El
carisma es una presencia que nos excita. Procede de una cualidad interior
—seguridad, energía sexual, determinación, placidez— que la mayoría de la gente
no tiene y desea. Esta cualidad resplandece, e impregna los gestos de los
carismáticos, haciéndolos parecer extraordinarias y superiores, e induciéndonos
a imaginar que son más grandes de lo que parecen: dioses, santos, estrellas.
Ellos aprenden a aumentar su carisma con una mirada penetrante, una oratoria apasionada
y un aire de misterio. Pueden seducir a gran escala. Crea la ilusión
carismática irradiando fuerza, aunque sin involucrarte.
CARISMA Y SEDUCCIÓN.
El carisma es seducción en un plano masivo. Los
carismáticos hacen que multitudes se enamoren de ellos, y luego las conducen.
Ese proceso de enamoramiento es simple y sigue un camino similar al de una
seducción entre dos personas. Los carismáticos tienen ciertas cualidades muy
atractivas y que los distinguen. Podrían ser su creencia en sí mismos, su osadía,
su serenidad. Mantienen en el misterio la fuente de estas cualidades. No
explican de dónde procede su seguridad o satisfacción, pero todos a su lado la
sienten: resplandece, sin una impresión de esfuerzo consciente. El rostro del
carismático suele estar animado, y lleno de energía, deseo, alerta: como el
aspecto de un amante, instantáneamente atractivo, incluso vagamente sexual.
Seguimos con gusto a los carismáticos porque nos agrada ser guiados, en
particular por personas que ofrecen aventura o prosperidad. Nos perdemos en su
causa, nos apegamos emocionalmente a ellas, nos sentimos más vivos creyendo en
ellas: nos enamoramos. El carisma explota la sexualidad reprimida, crea una
carga erótica.
Sin embargo, esta palabra no es de origen sexual, sino religioso,
y la religión sigue profundamente incrustada en el carisma moderno.
Hace miles de años, la gente creía en dioses y espíritus,
pero muy pocos podían decir que hubieran presenciado un milagro, una
demostración física del poder divino. Sin embargo, un hombre que parecía
poseído por un espíritu divino —y que hablaba en lenguas, arrebatos de éxtasis,
expresión de intensas visiones— sobresalía como alguien a quien los dioses
habían elegido.
Y este hombre, sacerdote o profeta, obtenía enorme poder sobre
los demás. ¿Qué hizo que los hebreos creyeran en Moisés, lo siguieran fuera de
Egipto y le fuesen fieles, pese a su interminable errancía en el desierto? La
mirada de Moisés, sus palabras inspiradas e inspiradoras, su rostro, que
brillaba literalmente al bajar del monte Sinaí: todo esto daba la impresión de
que tenía comunicación directa con Dios, y era la fuente de su autoridad.
Y eso
era lo que se entendía por "carisma", palabra griega en referencia a
los profetas y a Cristo mismo. En el cristianismo primitivo, el carisma era un
don o talento otorgado por la gracia de Dios y revelador de su presencia. La
mayoría de las grandes religiones fueron fundadas por un carismático, una
persona que exhibía físicamente las señales del favor de Dios.
Al paso del tiempo, el mundo se volvió más racional.
Finalmente, la gente obtenía poder no por derecho divino, sino porque ganaba
votos, o demostraba su aptitud. Sin embargo, el gran sociólogo alemán de
principios del siglo XX, Max Weber, señaló que, pese a nuestro supuesto progreso,
entonces había más carismáticos que nunca.
Lo que caracterizaba a un
carismático moderno, según él, era la impresión de una cualidad extraordinaria
en su carácter, equivalente a una señal del favor de Dios. ¿Cómo explicar si
no, el poder de un Robes-pierre o un Lenin? Más que nada, lo que distinguía a
esos hombres, y constituía la fuente de su poder, era la fuerza de su magnética
personalidad. No hablaban de Dios, sino de una gran causa, visiones de una
sociedad futura.
Su atractivo era emocional; parecían poseídos. Y su público
reaccionaba con tanta euforia como el antiguo público ante un profeta. Cuando
Lenin murió, en 1924, se formó un culto en
su memoria, que transformó al líder comunista en deidad.
Hoy, de cualquier persona con presencia, que llame la
atención al entrar a una sala, se dice que posee carisma. Pero aun estos
géneros menos exaltados de carismáticos muestran un indicio de la cualidad
sugerida por el significado original de la palabra. Su carisma es misterioso e
inexplicable, nunca obvio. Poseen una seguridad inusual. Tienen un don —
facilidad de palabra, a menudo— que los distingue de la muchedumbre.
Expresan
una visión. Tal vez no nos demos cuenta de ello, pero en su presencia tenemos
una especie de experiencia religiosa: creemos en esas personas, sin tener
ninguna evidencia racional para hacerlo. Cuando intentes forjar un efecto de
carisma, nunca olvides la fuente religiosa de su poder. Debes irradiar una
cualidad interior con un dejo de santidad o espiritualidad. Tus ojos deben
brillar con el fuego de un profeta.
Tu carisma debe parecer natural, como si
procediera de algo misteriosamente fuera de tu control, un don de los dioses.
En nuestro mundo racional y desencantado, la gente anhela una experiencia
religiosa, en particular a nivel grupal. Toda señal de carisma actúa sobre este
deseo de creer en algo. Y no hay nada más seductor que darle a la gente algo en
qué creer y seguir.
El carisma debe parecer místico, pero esto no significa que
no puedas aprender ciertos trucos para aumentar el que ya posees, o que den la
impresión exterior de que lo tienes. Las siguientes son las cualidades básicas
que te ayudarán a crear la ilusión de carisma.
Propósito. Si la gente cree que tienes un plan, que sabes
adónde vas, te seguirá instintivamente. La dirección no importa: elige una
causa, un ideal, una visión, y demuestra que no te desviarás de tu meta. La
gente imaginará que tu seguridad procede de algo real, así como los antiguos
hebreos creyeron que Moisés estaba en comunión con Dios simplemente porque
exhibía las señales externas de ello.
La determinación es doblemente carismática en tiempos
difíciles. Como la mayoría de la gente titubea antes de hacer algo atrevido
(aun cuando lo que se requiera sea actuar), una decidida seguridad te
convertirá en el centro de atención. Los demás creerán en ti por la simple
fuerza de tu carácter.
Cuando Franklin Delano Roosevelt llegó al poder en
Estados Unidos durante la Gran Depresión, mucha gente dudaba de que pudiera
hacer grandes cambios. Pero en sus primeros meses en el puesto exhibió tanta
seguridad, tanta decisión y claridad frente a los muchos problemas del país,
que la gente empezó a verlo como su salvador, alguien con un intenso carisma.
Misterio. El misterio se sitúa en el corazón del carisma,
pero se trata de una clase particular: un misterio expresado por la
contradicción. El carismático puede ser tanto proletario como aristócrata (Mao
Tse-Tung), cruel y bondadoso (Pedro el Grande), excitable y glacialmente
indiferente (Charles De Gaulle), íntimo y distante (Sigmund Freud).
Dado que la mayoría de las personas son
predecibles, el efecto de estas contradicciones es devastadoramente
carismático. Te vuelven difícil de entender, añaden riqueza a tu carácter,
hacen que la gente hable de ti. A menudo es mejor que reveles tus
contradicciones lenta y sutilmente: si las expones una tras otra, los demás
podrían pensar que tienes una personalidad errática.
Muestra tu misterio
gradualmente, y se correrá la voz. También debes mantener a la gente a prudente
distancia, para evitar que te comprenda.
Otro aspecto del misterio es un dejo de asombro.
La
impresión de dones proféticos o psíquicos contribuirá a tu aura. Predice cosas
con seriedad y la gente imaginará a menudo que lo que dijiste se hizo realidad.
Santidad. La mayoría
de nosotros transigimos constantemente para sobrevivir, los santos no. Ellos
deben vivir sus ideales sin preocuparse por las consecuencias. El efecto
piadoso confiere carisma.
