El encantador.
El
encanto es la seducción sin sexo. Los encantadores son manipuladoras consumadas
que encubren su destreza generando un ambiente de bienestar y placer.
Su método
es simple: desviar la atención de sí mismos y dirigirla a su objetivo.
Comprenden tu espíritu, sienten tu pena, se adaptan a tu estado de ánimo. En
presencia de un encantador, te sientes mejor.
Los encantadores no discuten,
pelean, se quejan ni fastidian: ¿qué podría ser más seductor? Al atraerte con
su indulgencia, te hacen dependiente de ellos, y su poder aumentar. Aprende a
ejercer el hechizo del encantador apuntando a las debilidades primarias de la
gente: vanidad y amor propio.
EL ARTE DEL ENCANTO.
La sexualidad es sumamente perturbadora. Las inseguridades
y emociones que suscita pueden interrumpir a menudo una relación que de otra
manera se profundizaría y perduraría. La solución del encantador es satisfacer
los aspectos tentadores y adictivos de la sexualidad —la atención concentrada,
el mayor amor propio, el cortejo placentero, la comprensión (real o ilusoria)—,
pero sustraer el sexo mismo. Esto no quiere decir que el encantador reprima o
desaliente la sexualidad; bajo la superficie de toda tentativa de encantamiento
acecha un señuelo sexual, una posibilidad. El encanto no puede existir sin un
dejo de tensión sexual. Pero tampoco puede sostenerse a menos que el sexo se
mantenga a raya o en segundo plano.
La palabra "encanto" procede del latín incanmmentum, "engaño", aunque
también "conjuro", en el sentido de "pronunciación
de fórmulas mágicas". El encantador conoce implícitamente este concepto,
hechiza dándole a la gente algo que mantiene su atención, que le fascina. Y el
secreto para captar la atención de la gente, y reducir al mismo tiempo sus
facultades racionales, es atacar aquello sobre lo que tiene menos control: su
ego, vanidad y amor propio. Como dijo Benjamín
Disraeli: "Háblale a un hombre de sí mismo y escuchará horas
enteras". Esta estrategia no debe ser obvia; la sutileza es la gran
habilidad del encantador. Para evitar que su objetivo entrevea sus esfuerzos,
sospeche y hasta se aburra, es esencial un tacto ligero. El encantador es como
un rayo de luz que no afecta de modo directo a un objetivo, sino que lo baña con
un resplandor gratamente difuso.
El encantamiento puede aplicarse a un grupo tanto como a un
individuo: un líder puede encantar a la gente. La dinámica es similar. Las
siguientes son las leyes del encanto, entresacadas de los casos de los
encantadores más exitosos de la historia.
Haz de tu objetivo el
centro de Mención. Los encantadores se pierden en segundo plano; sus
objetivos son su tema de interés. Para ser un encantador, debes aprender a
escuchar y observar. Deja hablar a tus objetivos, y con ello quedarán al
descubierto. Al conocerlos mejor —sus fortalezas, y sobre todo sus
debilidades—, podrás individualizar tu atención, apelar a sus deseos y
necesidades específicos y ajustar tus halagos a sus inseguridades. Adaptándote
a su espíritu y empatizando con sus congojas, los harás sentir mayores y
mejores, y confirmarás su autoestima. Hazlos la estrella del espectáculo y
cobrarán adicción y dependencia de ti. En un plano masivo, ten gestos de
sacrificio (por falsos que sean) para mostrar a la gente que compartes su dolor
y trabajas en su interés, puesto que el interés propio es la forma pública del
egotismo.
Sé una fuente de
placer. Nadie quiere enterarse de tus problemas y dificultades. Escucha las
quejas de tus objetivos, pero sobre todo distráelos de sus problemas dándoles
placer. (Haz esto con la frecuencia suficiente y caerán bajo tu hechizo.) Ser
alegre y divertido siempre es más encantador que ser serio y censurador. De
igual forma, una presencia enérgica es más cautivante que la letargia, la cual
insinúa aburrimiento, un enorme tabú social; y la elegancia y el estilo se
impondrán usualmente sobre la vulgaridad, pues a la mayoría de la gente le
gusta asociarse con lo que considera elevado y culto. En política, brinda
ilusión y mito más que realidad.
En vez de pedir a los demás que se sacrifiquen
por el bien común, habla de solemnes temas morales. Un llamamiento que haga
sentir bien a la gente se traducirá en votos y poder.
Convierte él
antagonismo en armonía. La corte es un caldero de rencor y envidia, en el
que la amargura de un solo Casio perturbador puede tornarse pronto
conspiración. El encantador sabe cómo resolver un conflicto. Jamás provoques
antagonismos que resulten inmunes a tu encanto; frente a los agresivos,
retírate, déjalos conseguir sus pequeñas victorias. Cesión e indulgencia harán
que, a fuerza de encanto, todo posible enemigo deponga su ira. Nunca critiques
abiertamente a la gente; esto la hará sentirse insegura, y se resistirá al
cambio. Siembra ideas, insinúa sugerencias. Encantada por tus habilidades
diplomáticas, la gente no notará tu creciente poder.
