pueden conquistar al adversario más empedernido con su encanto personal, pero no pueden estar en todos lados al mismo tiempo. Muchos miembros del parlamento inglés juzgaban a Disraeli un sospechoso maquinador; en persona, su atractiva actitud podía disipar esas opiniones, pero él no podía abordar, uno por uno, a todos los integrantes del parlamento. En tiempos difíciles, cuando la gente ansia algo firme y sustancial, el encantador político puede verse en peligro.


Como demostró Catalina la Grande, el momento oportuno lo es todo. Los encantadores deben saber cuándo hibernar, y cuándo es oportuno su poder de persuasión. Conocidos por su flexibilidad, a veces deben ser lo bastante flexibles para actuar con inflexibilidad. Chou En-lai, el camaleón consumado, podía hacerse pasar por comunista a ultranza cuando le convenía. Nunca seas esclavo de tus poderes de encantamiento; manténlos bajo control, para que puedas desactivarlos y activarlos a voluntad.

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