La santidad va más allá de la religión; políticos tan
dispares como George Washington y
Lenin se hicieron fama de santos por vivir con sencillez, pese a su poder:
ajustando su vida personal a sus valores políticos. Ambos fueron prácticamente
divinizados al morir. Albert Einstein también tenía aura de santidad: infantil,
reacio a transigir, perdido en su propio mundo.
La clave es que debes tener
ciertos valores profundamente arraigados; esta parte no puede fingirse, al
menos no sin correr el riesgo de acusaciones de charlatanería que destruirán tu
carisma a largo plazo. El siguiente paso es demostrar, con la mayor sencillez y
sutileza posibles, que practicas lo que predicas.
Por último, la impresión de
ser afable y sencillo puede convertirse a la larga en carisma, siempre y cuando
parezcas totalmente a gusto con ella. La fuente del carisma de Harry Truman, e
incluso de Abraham Lincoln, fue parecer una persona como cualquiera.
Elocuencia. Un
carismático depende del poder de las palabras. La razón es simple: las palabras
son la vía más rápida para crear perturbación emocional. Pueden exaltar,
elevar, enojar sin hacer referencia a nada real. Durante la guerra civil
española, Dolores Ibánuri, conocida como La Pasionaria, pronunciaba discursos procomunistas
con tal poder emotivo que determinaron varios momentos clave de esa contienda.
Para conseguir este tipo de elocuencia, es útil que el orador sea tan emotivo,
tan sensible a las palabras, como el público. Pero la elocuencia puede
aprenderse: los recursos que La Pasionaria utilizaba —consignas, lemas,
reiteraciones rítmicas, frases que el público repita— son fáciles de adquirir.
Roosevelt, un tipo tranquilo y patricio, podía convertirse en un orador
dinámico, a causa tanto de su estilo de expresión oral, lento e hipnótico, como
por su brillante uso de imágenes, aliteraciones y retórica bíblica. Las
multitudes en sus mítines solían conmoverse hasta las lágrimas. El estilo lento
y serio suele ser más eficaz a largo plazo que la pasión, porque es más
sutilmente fascinante, y menos fatigoso.
Teatralidad. Un
carismático es exuberante, tiene una presencia fuerte. Los actores han
estudiado esta presencia desde hace siglos; saben cómo pararse en un escenario
atestado y llamar la atención. Sorpresivamente, no es el actor que más grita o
gesticula el que mejor ejerce esta magia, sino el que guarda la calma,
irradiando seguridad en sí mismo.
El efecto se arruina si se hace demasiado
esfuerzo. Es esencial poseer conciencia de sí, poder verte como los demás te
ven. De Gaulle sabía que esta conciencia de sí era clave para su carisma; en
las circunstancias más turbulentas —la ocupación nazi de Francia, la
reconstrucción nacional tras la segunda guerra mundial, una rebelión militar en
Argelia— mantenía una compostura olímpica que contrastaba magníficamente con la
histeria de sus colegas.
Cuando hablaba, nadie le quitaba los ojos de encima.
Una vez que tú sepas cómo llamar la atención de esta manera, acentúa el efecto
apareciendo en actos ceremoniales y rituales repletos de imágenes incitantes,
para parecer majestuoso y divino. La extravagancia no tiene nada que ver con el
carisma: atrae el tipo de atención incorrecto.
Desinhibición. La
mayoría de las personas están reprimidas, y tienen poco acceso a su
inconsciente, problema que crea oportunidades para el carismático, quien puede
volverse una suerte de pantalla en que los demás proyecten sus fantasías y
deseos secretos. Primero tendrás que mostrar que eres menos inhibido que tu
público: que irradias una sexualidad peligrosa, no temes a la muerte, eres
deliciosamente espontáneo. Aun un indicio de estas cualidades hará pensar a la
gente que eres más poderoso de lo que en verdad eres. En la década de 1850, una
bohemia actriz estadunidense, Adah Isaacs Menken, sacudió al mundo con su
desenfrenada energía sexual y su intrepidez. Aparecía semidesnuda en el
escenario, realizando actos en los que desafiaba a la muerte; pocas mujeres
podían atreverse a algo así en la época victoriana, y una actriz más bien
mediocre se volvió figura de culto.
Como extensión de tu desinhibición, tu trabajo y carácter
deben poseer una cualidad de irrealidad que revele tu apertura a tu
inconsciente. Tener esta cualidad fue lo que transformó a artistas como Wagner
y Picasso en ídolos carismáticos. Algo afín a esto es la soltura de cuerpo y
espíritu; mientras que los reprimidos son rígidos, los carismáticos tienen una
serenidad y adaptabilidad que indica su apertura a la experiencia.
Fervor. Debes creer en algo, y con tal firmeza que anime
todos tus gestos y encienda tu mirada. Esto no se puede fingir. Los políticos
mienten inevitablemente; lo que distingue a los carismáticos es que creen en
sus mentiras, lo cual las vuelve mucho más creíbles. Un prerrequisito de la
creencia ardiente es una gran causa que junte a las personas, una cruzada.
Conviértete en el punto de confluencia del descontento de la gente, y muestra
que no compartes ninguna de las dudas que infestan a los seres humanos
normales. En 1490, el florentino Girolamo Savonarola se alzó contra la
inmoralidad del papa y la iglesia católica. Asegurando que actuaba por
inspiración divina, durante sus sermones se animaba tanto que la histeria se
apoderaba del gentío. Savonarola logró tantos seguidores que asumió brevemente
el control de la ciudad, hasta que el papa lo hizo capturar y quemar en la
hoguera. La gente creyó en él por la profundidad de su convicción. Hoy más que
nunca su ejemplo tiene relevancia: la gente está cada vez más aislada, y ansia
experiencias colectivas. Permite que tu ferviente y contagiosa fe, en
prácticamente todo, le dé algo en qué creer.
vulnerabilidad. Los carismáticos exhiben necesidad de amor
y afecto. Están abiertos a su público, y de hecho se nutren de su energía; el
público es electrizado a su vez por el carismático, y la corriente aumenta al
ir y venir. Este lado vulnerable del carisma suaviza el de la seguridad, que
podría parecer fanática y alarmante.
Como el carisma implica sentimientos parecidos al amor, por
tu parte debes revelar tu amor a tus seguidores. Este fue un componente clave
del carisma que Marilyn Monroe irradiaba en la cámara. Tú sabías que pertenecía
al Público", escribió en su diario, "y al mundo, y no porque fuera
talentosa o bella, sino porque nunca había pertenecido a nada ni nadie más. El
Público era la única familia, el único príncipe azul y el único hogar con que
siempre soñé." Frente a la cámara, Marilyn cobraba vida de repente,
coqueteando con y excitando a su invisible público. Si la audiencia no siente
esta cualidad en ti, se alejará. Por otro lado, nunca parezcas manipulador o
necesitado. Imagina a tu público como una sola persona a la que tratas de
seducir: nada es más seductor para la gente que sentirse deseada.
Audacia. Los
carismáticos no son convencionales. Tienen un aire de aventura y nesgo que
atrae a los aburridos. Sé desfachatado y valiente en tus actos; que te vean
corriendo riesgos por el bien de otros. Napoleón se cercioraba de que sus
soldados lo vieran junto a los cañones en batalla. Lenin paseaba por las
calles, pese a las amenazas de muerte que había recibido. Los carismáticos
prosperan en aguas turbulentas; una crisis les permite hacer alarde de su
arrojo, lo que incrementa su aura. John F. Kennedy volvió en sí cuando hizo
frente a la crisis de los misiles en Cuba, Charles De Gaulle cuando enfrentó la
rebelión en Argelia. Ambos necesitaron esos problemas para parecer carismáticos,
y de hecho algunos los acusaron de provocar situaciones (Kennedy mediante su
estilo diplomático suicida, por ejemplo) que explotaban su amor a la aventura.
Muestra heroísmo para conseguir carisma de por vida. A la inversa, el menor
signo de cobardía o timidez arruinará el carisma que tengas.
Magnetismo. Si un
atributo físico es crucial para la
seducción son los ojos. Revelan excitación, tensión, desapego, sin palabras de
por medio. La comunicación indirecta es crítica en la seducción, y también en
el carisma. El comportamiento de los carismáticos puede ser desenvuelto y
sereno, pero sus ojos son magnéticos; tienen una mirada penetrante que perturba
las emociones de sus objetivos, ejerciendo fuerza sin palabras ni actos. La
mirada agresiva de Fidel Castro puede reducir al silencio a sus adversarios.