Induce a tus víctimas
al sosiego y la comodidad. El encanto es como el truco del hipnotista con
el reloj oscilante: entre más se relaje el objetivo, más fácil te será
inclinarlo a tu voluntad. La clave para hacer que tus víctimas se sientan
cómodas es ser su reflejo, adaptarse a sus estados de ánimo. Las personas son
narcisistas; se sienten atraídas por quienes se parecen más a ellas. Da la
impresión de que compartes sus valores y gustos, de que comprendes su espíritu,
y caerán bajo tu hechizo. Esto da excelentes resultados si eres de fuera:
demostrar que compartes los valores de tu grupo o país de adopción (que has
aprendido su idioma, que prefieres sus costumbres, etcétera) es sumamente encantador,
ya que esa preferencia es para ti una decisión, no un asunto de nacimiento.
Jamás hostigues ni seas demasiado persistente; estas irritantes cualidades
destruirán la relajación que necesitas para hechizar.
Muestra serenidad ydominio de ti mismo ante la adversidad. La adversidad y los reveses brindan
en realidad las condiciones perfectas para el encantamiento. Exhibir un aspecto
tranquilo y sereno frente a lo desagradable relaja a los demás. Te hace parecer
paciente, como a la espera de que el destino te ofrezca una carta mejor, o
seguro de que puedes cautivar a la suerte misma. Nunca muestres enojo, mal
humor o deseo de venganza, todas ellas perjudiciales emociones que pondrán a la
gente a la defensiva. En la política de grupos grandes, da la bienvenida a la
adversidad como una oportunidad para exhibir las encantadoras cualidades de la
magnanimidad y el aplomo. Que otros se pongan nerviosas y se disgusten; el
contraste redundará en tu favor. Nunca te lamentes, nunca te quejes, nunca
intentes justificarte.
Vuélvete útil. Si la ejerces con sutileza, tu capacidad
para mejorar la vida de los demás será endiabladamente seductora. Tus
habilidades sociales resultarán importantes en este caso: crear una amplia red
de aliados te dará la fuerza necesaria para vincular a las personas entre sí, lo que les hará sentir que conocerte
les facilita la existencia. Esto les algo que nadie puede resistir. La
continuidad es la clave: muchas personas encantarán prometiendo grandes cosas
—un mejor trabajo, un nuevo contacto, un gran favor—; pero si no las cumplen,
se halan de enemigos en vez de amigos. Cualquiera puede prometer algo; lo que
te distingue, y te vuelve encantador, es tu capacidad para cumplir, para honrar
tu promesa con una acción firme. A la inversa, si alguien te hace un favor,
manifiesta tu gratitud en forma concreta. En un mundo de humo y alarde, la
acción real y la verdadera utilidad son quizá el máximo encanto.
EJEMPLOS DE ENCANTADORES.
1.- A principios de la década de 1870, la rema Victoria de
Inglaterra llegó a un mal momento en su vida. Su amado esposo, el príncipe
Alberto, había muerto en 1861, dejándola más que acongojada. En todas sus
decisiones, ella siempre había confiado en su consejo; era demasiado inculta e
inexperta para actuar de otra forma, o al menos así se le había hecho sentir.
En realidad, con la muerte de Alberto los debates y asuntos políticos habían
terminado por aburrirle en extremo. Victoria se apartó gradualmente de la vista
pública. En consecuencia, la monarquía perdía popularidad, y por lo tanto
poder.
En 1874, el partido conservador asumió el gobierno, y su líder, Benjamín
Disraeli, de setenta años de edad, se convirtió en primer ministro. El
protocolo de toma de posesión de su cargo le exigía presentarse en el palacio
para sostener una reunión privada con la reina, entonces de cincuenta y cinco
años. No habría sido posible imaginar dos colegas más disparejos: Disraeli,
judío de nacimiento, era de piel morena y rasgos exóticos para los estándares
ingleses; de joven había sido un dandy, su atuendo había rayado en lo
extravagante y él había escrito novelas populares de estilo romántico, y aun
gótico.
La reina, por su parte, era adusta y obstinada, de actitud formal y
gusto simple. Para complacerla, se aconsejó a Disraeli moderar su natural
elegancia; pero él no hizo caso a lo que todos le dijeron, y apareció ante ella
como un príncipe galante, se postró sobre una rodilla, tomó su mano, se la besó
y dijo: "Empeño mi palabra a la más bondadosa de las señoras".
Prometió que, en adelante, su labor consistiría en hacer realidad los sueños de
Victoria. Elogió tan exageradamente sus cualidades que ella se sonrojó; pero,
por increíble que parezca, la reina no lo juzgó cómico ni ofensivo, sino que
salió sonriendo de la entrevista. Quizá debía dar una oportunidad a ese hombre
tan extraño, pensó, y esperó a ver qué haría después.