Cuando se le refutaba, Benito Mussolini entornaba los ojos, mostrando el blanco
de una manera que asustaba a la gente. Ahmed Sukarno, presidente de Indonesia,
tenía una mirada que parecía capaz de leer el pensamiento. Roosevelt dilataba
las pupilas a voluntad, lo que volvía su mirada tanto hipnótica como
intimidante. Los ojos del carismático nunca indican temor ni nervios.
Todas estas habilidades pueden adquirirse. Napoleón pasaba
horas frente al espejo, para ajustar su mirada a la del gran actor
contemporáneo Taima. La clave es el autocontrol.
La mirada no necesariamente
tiene que ser agresiva; también puede mostrar satisfacción. Recuerda: de tus
ojos puede emanar carisma, pero también pueden delatarte como impostor. No
dejes tan importante atributo al azar. Practica el efecto que deseas.
Carisma genuino significa entonces la
capacidad para generar internamente y expresar externamente extrema emoción,
capacidad que convierte a alguien en objeto de atención intensa e irreflexiva
imitación de los demás. —Liah Greenñeld.
El profeta milagroso.
En el año 1425, Juana de Arco, campesina del poblado francés de Domrémy,
tuvo su primera visión: "Tenía trece años cuando Dios envió una voz para
que me guiara". Esa voz era la de san Miguel, quien llevaba un mensaje
divino: Juana había sido elegida para librar a Francia de los invasores
ingleses (que gobernaban entonces la mayor parte del país), y del caos y guerra
resultantes. También debía restituir la corona francesa al príncipe —el delfín,
más tarde Carlos Vil—t su legítimo heredero. Santa Catalina y
santa Margarita también pablaron a Juana. Sus visiones eran extraordinariamente
vividas: vio a san Miguel, lo tocó, lo olió.
Al principio Juana
no dijo a nadie lo que había visto; para todos los que la conocían, era una
tranquila niña campesina. Pero las visiones se hicieron más intensas, así que
en 1429 dejó Domrémy decidida a realizar la misión para la que Dios la había
elegido. Su meta era .reunirse con Carlos en la ciudad de Chinon, donde él
había establecido su corte en el exilio. Los obstáculos eran enormes: Chinon
estaba lejos, el viaje era peligroso y Carlos, aun si ella lo encontraba, era
un joven perezoso y cobarde con pocas probabilidades de emprender una cruzada contra
los ingleses. Impertérrita, fue de un poblado a otro, explicando su misión a
los soldados y pidiéndoles que la escoltaran a Chinon. En ese entonces
abundaban las jóvenes con visiones religiosas, y no había nada en la apariencia
de Juana que inspirara confianza; sin embargo, un soldado, Jean de Metz, quedó
intrigado por ella.
Lo que lo fascinó fue el extremo detalle de sus visiones:
ella liberaría la sitiada ciudad de
Orleans, haría coronar al rey en la catedral de Reims, dirigiría al ejército a
París; sabía cómo sería herida, y dónde; las palabras que atribuía a san Miguel
eran muy diferentes al lenguaje de una muchacha campesina, y transmitía una
seguridad tan serena que resplandecía de convicción. De Metz cayó bajo su
hechizo. Le juró lealtad y marchó con ella a Chinon. Pronto, también otros
ofrecieron asistencia, y a oídos de Carlos llegó la noticia de la extraña joven
en pos de él.
En el trayecto de quinientos cincuenta kilómetros a Chinon,
acompañada sólo de un puñado de soldados, por un territorio infestado de bandas
en pugna, Juana no mostró temor ni vacilación. El viaje duró varios meses.
Cuando finalmente ella llegó a su destino, el delfín decidió recibir a la joven
que prometía restituirle el trono, pese a la opinión de sus consejeros; pero se
aburría, y quería diversión, así que optó por jugarle una broma.
Ella se
encontraría con él en una sala llena de cortesanos; para probar sus poderes
proféticos, él se disfrazó de uno de ellos, y vistió a otro de sí mismo. Pero
cuando Juana llegó, y para sorpresa de la multitud, caminó directamente hasta
Carlos y le hizo una reverencia: "El Rey del Cielo me envía a ti con el
mensaje de que serás el lugarteniente del Rey del Cielo, quien también es el
rey de Francia". En la conversación que siguió, Juana pareció hacerse eco
de los más ocultos pensamientos de Carlos, mientras contaba de nuevo, con
extraordinario detalle, las hazañas que llevaría a cabo. Días después, este
hombre indeciso e inconstante se declaró convencido, y dio su aprobación a
Juana para encabezar un ejército francés contra los ingleses.
Milagros y santidad aparte, Juana de Arco tenía ciertas
cualidades básicas que la volvían excepcional. Sus visiones eran intensas;
podía describirlas con tanto detalle que debían ser reales.
Los detalles tienen
ese efecto: conceden una sensación de realidad aun a las más descabelladas
afirmaciones. De igual modo, en una época de gran desorden, ella estaba
sumamente concentrada, como si su fuerza procediera de otro mundo. Hablaba con
autoridad, y predicaba cosas que la gente quería: los ingleses serían
derrotados, la prosperidad retornaría. También tenía el llano sentido común de
los campesinos. Seguramente oyó descripciones de Carlos de camino a Chinon; una
vez en la corte, fue capaz de percibir la trampa que él le había puesto, y de
distinguir confiadamente su engreído rostro entre la multitud.
Al año siguiente
sus visiones la abandonaron, y también su seguridad; cometió muchos errores,
que condujeron a su captura por los ingleses. Era humana, en realidad.
Quizá nosotros ya no creamos en milagros, pero todo lo que
insinúa poderes extraños, de otro mundo o hasta sobrenaturales creará carisma.
La psicología es la misma: tienes visiones del futuro, y de las cosas
maravillosas que puedes cumplir. Describe esas cosas con gran detalle, con un
aire de autoridad, y destacarás de súbito. Y si tu profecía —de prosperidad,
por decir algo— es justo lo que la gente quiere oír, es probable que caiga bajo
tu hechizo, y vea más tarde los acontecimientos como confirmación de tus predicciones.
Exhibe notable seguridad y la gente pensará que tu confianza procede de un
conocimiento real. Engendrarás una profecía que se cumple sola: la creencia de
la gente en ti se traducirá en actos que contribuirán a realizar tus visiones.
Todo indicio de éxito la hará ver milagros, poderes asombrosos, el fulgor del
carisma.
El animal auténtico. Un
día de 1905, el salón en San Petersburgo de la condesa Ignatiev estaba
inusualmente lleno. Políticos, damas de sociedad y cortesanos habían llegado
temprano para esperar al distinguido invitado de honor; Grigori Eíimovich,
Rasputín, monje siberiano de cuarenta años de edad que se había hecho fama en
toda Rusia como curandero, quizá santo. Cuando Rasputín arribó, pocos pudieron
ocultar su decepción: su rostro era feo¿ desgreñado su
cabello, y él mismo era desgarbado y rústico. Se preguntaron qué hacían ahí.
Pero entonces Rasputín se acercó a cada uno de ellos, les envolvió los dedos entre sus enormes manos y los miró directamente
a los ojos. Al principio su mirada era inquietante: mientras los contemplaba de
hito _, parecía sondearlos y juzgarlos. Pero de pronto su expresión cambió, y
su cara irradió bondad, alegría y comprensión. Abrazó a varias damas, con
extrema elusividad. Este llamativo contraste tuvo efectos profundos.
El ánimo en la sala pasó pronto de la decepción a la
emoción. La voz de Rasputín era grave y serena; y aunque su lenguaje era tosco,
las ideas que expresaba resultaban deliciosamente simples, y sonaban a grandes
verdades espirituales. Justo cuando los invitados empezaban a relajarse con ese
campesino de sucia apariencia, el humor i de éste pasó de súbito al enojo:
"Los conozco, puedo leer en su alma.
Son demasiado engreídos. [...] Esas finas prendas y artes
suyas son infieles y perniciosas. ¡Los hombres deben aprender a humillarse!
De-n ser sencillos, muy, muy sencillos. Sólo entonces Dios se acercará a
ustedes". El rostro del monje se animó, sus pupilas se dilataron, parecía
completamente distinto. Su mirada iracunda era tan imponente que recordó a
Jesús echando a los comerciantes del templo. Luego Rasputín se calmó, volvió a
mostrarse gentil, pero los invitados ya lo veían como alguien extraño y
notable. Entonces, en una actuación que repetiría pronto en salones de toda la
ciudad, puso a cantar a los invitados una melodía popular; y mientras cantaban,
él empezó a bailar, una danza extraña y desinhibida de su invención, al tiempo
que rodeaba a las mujeres más atractivas ahí presentes, a quienes invitaba con
los ojos a unírsele.
La danza se volvió vagamente sexual; cuando BUS
parejas caían bajo su hechizo, él murmuraba a su oído sugestivos comentarios.
Pero ninguna pareció ofenderse.
Durante los meses
siguientes, mujeres de todos los niveles de la sociedad de San Petersburgo
visitaron a Rasputín en su departamento. Hablaba con ellas de temas
espirituales, pero después, sin previo [aviso, se volvía sensual, y les
susurraba las más burdas insinuaciones. Se justificaba con el dogma espiritual:
¿cómo podía arrepentirse uno si no había pecado? La salvación sólo llega a
quienes se descarrían.
Una de las pocas mujeres que rechazaron sus avances fue
interrogada por una amiga: "¿Cómo es posible negar algo a un santo?".
"¿Acaso un santo necesita del amor pecaminoso?", contestó ella. La
amiga replicó: “E1 vuelve sagrado todo lo que toca. Yo le he pertenecido ya, y
estoy orgullosa y satisfecha de eso". "¡Pero estás casada! ¿Qué dice
tu esposo?". "Lo considera un gran honor. Si Rasputín desea a una mujer,
todos lo consideramos una bendición y distinción, nuestros esposos tanto como
nosotras mismas."
El hechizo de Rasputín se extendió en poco tiempo al zar
Nicolás, y en particular a su esposa, la zarina Alejandra, luego de que, al
parecer, curó a su hijo de una lesión mortal. Años después, él era el hombre
más poderoso de Rusia, con absoluto dominio sobre la pareja real.
Las personas son más complejas que las máscaras que usan en
sociedad. Un hombre que parece noble y delicado quizá oculte un lado oscuro, el
que con frecuencia se manifestará en formas extrañas; si su nobleza y
refinamiento son de hecho una impostura, tarde o temprano la verdad saldrá a la
luz, y su hipocresía decepcionará y ahuyentará. Por el contrario, nos atraen
las personas que parecen más holgadamente humanas, que no se molestan en
esconder sus contradicciones. Ésta era la fuente del carisma de Rasputín. Un
hombre tan auténtico, tan desprovisto de apocamiento o hipocresía, era
sumamente atractivo. Su maldad y su santidad eran tan extremas que lo volvían
desbordante. El resultado era un aura carismática inmediata y proverbial;
irradiaba de sus ojos, y del contacto de sus manos.
La mayoría somos una combinación de demonio y santo, lo
noble y lo innoble, y pasamos la vida tratando de reprimir nuestro lado oscuro.
Pocos podemos dar rienda suelta a ambos lados, como hacía Rasputín, pero
podemos crear carisma en menor grado liberándonos de cohibiciones, y de la
incomodidad que la mayoría sentimos por nuestra complicada naturaleza. No
puedes evitar ser como eres, así que sé genuino. Esto es lo que nos atrae de
los animales: hermosos y crueles, no dudan de sí. Esta cualidad es doblemente fascinante en los seres humanos.
Las personas que gustan de guardar las apariencias podrían condenar tu lado
oscuro, pero la virtud no es lo único que crea carisma; todo lo extraordinario
lo hará. No te disculpes ni te quedes a medio camino. Entre más desenfrenado
parezcas, más magnético será tu efecto.
Por su propia naturaleza, la existencia de la autoridad
carismática es específicamente inestable. El detentador puede verse privado de
su carisma; puede sentirse "abandonado por su Dios" como Jesús en la
cruz; puede demostrar a sus seguidores que "la virtud se ha agotado".
Su misión se extingue entonces, y la esperanza aguarda y busca un nuevo
detentador de carisma.
MAX WEBER, DE MAX
WEBER: ENSAYOS DE SOCIOLOGÍA, EDICIÓN DE HANS GERTH
Y
C
WRIGHT
MILLS.
El artista demoníaco. En su infancia se consideraba a Elvis
Presley un chico extraño y muy reservado. En la preparatoria, en Memphis,
Tennessee, llamaba la atención por su copete y patillas y su atuendo rosa y
negro, pero quienes intentaban hablarle no encontraban nada en él: era
terriblemente soso o irremediablemente tímido. En la fiesta de graduación, fue
el único que no bailó. Parecía perdido en un mundo privado, enamorado de la
guitarra que llevaba a todas partes. En el Ellis Auditorium, al final de una
función de música gospel o lucha libre, el gerente de concesiones solía
hallarlo en el escenario imitando una actuación y recibiendo los aplausos de un
público imaginario. Cuando le pedía que se marchara, Elvis se iba sin decir
nada. Era un muchacho muy cortés.
En 1953, justo recién salido de la preparatoria, Elvis
grabó su primera canción, en un estudio local. Se trataba de una prueba, una
oportunidad de oír su voz. Un año después, el dueño del estudio, Sam Phillips,
lo llamó para grabar dos canciones de blues con una pareja de músicos
profesionales. Trabajaron durante horas, pero nada parecía embonar; Elvis
estaba nervioso e inhibido. Casi al fin de la velada, aturdido por la fatiga,
de pronto se soltó y empezó a brincar como niño por todas partes, en un momento
de completo desfogue. Los músicos se le sumaron, la canción era cada vez más
arrebatada y los ojos de Phillips de encendieron: ahí había algo.
Un mes más tarde, Elvis dio su primera función pública, en
un parque al aire libre en Memphis. Estaba tan nervioso como lo había estado en
la sesión de grabación, y tartamudeaba apenas cuando tenía que hablar; pero en
cuanto empezó a cantar, las palabras brotaron solas. La multitud reaccionó
emocionada, llegando al clímax en ciertos momentos. Elvis no sabía qué pasaba.
"Al terminar la canción me acerqué al manager", diría después,
"y le pregunté qué había enloquecido al público. Me respondió: 'No sé,
pero creo que se pone a gritar cada vez que sacudes la pierna izquierda. Sea lo
que sea, no pares'."
Un sencillo grabado por Elvis en 1954 tuvo éxito. Poco
después, vendía mucho ya. Subir al escenario lo llenaba de ansiedad y emoción,
al grado de convertirlo en otro, como si estuviera poseído. "He hablado
con algunos cantantes y se ponen un poco nerviosos, pero dicen que los nervios
como que se les calman cuando empiezan a can-lar. A mí no. Es una especie de
energía, [...] algo parecido al sexo, tal vez." En los meses siguientes
descubrió más gestos y sonidos —sacudidas de baile, una voz más trémula— que
enloquecían a las multitudes, en especial a las adolescentes. Un año después
era el músico más popular de Estados Unidos. Sus conciertos eran sesiones de
histeria colectiva.
Elvis Presley tenía un lado oscuro, una vida secreta.
(Algunos la han atribuido a la muerte, al nacer, de su hermano gemelo.) De
joven reprimió mucho ese lado oscuro, que incluía toda clase de fantasías, a
las que únicamente podía ceder cuando estaba solo, aunque su ropa poco
convencional quizá haya sido también un síntoma de lo mismo.
Cuando actuaba, no
obstante, podía soltar esos demonios. Emergían como una peligrosa fuerza
sexual. Espasmódico, andrógino, desinhibido, él era un hombre que cumplía
extrañas fantasías ante el público. La audiencia sentía esto y se excitaba. Lo
que daba carisma a Elvis no era un estilo y apariencia extravagantes, sino la
electrizante expresión de su turbulencia interior.