Victoria empezó a recibir pronto informes de Disraeli
—sobre debates parlamentarios, asuntos políticos, etcétera— completamente
distintos a los escritos por otros primeros ministros. Dirigiéndose a ella como
"Reina Benefactora", y dando a los diversos enemigos de la monarquía
todo tipo de infames nombres en clave, llenaba sus notas de chismes. En un
mensaje sobre un nuevo miembro del gabinete, escribió: 'llene más de uno noventa
de estatura; como los de San Pedro en Roma, nadie repara al principio en sus
dimensiones. Pero posee la sagacidad del elefante tanto como su figura".
El espíritu despreocupado e informal del primer ministro rayaba en falta de
respeto, pero la reina estaba fascinada.
Leía vorazmente sus informes y, casi sin darse cuenta, su
interés en la política renació.
Al principio de su relación, Disraeli le regaló
a la reina todas sus novelas. Ella le obsequió a cambio el único libro que
había escrito, Journal of Our Life in the Highlands. Desde entonces,
en sus cartas y conversaciones con ella él soltaba la frase "Nosotros los
autores...". La reina resplandecía de orgullo. Ella a su vez lo sorprendía
elogiándole frente a otras personas: sus ideas, sentido común e intuición
femenina, decía él, la igualaban a Isabel 1. Rara vez Disraeli discrepaba de
ella. En reuniones con otros ministros, él se volvía de pronto a pedirle
consejo. En 1875, cuando se las arregló para comprar el Canal de Suez al muy
endeudado jedive de Egipto, Disraeli presentó su logro a la reina como
realización de sus ideas sobre la expansión del imperio británico. Ella no
sabía por qué, pero su seguridad en sí misma crecía a pasos agigantados.
En una ocasión, Victoria mandó flores a su primer ministro.
El correspondió el favor tiempo después, y le envió prímulas, una flor tan
común que otras destinatarias habrían podido ofenderse; pero el ramo iba
acompañado por esta nota: "De todas las flores, la que conserva más tiempo
su belleza es la dulce prímula". Disraeli envolvía poco a poco a Victoria
en una atmósfera de fantasía, en la que todo era metáfora, y la sencillez de
esa flor simbolizaba por supuesto a la reina, y también la relación entre ambos
líderes. Victoria mordió el anzuelo: las prímulas eran pronto sus flores
favoritas. De hecho, todo lo que i Disraeli hacía merecía ya su aprobación.
Ella le permitía tomar asiento en su presencia, privilegio inaudito. Uno y otro
empezaron a inter-[ cambiar tarjetas de San Valentín cada febrero.
La reina preguntaba
a I la gente qué había dicho Disraeli en una fiesta; cuando él
prestó demasiada atención a la emperatriz Augusta de Alemania, ella se puso
celosa. Los miembros de la corte se preguntaban qué había sido de la : formal y
obstinada mujer que ellos conocían; la reina actuaba como una niña
encaprichada.
En 1876, Disraeli promovió en el parlamento un proyecto de
ley ; para declarar a Victoria "reina emperatriz". La soberana no
cupo en sí de alegría. Por gratitud, y sin duda también por estimación, elevó a
l ese
dandy y novelista judío a la dignidad de lord, nombrándolo conde I de
Beaconsfield, realización de un sueño de toda la vida. Disraeli sabía lo
engañosas que pueden ser las apariencias: la gente lo había juzgado siempre por
su semblante y modo de vestir, y él había aprendido a no hacer nunca lo mismo
con ella.
Así, no se dejó en-l ganar por el aspecto adusto y grave de
la reina Victoria. Debajo de él, intuyó, había una mujer anhelante de que un
hombre apelara a su lado femenino; una mujer afectuosa, cordial, incluso
sexual. El grado en que este lado de Victoria había sido reprimido revelaba
meramente la intensidad de los sentimientos que él removería una vez derretida
su reserva.
El método de Disraeli consistió en apelar a dos aspectos de
la personalidad de Victoria que otros individuos habían acallado: su seguridad
en sí misma y su sexualidad. Él era un maestro para halagar; el ego de una persona. Como comentó una princesa inglesa:
"Cuando salí del comedor tras haberme sentado junto a Mister Gladstone, pensé
que él era el hombre más listo de Inglaterra.
Pero luego de haberme sentado
junto a Mister Disraeli, pensé que yo era la mujer más lista de
Inglaterra". Disraeli obraba su magia con un toque delicado, que insinuaba
una atmósfera divertida y relajada, en particular en relación con la política.
Una vez que la reina bajó la guardia, él volvió ese estado anímico un poco más
cálido, un poco más sugestivo, sutilmente sexual, aunque desde luego sin un
flirteo declarado. Disraeli hizo sentir a Victoria deseable como mujer y
talentosa como monarca. ¿Cómo podía ella resistirse? ¿Cómo podía negarle algo?
- Nuestra personalidad suele estar moldeada por la forma como nos tratan: si nuestros padres o cónyuge son defensivos
o discutidores con nosotros, tenderemos a reaccionar de la misma manera.