Una muchedumbre o grupo de cualquier tipo tiene una energía
única. Justo bajo la superficie está el deseo, una constante excitación sexual
que debe reprimirse, por ser socialmente inaceptable. Si tú posees la capacidad
de despertar esos deseos, la multitud verá que tienes carisma. La clave es
aprender a acceder a tu inconsciente, como hacía Elvis cuando se soltaba. Estás
lleno de una agitación que parece proceder de una misteriosa fuente interna. Tu
desinhibición invitará a otras personas a abrirse, lo que detonará una reacción
en cadena: su excitación te animará más aún. Las fantasías que saques a la
superficie no necesariamente tienen que ser sexuales; cualquier tabú social,
cualquier cosa reprimida y con urgencia de una salida, será suficiente. Haz
sentir esto en tus grabaciones, tus obras de arte, tus libros. La presión social
mantiene tan reprimida a la gente que ésta se sentirá atraída por tu carisma
antes siquiera de haberte conocido en persona.
El salvador. En
marzo de 1917, el parlamento de Rusia obligó a abdicar al soberano de la
nación, el zar Nicolás, y estableció un gobierno provisional. Rusia estaba en
ruinas. Su participación en la primera guerra mundial había sido un desastre;
el hambre se extendía por todos lados, el inmenso campo era presa del saqueo y
el linchamiento, y los soldados desertaban en masa del ejército. Políticamente,
el país estaba muy dividido; las principales facciones eran la derecha, los
socialdemócratas y los revolucionarios de izquierda, y cada uno de estos grupos
estaba aquejado a su vez por la disensión.
En medio de este caos llegó Vladimir Ilich Lenin, de
cuarenta y siete años de edad. Revolucionario marxista, líder del partido
comunista bolchevique, había sufrido un exilio de doce años en Europa hasta
que, reconociendo el caos que invadía a Rusia como la oportunidad que tanto
había esperado, volvió de prisa a su país. Llamó entonces a suspender la
participación en la guerra, y a una inmediata revolución socialista. En las
primeras semanas tras su arribo, nada habría podido parecer más ridículo. Como
hombre, Lenin era poco impresionante, de baja estatura y facciones toscas.
Además, había pasado años en Europa, aislado de su pueblo e inmerso en la
lectura y las discusiones intelectuales. Más aún, su partido era pequeño,
apenas un grupúsculo de la coalición de izquierda, con poca organización.
Pocos
lo tomaban en serio como líder nacional.
Impertérrito, Lenin se puso a trabajar. En todas partes
repetía el mismo mensaje simple: poner fin a la guerra, establecer el régimen
del proletariado, abolir la propiedad privada, redistribuir la riqueza.
Exhausto
por las interminables guerras políticas intestinas de la nación y la
complejidad de sus problemas, el pueblo empezó a escuchar. Lenin era tan
decidido, tan seguro. Nunca perdía la calma. En ásperos debates, simplemente
demolía con su lógica cada argumento de los adversarios.
A obreros y soldados
les impresionaba su firmeza. Una vez, en medio de un disturbio en ciernes,
asombró a su chofer saltando al estribo del auto y señalando el camino entre la
multitud, con considerable riesgo personal. Cuando le decían que sus ideas no
tenían nada que ver con la realidad, contestaba: "Peor para la
realidad!".
Junto a la seguridad mesiánica de Lenin en su causa, estaba
su capacidad organizativa.
Exiliado en Europa, su partido se había dispersado y
menguado; para mantenerlo unido, él había desarrollado grandes habilidades prácticas. Frente
a una muchedumbre, era también un orador eficaz. Su discurso en el Primer
Congreso Panruso de los Soviets causó sensación: revolución o gobierno burgués,
proclamó, pero nada intermedio; basta ya de los arreglos en que participaba la
izquierda.
En un momento en que otros políticos pugnaban desesperadamente por
adaptarse a la crisis nacional, sin lograrlo del todo, Lenin era estable como
una roca. Su prestigio aumentó, lo mismo que el número de miembros del partido
bolchevique.
Lo más sorprendente era el efecto de Lenin en los obreros,
soldados y campesinos. Se dirigía a estos individuos comunes cada vez que se
topaba con ellos: en la calle, subido a una silla, los pulgares en las solapas,
su discurso era una rara mezcla de ideología, aforismos campesinos y lemas
revolucionarios. Ellos escuchaban, extasiados. Cuando Lenin murió, en 1924
—siete años después de haber abierto camino por sí solo a la Revolución de octubre
de 1917, que lo llevó vertiginosamente al poder junto con los bolcheviques—,
esos mismos rusos ordinarios se vistieron de luto. Le rindieron pleitesía en su
tumba, donde su cuerpo fue preservado a la vista; contaban historias de él,
con lo que desarrollaron un conjunto de leyendas populares; a miles de niñas
recién nacidas se les bautizó como Ninel, Lenin al revés. Este culto a Lenin
asumió proporciones religiosas.
Existe todo género de confusiones sobre el carisma, las
que, paradojicamente, no hacen sino aumentar su mística. El carisma tiene poco
que ver con una apariencia física atractiva o una personalidad brillante,
cualidades que incitan un interés de corto plazo. En particular en tiempos
difíciles, las personas no buscan diversión; quieren seguridad, mejor calidad
de vida, cohesión social. Lo creas o no, un hombre o mujer de aspecto insulso,
pero con una visión clara, determinación y habilidades prácticas puede ser
devastadoramente carismático, siempre y cuando esto vaya acompañado de cierto
éxito. Nunca subestimes el poder del éxito en el acrecentamiento de tu aura. ¡Pero
en un mundo repleto ! de tramposos y
contemporizadores cuya indecisión sólo genera más ¡ desorden, un alma lúcida
será un imán de atención: tendrá carisma. En el trato personal, o en un café en
Zürich antes de la revolución, Lenin tenía escaso o nulo carisma. (Su seguridad
era atractiva, pero muchos consideraban irritante su estridencia.) Obtuvo
carisma cuando se le vio como el hombre que podía salvar al país. El carisma :
no es una cualidad misteriosa en ti, fuera de tu control; es una ilusión a ojos
de quienes ven en ti algo que ellos no tienen. Particularmente en tiempos
difíciles, puedes aumentar esa ilusión con serenidad, resolución y un perspicaz
sentido práctico.
También es útil tener un mensaje seductoramente simple.
Llamémosle síndrome del salvador: una vez que la gente imagina que puedes
salvarla del caos, se enamorará de ti, como una persona que se arroja en brazos
de su protector. Y el amor masivo equivale a carisma. ¿Cómo explicar si no, el
amor que rusos ordinarios sentían por un hombre tan poco emotivo y emocionante
como Vladimir Lenin?
El gurú. De
acuerdo con las creencias de la Sociedad Teosófica, cada dos mil años, más o
menos, el espíritu del Maestro Universal, el Señor Maitreya, habita el cuerpo
de un ser humano. Primero fue Sri Krishna, nacido dos mil años antes de Cristo;
luego fue el propio Jesús, y a principios del siglo XX estaba prevista otra
encarnación. Un día de 1909, el teósofo Charles Leadbeater vio a un chico en
una playa de la India y tuvo una epifanía: ese muchacho de catorce años, Jiddu
Krishnamurti, sería el siguiente vehículo del Maestro Universal. A Leadbeater
le impresionó la sencillez del muchacho, quien parecía carecer de la menor
traza de egoísmo. Los miembros de la Sociedad Teosófica coincidieron con su
evaluación y adoptaron a ese escuálido y desnutrido chico, cuyos maestros lo
habían golpeado repetidamente por su estupidez. Lo alimentaron y vistieron, e
iniciaron su instrucción espiritual. Ese desaliñado pilluelo se convirtió en un
joven sumamente apuesto.
En 1911, los teósofos formaron la Orden de la Estrella en
Oriente, grupo destinado a preparar el camino para la llegada del Maestro
Universal. Krishnamurti fue nombrado jefe de la orden. Se le llevó a Inglaterra,
donde continuó su educación, y dondequiera que iba era mimado y venerado. Su
aire de sencillez y satisfacción no podía menos que impresionar.
Pronto Krishnamurti empezó a tener visiones. En 1922
declaró: "He bebido de la fuente de la dicha y la eterna belleza. Estoy
embriagado de Dios". En los años siguientes tuvo experiencias psíquicas
que los teósofos interpretaron como visitas del Maestro Universal. Pero
Krishnamurti había tenido en realidad un tipo diferente de revelación: la
verdad del universo venía de dentro. Ningún dios, gurú ni dogma podrían hacer
que uno la comprendiera. Él no era un dios ni mesías, sino un hombre como
cualquiera. La veneración con que se le trataba le repugnaba. En 1929, para
consternación de sus seguidores, disolvió la Orden de la Estrella y renunció a
la Sociedad Teosófica. Krishnamurti se hizo filósofo entonces, decidido a
difundir la verdad que había descubierto: que uno debe ser simple, quitar la
pantalla del lenguaje y la experiencia pasada. Por estos medios, cualquiera
puede alcanzar una satisfacción del tipo que Krishnamurti irradiaba. Los
teósofos lo abandonaron, pero él tenía más seguidores que nunca.
En California,
donde pasaba gran parte de su tiempo, el interés en él rayaba en adoración. El
poeta Robinson Jeffers aseguró que cada vez que Krishnamurti entraba a una
sala, podía sentirse que un fulgor llenaba el espacio. El escritor Aldous
Huxley lo conoció en Los Ángeles y cayó bajo su hechizo. Tras oírlo hablar,
escribió: "Era como escuchar el discurso de Buda: el mismo poder, la misma
autoridad intrínseca". Irradiaba iluminación. El actor John Barrymore le
pidió hacer el papel de Buda en una película. (Krishnamurti declinó
cortésmente.) Cuando visitó la India, manos salían de la multitud para tratar
de tocarlo por la ventana del auto descubierto. La gente se postraba ante él.
Asqueado por toda esta adoración, Krishnamurti se distanció cada vez más.
Incluso hablaba de sí en tercera persona. De hecho, la capacidad para
desprenderse del propio pasado y ver al mundo de otra manera formaba parte de
su filosofía, pero una vez más el efecto fue contrario al esperado: el cariño y
veneración que la gente sentía por : él no nacía sino aumentar.
Sus seguidores
peleaban celosamente por muestras de su favor. Las mujeres en particular se
enamoraban profundamente de él, aunque fue célibe toda la vida.
Krishnamurti no deseaba ser gurú ni carismático, pero
descubrió inadvertidamente una ley de la psicología humana que lo perturbó. La
gente no quiere oír que tu poder procede de años de esfuerzo o disciplina.
Prefiere pensar que proviene de tu personalidad, tu carácter, algo con lo que
naciste. Y espera que la proximidad del gurú o carismático le transmita parte
de ese poder. No quería tener que leer los libros de Krishnamurti, o pasar años
practicando sus lecciones; simplemente quería estar cerca de él, empaparse de
su aura, oírlo hablar, sentir la luz que entraba a la sala con él. Krishnamurti
defendía la sencillez como una forma de abrirse a la verdad, pero su propia
sencillez no hacía más que permitir a la gente ver lo que quería en él,
atribuyéndole poderes que él no sólo negaba, sino que también ridiculizaba.
Éste es el efecto del gurú, y es sorprendentemente simple
de crear. El aura que persigues en este caso no es la ardiente de la mayoría de
los carismáticos, sino un aura de incandescencia, de iluminación. Una persona
iluminada ha comprendido algo que le da satisfacción, y esta satisfacción
resplandece. Esta es la apariencia que deseas: no necesitas nada ni a nadie,
estás pleno. Las personas sienten natural atracción por quienes emiten
felicidad; quizá puedan obtenerla de ti. Cuanto menos obvio seas, mejor: que la
gente concluya que eres feliz, en vez de saberlo de ti. Que lo vea en tu
pausada actitud, tu amable sonrisa, tu serenidad y bienestar. Da vaguedad a tus
palabras, para que la gente imagine lo que quiera.
Recuerda: ser ajeno y
distante no "hace sino estimular el efecto. La gente peleará por la menor
señal de tu interés. Un gurú está satisfecho y apartado, combinación tremendamente
carismática.
La santa
teatral. Todo comenzó en la radio. A
fines de la década de 1930 y principios de la de 1940, las mujeres argentinas
oían la voz lastimera y musical de Eva Duarte en algunas de las populares radionovelas
de la época, auténticas superproducciones. Ella nunca hacía reír, pero muy a
menudo podía hacer lloran con las quejas de una mujer traicionada, o las
últimas palabras de María Antonieta. De sólo pensar en su voz, se sentía un
estremecimiento de emoción. Además, era bonita, de largo y suelto cabello rubio
y cara seria, la cual aparecía con frecuencia en las portadas de las revistas
de la farándula. En 1943, esas revistas publicaron un artículo por demás
interesante: Eva había iniciado un romance con uno de los miembros más apuestos
del nuevo gobierno militar, el coronel Juan Perón. Los argentinos la oían
entonces haciendo anuncios de propaganda para el gobierno, loando la
"Nueva Argentina" que resplandecía en el futuro.
Y por fin ese
cuento de hadas llegó a su perfecta conclusión: en 1945 Juan y Eva se casaron,
y al año siguiente el apuesto coronel, luego de muchas pruebas y tribulaciones
(incluida una temporada en la cárcel, de la que lo liberaron los esfuerzos de
su devota esposa) fue elegido presidente. Era un defensor de los descamisados:
los obreros y los pobres, entre quienes se había contado su esposa. De sólo
veintiséis años en ese momento, ella había crecido en la pobreza.
Ahora que esta estrella era la primera dama de la
república, pareció cambiar. Bajó mucho de peso; sus vestidos se hicieron menos
extravagantes, y aun francamente austeros, y ese hermoso cabello suelto se
peinaba hacia atrás, en forma más bien severa. Era una lástima: la joven
estrella había crecido. Pero conforme los argentinos veían más de la nueva Evita,
como ya se le conocía entonces, su nueva apariencia los afectaba cada vez con
mayor fuerza. El suyo era el aspecto de una mujer seria y piadosa, que
correspondía efectivamente a lo que su marido llamaba el "Puente de
Amor" entre él y su pueblo. Ahora ella aparecía en la radio todo el
tiempo, y escucharla era tan emocionante como siempre, pero también hablaba
magníficamente en público. Su voz era más grave y su pronunciación más lenta;
cruzaba el aire con los dedos, tendidos como para tocar al público. Y sus
palabras calaban hasta la médula: "Dejé de lado mis sueños para velar por
los sueños de otros. [...] Ahora pongo mi alma junto al alma de mi pueblo. Le
ofrezco todas mis energías para que mi cuerpo pueda ser un puente erigido hacia
la felicidad de todos.
Pasen por él, [...] hacia el supremo destino de la nueva
patria".
Ya no era sólo a través de revistas y la radio que Evita se
hacía sentir. Casi todos eran personalmente tocados por ella de alguna forma.
Todos parecían saber de alguien que la conocía, o que la había visitado en su
oficina, donde una fila de suplicantes se abría paso por los corredores hasta
su puerta. Ella se sentaba detrás de su escritorio, tranquila y llena de amor.
Equipos de rodaje filmaban sus actos de caridad: a una mujer que había perdido
todo, Evita le daba una casa; a alguien con un hijo enfermo, atención gratis en
el mejor hospital. Trabajaba tanto que lógicamente corrió el rumor de que
estaba enferma. Y todos se enteraban de
sus visitas a las barriadas y hospitales para los pobres, donde, contra los
deseos de sus colaboradores, ella besaba en la mejilla a personas con toda
clase de enfermedades (leprosos, sifilíticos, etcétera).
Una vez, una asistenta
horrorizada por ese hábito trató de limpiar con alcohol los labios de Evita, para
esterilizarlos. Pero esta santa mujer tomó el frasco y lo arrojó contra la
pared.