Nunca
confundas los rasgos externos de la gente con la realidad, porque el carácter
que ella muestra en la superficie podría ser un mero reflejo de las personas
con las que ha estado más en contacto, o una fachada que encubre lo contrario.
Una apariencia áspera podría ocultar a una persona que muere por recibir
cordialidad; un tipo reprimido y de aspecto grave bien podría estar haciendo un
esfuerzo por esconder emociones incontrolables. Esta es la clave del
encantamiento: fomentar lo reprimido o negado.
Al mimar a la reina y convertirse en una fuente de placer
para ella, Disraeli pudo ablandar a una mujer que se había vuelto dura y
pendenciera. La indulgencia es un poderoso instrumento de seducción: es difícil
enojarse o ponerse a la defensiva con alguien que parece estar de acuerdo con
tus opiniones y gustos. Las encantadoras pueden parecer más débiles que sus
objetivos, pero al final son la parte más fuerte, porque han privado a la otra
de su capacidad para resistirse.
2.- En 1971, el
financiero y estratega del partido demócrata de Estados Unidos, Averell
Harriman vio que su vida se acercaba a su fin. Tenía
setenta y nueve años; su esposa, Marie, con quien había estado casado mucho
tiempo, acababa de morir, y su carrera política parecía haber terminado,
estando los demócratas fuera del gobierno. Sintiéndose viejo y deprimido, se
resignó a pasar sus últimos años con sus nietos en tranquilo retiro. Meses
después de la muerte de Marie, Harriman fue invitado a una fiesta en Washington.
Ahí encontró a una vieja amiga, Pamela Churchill, a quien había conocido
durante la segunda guerra mundial, en Londres, donde se le envió como emisario
personal del presidente Franklin D. Roosevelt. Ella tenía entonces veintiún
años, y era la esposa del hijo de Winston Churchill, Randolph. Desde luego,
había mujeres más hermosas que ella en esa ciudad, pero ninguna había sido tan
grata compañía: Pamela era muy atenta, escuchaba los problemas de Averell, se
hizo amiga de la hija de éste (eran de la misma edad) y lo serenaba cada vez
que se veían. Marie se había quedado en Estados Unidos, y Randolph estaba en el
ejército, así que, mientras llovían bombas sobre Londres, Averell y Pamela
iniciaron una aventura. Y en los muchos años tras la guerra, ella se había
mantenido en contacto: él se enteró de su ruptura matrimonial, y de su
interminable serie de romances con los playboys más ricos de Europa. Pero no la
había visto desde su regreso a Estados Unidos, y al lado de su esposa. Era una
extraña coincidencia toparse con Pamela justo en ese momento de su vida.
En aquella fiesta, Pamela sacó a Harriman de su concha, se
rio de sus chistes y lo indujo a hablar de Londres en los gloriosos días de la
guerra. El sintió recuperar su antigua fuerza, que era él quien encantaba a
ella. Días después, Pamela pasó a verlo a una de sus casas de fines de semana.
Harriman era uno de los hombres más ricos del mundo, pero no un derrochador;
Marie y él habían tenido una vida espartana. Pamela no hizo ningún comentario,
pero cuando lo invitó a su casa, él no pudo menos que notar la brillantez y
vibración de su vida: flores por todas partes, hermosa ropa de cama, platillos
maravillosos (ella parecía estar al tanto de todas sus comidas favoritas).
Averell conocía su fama de cortesana y comprendía que su propia riqueza
constituyera un atractivo para ella, pero estar a su lado era tonificante, y
ocho semanas después de esa fiesta se casaron.
Pamela no se detuvo ahí. Convenció a su esposo de donar a
la National Gallera las obras de arte que Marie coleccionaba. También logró que
se desprendiera de algo de su dinero: un fideicomiso para Winston, el hijo de
ella; nuevas casas, remodelaciones constantes. Su método fue sutil y paciente;
de alguna manera hacía que Averell se sintiera bien al darle lo que ella
quería. En unos años, casi no quedaban huellas de Marie en la vida de ambos.
Harriman pasaba menos tiempo con sus hijos y nietos. Parecía vivir una segunda
juventud.
En Washington, los políticos y sus esposas veían a Pamela
con desconfianza. Creían1 entrever sus verdaderos propósitos, y
eran inmunes a su encanto, o al menos eso creían. Pero siempre iban a las
frecuentes fiestas que ella organizaba, justificándose con la idea de que
asistirían personas poderosas. Todo en esas fiestas estaba calibrado para crear
una atmósfera relajada e ultima. Nadie se sentía ignorado: las personas poco
importantes terminaban platicando con Pamela, abriéndose a esa atenta mirada
suya. Ella las hacía sentir poderosas y respetadas. Luego les enviaba una nota
personal o un regalo, a menudo en referencia a algo que habían mencionado en su
conversación con ella. Las esposas que la habían llamado cortesana, y cosas
peores, cambiaron poco a poco de opinión. Los hombres la consideraban no sólo
cautivadora, sino también útil: sus relaciones en el mundo entero eran
invaluables. Ella podía ponerlos en contacto con la persona indicada sin que
ellos tuvieran que pedirlo siquiera. Las fiestas de los Harriman se
convirtieron pronto en actos de recaudación de fondos para el partido
demócrata. A gusto, sintiéndose elevados por la aristocrática atmósfera que
Pamela creaba y la importancia que les concedía, los visitantes vaciaban sus
carteras sin saber por qué. Así habían actuado, por supuesto, todos los hombres
con quienes ella había convivido hasta entonces.