Sí, Evita era una santa, una virgen viviente. Su sola
presencia podía curar a los enfermos. Y cuando murió de cáncer, en 1952, nadie
que no fuera argentino habría podido entender la sensación de tristeza y
pérdida que dejó tras de sí. Para algunos, el país nunca se recuperó.
La mayoría vivimos en un estado de semisonambulismo:
hacemos nuestras tareas diarias, y los días pasan volando. Las dos excepciones
a esto son la infancia y los momentos en que estamos enamorados. En ambos
casos, nuestras emociones están más comprometidas, más abiertas y activas. Y
hacemos equivaler la emotividad con el hecho de sentirnos más vivos.
Una figura
pública que puede afectar las emociones de la gente, que puede hacerla sentir
tristeza, alegría o esperanza colectivas, tiene un efecto similar. Un llamado a
las emociones es mucho más poderoso que un llamado a la razón.
Eva Perón conoció pronto este poder, como actriz de radio.
Su trémula voz podía hacer llorar al público; por eso, la gente veía en ella un
gran carisma. Evita nunca olvidó esa experiencia.
Todos sus actos públicos se
enmarcaban en motivos dramáticos y religiosos. El teatro es emoción condensada,
y la religión católica una fuerza que se sumerge en la niñez, que te impacta
donde no puedes evitarlo. Los brazos en ; alto de Evita, sus teatrales actos de
caridad, sus sacrificios por la gente común: todo esto iba directo al corazón.
Lo carismático en ella no era sólo su bondad, aunque la impresión de bondad es
bastante tentadora. También lo era su capacidad para dramatizar su bondad.
Tú debes aprender a explotar esos dos grandes suministros
de emociones: el teatro y la religión. El teatro elimina lo inútil y banal de
la vida y se concentra en momentos de
piedad y terror; la religión se ocupa de la vida y la muerte. Vuelve dramáticos
tus actos de caridad, da a tus palabras afectuosas una trascendencia religiosa,
sumerge todo en rituales y mitos que se remonten a la infancia. Atrapada en las
emociones que provocas, la gente verá sobre tu cabeza el halo del carisma.
listeza y Babero.
El libertador. En
Harlem, a principios de la década de 1950, pocos afros estadunidenses sabían
mucho sobre la Nación del Islam, o entraban siquiera a su templo. La Nación
predicaba que los blancos descendían del demonio y que algún día Alá liberaría
a la raza negra. Esta doctrina tenía poco significado para los harlemitas,
quienes iban a la iglesia en busca de consuelo espiritual y dejaban las
cuestiones prácticas a sus políticos locales. Pero en 1954, un nuevo ministro
de la Nación del Islam llegó a Harlem.
Se llamaba Malcolm X, y era culto y elocuente, pero sus gestos y palabras eran iracundos. Pronto
corrió la voz: los blancos habían linchado al padre de Malcolm. Él había
crecido en una correccional, y luego había sobrevivido como estafador de poca
monta antes de ser arrestado por robo y pasar seis años en la cárcel. Su corta
vida (tenía entonces veintinueve años) había sido un largo enfrentamiento con
la ley, pero míralo nada más ahora: tan seguro e instruido. Nadie le había
ayudado; todo lo había hecho solo. Los harlemitas empezaron a ver a Malcolm X
en todas partes, repartiendo volantes, hablando con los jóvenes. Se paraba
afuera de las iglesias; y mientras la comunidad se dispersaba, él señalaba al
predicador y decía: "Él representa al dios de los blancos, yo al dios de
los negros". Los curiosos comenzaron a ir a oírlo predicar en un templo de
la Nación del Islam. Él les pedía examinar las condiciones reales de su existencia:
"Vean dónde viven, y luego [...] dense una vuelta por Central Parir."
les decía. "Vean los departamentos de los blancos. ¡Vean su Wall
Street!" Sus palabras eran impactantes, en particular por venir de un
ministro.
En 1957, un joven musulmán de Harlem presenció la paliza
que varios policías propinaron a un negro ebrio. Cuando el musulmán protestó,
los policías lo golpearon hasta dejarlo inconsciente y lo llevaron a la cárcel.
Una encolerizada multitud se reunió fuera de la jefatura de policía, lista para
causar disturbios. Cuando se le informó que sólo Malcolm X podía impedir la
violencia, el jefe de policía mandó por él y le dijo que dispersara a la turba.
Malcolm se negó. Moderando su actitud, el jefe le pidió reconsiderar. Sereno,
Malcolm puso condiciones a su cooperación: atención médica para el musulmán
golpeado y justo castigo para los policías.
El jefe aceptó a regañadientes.
Fuera de la jefatura, Malcolm explicó el acuerdo y la multitud se dispersó. En
Harlem y todo el país, se había convertido súbitamente en héroe: por fin un
hombre que hacía algo. El número de miembros de su templo aumentó.
Malcolm empezó a hablar en todo Estados Unidos. Jamás leía
un texto; mirando al público, hacía contacto visual con él, señalando con el
dedo. Su enojo era obvio, no tanto en su tono —siempre era mesurado y
articulado— como en su feroz energía, que le hacía saltar las venas del cuello.
Muchos líderes negros anteriores habían usado palabras prudentes, y pedido a
sus seguidores lidiar paciente y civilizadamente con su situación social, por
injusta que fuera. Malcolm era un gran alivio. Ridiculizaba a los racistas,
ridiculizaba a los liberales, ridiculizaba al presidente; ningún blanco
escapaba a su desprecio. Si los blancos eran violentos, decía, había que responderles
con el lenguaje de la violencia, porque era el único que entendían. "¡La
hostilidad es buena!", exclamaba.
"Ha sido reprimida mucho
tiempo." En respuesta a la creciente popularidad del líder no violento
Martin Luther King, Jr., Malcolm decía: "Cualquiera puede sentarse. Una
anciana puede sentarse. Un cobarde puede sentarse. [...] Hace falta un hombre
para estar de pie".
Malcolm X tuvo un efecto tonificante en muchas personas que
sentían el mismo enojo que él, pero temían expresarlo. En su sepelio —fue
asesinado en 1965, durante uno de sus discursos—, el actor Ossie Davis
pronunció la oración fúnebre, ante una numerosa y emocionada multitud:
"Malcolm", dijo, "fue nuestro brillante príncipe negro".
Malcolm X fue un carismático al estilo de Moisés: un libertador. El poder de
este tipo de carismáticos procede de que expresa emociones negativas acumuladas
durante años de opresión. Al hacerlo, el libertador brinda a otras personas la
oportunidad de liberar emociones reprimidas, la hostilidad oculta por la
cortesía y sonrisas forzadas. Los libertadores deben pertenecer a la multitud
sufriente, pero, más todavía, su dolor debe ser ejemplar. La historia personal
de Malcolm era parte integral de su carisma. Su lección — que los negros deben
ayudarse a sí mismos, no esperar a que los blancos los rediman— significó mucho
más a causa de sus años en la cárcel, y de que él había seguido su propia
doctrina estudiando, ascendiendo desde abajo. El libertador debe ser un ejemplo
viviente de redención personal.
La esencia del carisma es una emoción irresistible que
transmiten tus gestos, tu tono de voz, señales sutiles, tanto más poderosas por
ser mudas. Sientes algo con más profundidad que los demás, y ninguna emoción es
tan intensa y capaz de crear una reacción carismática como el odio, en
particular si procede de arraigadas sensaciones de opresión.
Expresa lo que los
demás temen decir y verán enorme poder en ti. Di lo que quieren decir, pero no
pueden. Nunca temas llegar demasiado lejos. Si representas una liberación de la
opresión, puedes llegar más lejos aún. Moisés habló de violencia, de destruir
hasta al último de sus enemigos. Un lenguaje como éste une a los oprimidos y
los hace sentir más vivos. Aunque esto no es, algo que no puedas controlar.
Malcolm X sintió rabia muy pronto, pero sólo en la cárcel se educó en el arte
de la oratoria, y de cómo canalizar sus emociones. Nada es más carismático que
la sensación de que alguien lucha con intensa emoción, y no sólo aprueba
hacerlo.