Averell Harriman murió en 1986. Para entonces Pamela era
tan rica y poderosa que ya no tenía necesidad de un hombre a su lado. En 1993
se le nombró embajadora de Estados Unidos en Francia, y transfirió fácilmente
su encanto personal y social al mundo de la diplomacia política. Aún trabajaba
al morir, en 1997.
A menudo reconocemos como tales a los encantadores:
sentimos su ingenio. (Sin duda Harriman comprendió que su encuentro con Pamela
Churchill, en 1971, no fue una coincidencia.) No obstante, siempre caemos bajo
su hechizo. La razón es simple: la sensación que las encantadoras brindan es
tan rara que bien vale la pena.
El mundo está lleno de personas absortas en sí mismas. En
su presencia, sabemos que todo en nuestra relación con ellas gira a su
alrededor: sus inseguridades, necesidades, anhelo de atención. Esto refuerza
nuestras tendencias egocéntricas; nos cenamos para protegernos. Este es un
síndrome que no hace sino volvernos más indefensos ante los encantadores.
Primero, ellos no hablan mucho de sí mismos, lo que aumenta su misterio y
oculta sus limitaciones. Segundo, parecen interesarse en nosotros, y su interés
es tan delicioso e intenso que nos relajamos y abrimos a ellos. Por último, los
encantadores son una compañía grata. No tienen ninguno de los defectos de la
mayoría de la gente: no son rezongones, ni quejumbrosos. Parecen saber qué es
lo que complace. La suya es una calidez difusa: unión sin sexo. (Podría
pensarse que una geisha es sexual tanto como encantadora; pero su poder no
reside en los favores sexuales que presta, sino en su rara y modesta atención.)
Inevitablemente, nos volvemos adictos, y dependientes. Y la dependencia es la
fuente del poder del encantador.
Las personas dotadas de belleza física, y que explotan esa
belleza para generar una presencia sexualmente intensa, tienen a la larga poco
poder; la flor de la juventud se marchita, siempre hay alguien más joven y
hermoso, y en todo caso la gente se cansa de la belleza sin gracia social. Pero
jamás se cansa de sentir confirmada su autoestima. Conoce el poder que puedes
ejercer haciendo que la otra persona se sienta la estrella. La clave es
difuminar tu presencia sexual: crear una vaga y cautivadora sensación de
excitación mediante un coqueteo generalizado, una socializada sexualidad
constante, adictiva y nunca satisfecha del todo.
3.- En diciembre de 1936, Chiang Kai-shek, líder de los
nacionalistas chinos, fue capturado por un grupo de soldados suyos, molestos
por sus medidas: en vez de combatir a los japoneses, que acababan de invadir
China, proseguía en su guerra civil contra los ejércitos comunistas de Mao
Tse-Tung. Esos soldados no veían ninguna amenaza en Mao; Chiang había
aniquilado casi por completo a los comunistas. De hecho, creían que debía unir
fuerzas con Mao contra el enemigo común; eso era lo verdaderamente patriótico
por hacer. Los soldados creyeron que, capturándolo, podían obligar a Chiang a
cambiar de opinión, pero él era un hombre obstinado. Como él era el principal
impedimento para una guerra unificada contra los japoneses, los soldados
contemplaron la posibilidad de hacerlo ejecutar, o de entregarlo a los
comunistas.
Mientras Chiang estuviera en prisión, no podía menos que
imaginar lo peor. Días después recibió la visita de Chou En-lai, antiguo amigo
y entonces líder comunista. Cortés y respetuosamente, Chou argumentó a favor de
un frente unido: comunistas y nacionalistas contra los japoneses. Pero Chiang
no quería saber nada de eso; odiaba con pasión a los comunistas, y se alteró
sobremanera. Firmar un acuerdo con ellos en esas circunstancias, vociferó,
sería humillante, y él perdería su honor ante su ejército. Imposible. Que lo
mataran si creían estar en su deber.
Chou escuchó, sonrió y apenas si dijo una palabra. Cuando
Chiang terminó su perorata, le dijo que entendía su preocupación por el honor,
pero que lo honorable para ellos era olvidar sus diferencias y combatir al
invasor. Chiang podría conducir ambos ejércitos. Finalmente, Chou dijo que por
ninguna razón permitiría que sus compañeros comunistas, y nadie en realidad,
ejecutara a un hombre tan distinguido como Chiang Kai-shek. El líder
nacionalista quedó asombrado y conmovido.
AI día siguiente, Chiang salió de la prisión escoltado por
guardias comunistas, quienes lo trasladaron a un avión de su ejército y lo
devolvieron a su cuartel. Al parecer, Chou había aplicado esta medida por
iniciativa propia; porque cuando la noticia llegó a oídos de otros líderes
comunistas, se indignaron: Chou debía haber obligado a Chiang a pelear contra
los japoneses, u ordenado su ejecución; liberarlo sin concesiones era el colmo de la pusilanimidad, y Chou lo
pagaría. Chou no dijo nada, y esperó. Meses después, Chiang firmó un acuerdo
para poner fin a la guerra civil y unirse a los comunistas contra los japoneses.
Parecía haber llegado solo a esta decisión, y su ejército la respetó; no podía
dudar de sus motivos.
Operando en común, nacionalistas y comunistas expulsaron de
China a los japoneses. Pero los comunistas, a quienes Chiang casi había
destruido previamente, aprovecharon este periodo de colaboración para recuperar
fuerzas. Una vez ausentes los japoneses, la emprendieron contra los
nacionalistas, quienes, en 1949, fueron obligados a dejar la China continental
por la isla de Formosa, hoy Taiwán.
Mao visitó entonces la Unión Soviética. China estaba en
condiciones terribles y en desesperada necesidad de asistencia, pero Stalin
desconfiaba de los chinos, y sermoneó a Mao por los muchos errores que había
cometido. Mao se defendió. Stalin decidió dar una lección a ese joven
advenedizo: no daría nada a China. Los ánimos se exaltaron. Mao envió de
urgencia por Chou En-lai, quien llegó al día siguiente y se puso a trabajar de
inmediato.
En las largas sesiones de negociación, Chou fingió
disfrutar del vodka de sus anfitriones. Nunca discutió, y de hecho aceptó que
los chinos habían cometido muchos errores, y tenían mucho que aprender de los
experimentados soviéticos: "Camarada Stalin", dijo a este último,
"el nuestro es el primer gran país de Asia en sumarse al bando socialista,
bajo la dirección de usted". Chou había llegado preparado con todo tipo de
precisos diagramas y gráficas, sabiendo que a los rusos les gustaban esas
cosas. Stalin se entusiasmó con él. Las negociaciones continuaron, y días
después del arribo de Chou las partes firmaron un tratado de asistencia mutua,
mucho más beneficioso para los chinos que para los soviéticos.
En 1959, China estaba otra vez en enormes dificultades. El
Gran Salto Adelante de Mao, un intento por desencadenar una súbita revolución
industrial en China había sido un fracaso devastador. La gente estaba enojada:
se moría de hambre mientras los burócratas de Pekín vivían bien. Muchos
funcionarios de Pekín, Chou entre ellos, volvieron a sus respectivas ciudades
natales para tratar de poner orden. La mayoría lo logró con sobornos
—prometiendo toda clase de favores—, pero Chou procedió de otra manera: visitó
el cementerio de sus antepasados, donde estaban sepultadas generaciones enteras
de su familia, y ordenó retirar las lápidas y enterrar los ataúdes más abajo.
La tierra podría cultivarse entonces para producir alimentos. En términos
confucianos (y Chou era un obediente confuciano), esto era sacrilegio, pero
todos sabían qué significaba: que Chou estaba dispuesto a sufrir en lo personal.
Todos debían sacrificarse, aun los líderes. Su gesto tuvo un inmenso impacto
simbólico.
Cuando Chou murió, en 1976, un desbordamiento extraoficial
y desorganizado de pesar público tomó por sorpresa al gobierno. No entendía
cómo un hombre que había trabajado tras bastidores, y rehuido a la adoración de
las masas, había podido conquistar tal afecto. La captura de Chiang Kai-shek
fue un momento crucial en la guerra civil. Ejecutarlo habría sido desastroso:
Chiang había mantenido unido al ejército nacionalista, y sin él éste podía
dividirse en facciones, lo que permitiría a los japoneses invadir el país.
Obligarlo a firmar un acuerdo tampoco habría servido de nada: él se habría
desprestigiado ante su ejército, jamás habría honrado el acuerdo y habría hecho
todo lo posible por vengar su humillación. Chou sabía que ejecutar o forzar a
un cautivo no hace más que envalentonar a un enemigo, y tiene repercusiones
imposibles de controlar. El encantamiento, por el contrario, es un arma de
manipulación que oculta sus maniobras, lo que permite obtener la victoria sin
provocar el deseo de venganza.
Chou influyó perfectamente en Chiang, mostrándole respeto,
haciéndose pasar por inferior a él, permitiéndole transitar del temor de la
ejecución al alivio de una liberación inesperada. Al general nacionalista se le
autorizó marcharse con su dignidad intacta. Chou sabía que todo esto lo
ablandaría, sembrando la semilla de la idea de que quizá los comunistas no eran
tan malos después de todo, y de que él podía cambiar de opinión sobre ellos sin
parecer débil, en particular si lo hacía en forma independiente, no estando en
prisión. Chou aplicó la misma filosofía a cada una de las situaciones
descritas: mostrarse inferior, inofensivo y humilde. Esto importará si al final
obtienes lo que quieres: tiempo de recuperación de una guerra civil, un
tratado, la buena voluntad de las masas. El tiempo es tu principal anua.
Conserva pacientemente en tu cabeza tu meta a largo plazo, y ni una persona ni
un ejército podrán oponerte resistencia.
Y el encanto es la mejor manera de
ganar tiempo, o de ampliar tus opciones en cualquier situación. Por medio del
encanto puedes seducir a tu enemigo para hacerlo retroceder, lo que te
concederá el espacio psicológico que necesitas para urdir una contra estrategia
efectiva. La clave es lograr que a los demás los venzan sus emociones mientras
tú permaneces indiferente. Ellos podrán sentirse agradecidos, felices,
conmovidos, arrogantes: lo que sea, siempre y cuando sientan. Una persona
emotiva es una persona distraída. Dale lo que quiere, apela a su interés
propio, hazla sentir superior a ti. Cuando un bebé toma un cuchillo filoso, no
trates de arrebatárselo; en cambio, mantén la calma, ofrécele dulces, y el bebé
soltará el cuchillo para tomar el bocado tentador que le brindas.
4.- En 1761 murió la emperatriz Isabel de Rusia, y su
sobrino ascendió al trono, bajo el nombre de Pedro III. Pedro había sido
siempre un niño en el fondo —jugaba con soldados de juguete mucho después de la
edad apropiada para ello—, y entonces, como zar, podría hacer finalmente lo que
se le antojara, y que el mundo rabiase. Así, firmó con Federico el Grande un
tratado muy favorable para el soberano extranjero (Pedro adoraba a Federico, y
en particular la disciplina con que marchaban sus soldados prusianos). Esta fue
una debacle en los hechos; pero en asuntos relativos a la emoción y la
etiqueta, Pedro fue más injurioso todavía: se negó a guardar luto con propiedad
por su tía la emperatriz, y reanudó sus juegos de guerra y sus fiestas pocos días
después del funeral. ¡Qué contraste con su esposa, Catalina! Ella se mostró
respetuosa durante el sepelio, aún vestía de negro meses después y a toda hora
se le veía junto a la tumba de Isabel, rezando y llorando. No era rusa
siquiera, sino una princesa alemana que había llegado al este para casarse con
Pedro, en 1745, sin saber una sola palabra de la lengua nacional. Aun el más
rústico campesino sabía que Catalina se había convertido a la Iglesia ortodoxa
rusa, y que había aprendido a hablar ruso con increíble rapidez, y soltura.
Ella era en el fondo, se pensaba, más rusa que todos esos petimetres de la
corte.
Durante esos difíciles meses, mientras Pedro ofendía a casi
todos en el país, Catalina mantuvo discretamente un amante, Grigori Orlov,
teniente de la guardia real. Fue por medio de Orlov que se esparció la noticia
de su piedad, su patriotismo, su aptitud para gobernar; de cuánto mejor era
seguir a esa mujer que servir a Pedro. A altas horas de la noche, Catalina y
Orlov conversaban, y él le decía que el ejército estaba con ella y la instaba a
dar un golpe de Estado. Ella escuchaba con atención, pero siempre contestaba
que no era momento para tales cosas. Orlov se preguntaba si quizá ella era
demasiado delicada y pasiva para una decisión tan importante.
El régimen de Pedro fue represivo, y los arrestos y
ejecuciones se acumularon. Él también se volvió más abusivo con su esposa,
amenazando con divorciarse y casarse con su amante. Una noche de copas, fuera
de sí por el silencio de Catalina y su incapacidad para provocarla, él ordenó
su arresto. La noticia se propagó pronto, y Orlov corrió a advertir a Catalina
que se le encarcelaría o ejecutaría a menos que actuara rápido. Esta vez
Catalina no discutió: se puso su vestido de luto más sencillo, apenas si se
arregló el cabello, siguió a Orlov hasta un carruaje que la esperaba y se
precipitó al cuartel del ejército. Ahí los soldados se postraron y besaron la
orla de su vestido: habían oído hablar mucho de ella, pero nadie la había visto
nunca en persona, y les pareció una estatua de la Virgen que hubiese cobrado
vida. Le dieron un uniforme militar, maravillándose de lo hermosa que se veía
con ropa de hombre, y marcharon bajo el mando de Orlov al Palacio de Invierno.
La procesión creció conforme atravesaba las calles de San Petersburgo. Todos
aplaudían a Catalina, todos pensaban que Pedro debía ser destronado. Pronto
llegaron sacerdotes a dar a Catalina su bendición, lo que emocionó aún más al
pueblo. Y en medio de todo eso, ella guardaba silencio y dignidad, como dejando
todo en manos del destino.
Cuando Pedro se enteró de esa rebelión pacífica, se puso
histérico, y aceptó abdicar esa misma noche. Catalina se volvió emperatriz sin
una sola batalla, y ni siquiera un disparo. De niña, Catalina había sido
inteligente y animosa. Como su madre quería una hija obediente antes que
deslumbrante, y que fuera por lo tanto un buen partido, la niña fue sometida a
una constante andanada de críticas, contra las que desarrolló una defensa:
aprendió a parecer totalmente deferente con otras personas, como vía para
neutralizar su agresividad. Si era paciente y no insistía, en vez de atacarla
ellas caerían bajo su hechizo. Cuando Catalina llegó a Rusia —a los dieciséis
años de edad, sin un amigo ni aliado en el país—, aplicó las habilidades que
había aprendido en el difícil trato con su madre. Ante los monstruos de la
corte —la imponente emperatriz Isabel, su infantil esposo Pedro, los
interminables intrigantes y traidores—, ella hacía reverencias, complacía,
esperaba y encantaba. Desde tiempo atrás deseaba gobernar como emperatriz, y
sabía lo incorregible que era su esposo. ¿Pero de qué le habría servido tomar
el poder por la fuerza, haciendo un reclamo que sin duda algunos considerarían
ilegítimo, y luego tener que preocuparse siempre de que se le destronara a su
vez? No, era preciso esperar el momento indicado, y ella tenía que lograr que
el pueblo la llevara al poder. Era un estilo femenino de revolución: al ser
pasiva y paciente, Catalina insinuaba no interesarse en el poder. El efecto fue
calmante, encantador.
Siempre habrá personas difíciles que debamos enfrentar: el
inseguro crónico, el obstinado irremediable, los quejumbrosos histéricos. Tu
capacidad para desarmar a esas personas resultará una habilidad invaluable.
Pero debes tener cuidado: si te muestras pasivo, te arrollarán; si afirmativo,
acentuarás sus monstruosas cualidades. La seducción y el encanto son las
contraarmas más efectivas. Por fuera, sé cortés. Adáptate a sus estados de
ánimo. Accede a su espíritu. Por dentro, calcula y espera: tu rendición es una
estrategia, no un modo de vida. Cuando llegue el momento —e inevitablemente
llegará—, se invertirán las posiciones. Su agresividad las meterá en problemas,
y eso te pondrá en posición de rescatarlas, con lo que recobrarás tu
superioridad. (También podrías decidir que ya basta, y relegarlas al olvido.)
Tu encanto les ha impedido prever o sospechar esto. Una revolución entera puede
efectuarse sin un solo acto de violencia, esperando simplemente a que la
manzana madure y caiga.
Símbolo.
El
espejo. Tu espíritu sostiene un espejo ante los demás. Cuando te ven, se ven:
sus valores, gustos, aun defectos. Su eterno amor por su imagen es cómodo e
hipnótico: foméntalo. Nadie ve más allá del espejo.
PELIGROS.
Hay quienes son inmunes al encantador, en particular los
cínicos y los confiados, que no necesitan confirmación. Estas personas suelen
suponer que los encantadores engañan y no son de fiar, y pueden causarte
problemas. La solución es hacer lo que hace por naturaleza la mayoría de los
encantadores: amistar y cautivar a tantas personas como sea posible. Asegura
numéricamente tu poder y no tendrás que preocuparte por los pocos que no puedas
seducir. La bondad de Catalina la Grande con todos con los que conocía le
produjo una amplia reserva de buena voluntad que rindió frutos después.
Asimismo, a veces es encantador revelar un defecto estratégico. ¿Hay una
persona que te desagrada? Confiésalo abiertamente, no pretendas encantar a ese
enemigo, y la gente te creerá más humano, menos escurridizo. Disraeli tuvo ese
chivo expiatorio en su gran némesis, William Gladstone.
Los peligros del encanto político son más difíciles de
manejar: tu método conciliador, movedizo y flexible de hacer política volverá
enemigos tuyos a todos los rígidos creyentes de una causa. Seductores sociales
como Bill Clinton o Henry Kissinger a menudo pueden conquistar al adversario
más empedernido con su encanto personal, pero no pueden estar en todos lados al
mismo tiempo. Muchos miembros del parlamento inglés juzgaban a Disraeli un
sospechoso maquinador; en persona, su atractiva actitud podía disipar esas
opiniones, pero él no podía abordar, uno por uno, a todos los integrantes del
parlamento. En tiempos difíciles, cuando la gente ansia algo firme y
sustancial, el encantador político puede verse en peligro.
Como demostró Catalina la Grande, el momento oportuno lo es
todo. Los encantadores deben saber cuándo hibernar, y cuándo es oportuno su
poder de persuasión. Conocidos por su flexibilidad, a veces deben ser lo bastante
flexibles para actuar con inflexibilidad. Chou En-lai, el camaleón consumado,
podía hacerse pasar por comunista a ultranza cuando le convenía. Nunca seas
esclavo de tus poderes de encantamiento; manténlos bajo control, para que
puedas desactivarlos y activarlos a voluntad.
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