El actor olímpico. El
24 de enero de 1960 estalló una insurrección en Argelia, aún colonia francesa
entonces. Encabezada por soldados franceses de derecha, el fin era bloquear la
propuesta del presidente Charles De Gaulle de otorgar a Argelia el derecho a la
autodeterminación. De ser necesario, los insurrectos tomarían Argelia en nombre
de Francia.
Durante tensos días, De Gaulle, de setenta años, mantuvo un
silencio extraño. Luego, el 29 de enero, a las ocho de la noche, apareció en la
televisión nacional francesa. Antes de que pronunciara una palabra siquiera, el
público se asombró, porque él llevaba puesto su antiguo uniforme de la segunda
guerra mundial, un uniforme que todos reconocían y que produjo una fuerte
reacción emocional. De Gaulle había sido el héroe de la resistencia, el
salvador del país en su momento más sombrío. Pero ese uniforme no había sido
visto por un tiempo. De Gaulle habló entonces, recordando a su público, a su
serena y segura manera, todo lo que habían logrado juntos para liberar a
Francia de los alemanes. Pasó lentamente de esos intensos asuntos patrióticos a
la rebelión en Argelia, y a la afrenta que ésta representaba para el espíritu
de la liberación. Terminó su alocución repitiendo sus famosas palabras del 18
de junio de 1940: "Una vez más, llamo a los franceses, dondequiera que se
encuentren, sean lo que sean, a apoyar a Francia. Vive la République! Vive la france!".
Este discurso tuvo dos propósitos. Mostró que De Gaulle
estaba decidido a no ceder un ápice ante los rebeldes, y llegó al corazón de
todos los franceses patriotas, en particular en el ejército. La insurrección se
extinguió rápidamente, y nadie dudó de la relación entre su fracaso y la
actuación de De Gaulle en la televisión.
Al año siguiente, los franceses votaron arrolladoramente a
favor de la autodeterminación de Argelia. El 11 de abril de 1961, De Gaulle dio
una conferencia de prensa en la que dejó en claro que Francia otorgaría pronto
plena independencia a ese país. Once días después, generales franceses en
Argelia emitieron un comunicado para informar que habían tomado el control del
país y para declarar el estado de sitio. Este fue el momento más peligroso:
ante la inminente independencia de Argelia, esos generales de derecha llegaban
al extremo. Podía estallar una guerra civil que depusiera al gobierno de De
Gaulle. A la noche siguiente, De Gaulle apareció una vez más en televisión,
vistiendo de nuevo su antiguo uniforme.
Se burló de los generales, a los que
comparó con una junta sudamericana. Habló tranquila y severamente. De pronto,
al final del discurso, su voz se elevó, y hasta le tembló, mientras exclamaba
ante su público: Frangaises, Frángeos,
ai* dez-moil (¡Francesas, franceses, ayúdenme!). Fue el momento más
conmovedor de todas sus apariciones en televisión. Soldados franceses en
Argelia, que escuchaban en radios de transistores, se sintieron abrumados. Al
día siguiente celebraron una manifestación masiva a favor de De Gaulle. Dos
días después los generales se rindieron. El primero de julio de 1962, De Gaulle
proclamó la independencia de Argelia.
En 1940, tras la invasión alemana de Francia, De Gaulle
escapó a Inglaterra para reclutar un ejército que más tarde regresara a Francia
para la liberación. Al principio estaba solo, y su misión parecía desesperada.
Pero tenía el apoyo de Winston Churchill, con la aprobación de quien dio una
serie de charlas radiales que la BBC transmitió a Francia. Su extraña,
hipnótica voz, con sus dramáticos trémolos, llegaba en las noches a las salas
francesas. Pocos escuchas sabían siquiera cómo era él, pero su tono era tan
seguro, tan incitante, que reclutó un silencioso ejército de partidarios. En
persona, De Gaulle era un hombre extraño y caviloso cuya confiada actitud podía
irritar tan fácilmente como conquistaba. Pero en la radio esa voz tenía un
carisma intenso. De Gaulle fue el primer gran maestro de los medios modernos,
porque transfirió fácilmente sus habilidades dramáticas a la televisión, donde
su frialdad, su tranquilidad, su total dominio de sí mismo hacían que el
público se sintiera tanto confortado como inspirado.
El mundo se ha fracturado enormemente. Una nación ya no se
reúne en las calles o las plazas; se junta en salas, donde personas que ven la
televisión en todo el país pueden estar solas y con otras al mismo tiempo. El carisma debe ser comunicable ahora por
las ondas aéreas o no tiene poder. Pero en cierto sentido es más fácil de
proyectar en televisión, tanto porque ésta habla directamente al individuo (el
carismático parece dirigirse a ti) como porque el carisma es muy fácil de
fingir durante los breves momentos que se pasan frente a la cámara. Como De
Gaulle sabía, cuando se aparece en televisión es mejor irradiar serenidad y
control, usar poco los efectos dramáticos.
La frialdad de conjunto de De Gaulle
volvía doblemente eficaz los momentos en que él alzaba la voz, o soltaba una
broma mordaz. Al permanecer tranquilo y restar importancia al asunto,
hipnotizaba a su público. (Tu rostro puede expresar mucho más si tu voz es
menos estridente.) Transmitía emoción por medios visuales —el uniforme, la posición—
y con el uso de ciertas palabras cargadas de significado: liberación, Juana de
Arco. Cuanto menos se esforzaba por impresionar, más sincero parecía.
Todo esto debe orquestarse con cuidado. Salpica tu
serenidad con sorpresas; llega a un clímax; sé breve y lacónico. Lo único que
no puede fingirse es la seguridad en un mismo, el componente clave del carisma
desde los días de Moisés. Si las cámaras delatan tu inseguridad, ningún truco
del mundo te devolverá tu carisma.
Símbolo.
El
foco. Sin que el ojo la vea, una corriente que fluye por un alambre en un
recipiente de vidrio genera un calor que se vuelve incandescencia. Todo lo que
vemos es la luz. En la oscuridad reinante, el foco ilumina el camino.
PELIGROS.
Un agradable día de mayo de 1794, los ciudadanos de París
se reunieron en un parque para el Festival del Ser Supremo. El centro de su
atención era Maximilien de Robespierre, jefe del Comité de Salvación Pública y
quien había concebido el festival. La idea era simple: combatir el ateísmo,
"reconocer la existencia de un Ser Supremo y la Inmortalidad del Alma como
las fuerzas rectoras del universo".
Ese fue el día de triunfo de Robespierre. De pie ante las
masas enfundado en un traje azul cielo y medias blancas, él dio inicio a las
festividades. La muchedumbre lo adoraba; después de todo, él había
salvaguardado los propósitos de la Revolución francesa durante la intensa
politiquería subsecuente. Un año antes, había puesto en marcha el Terror, que
libró a la revolución de sus enemigos enviándolos a la guillotina. También
había contribuido a guiar al país por una guerra contra austríacos y prusianos.
La causa de que las multitudes, y en particular las mujeres, lo amaran era su
incorruptible virtud (vivía muy modestamente), su negativa a transigir, la
pasión por la revolución que era evidente en todo lo que hacía y el lenguaje
romántico de sus discursos, que no podían dejar de inspirar. Era un dios. El
día era hermoso, y auguraba un gran futuro para la revolución. Dos meses
después, el 26 de julio, Robespierre pronunció un discurso que, pensaba,
aseguraría su lugar en la historia, pues se proponía sugerir el fin del Terror
y una nueva era para Francia. Se rumoraba también que exigiría enviar a la
guillotina un último puñado de personas, un último grupo que amenazaba la
seguridad de la revolución. Al subir al estrado para dirigirse a la convención
que gobernaba el país, Robespierre llevaba puesto el mismo atuendo que había
usado el día del festival.
Su discurso fue largo,
de casi tres horas, e incluyó una apasionada descripción de los valores y
virtudes que él había ayudado a proyectar. Habló asimismo de conspiraciones,
traición, enemigos no identificados.
La reacción fue entusiasta, pero algo menor de lo habitual.
El discurso había cansado a muchos representantes. Se alzó entonces una voz, de
un hombre apellidado Bourdon, quien habló para oponerse a la publicación del
discurso de Robespierre, una velada señal de reprobación. De pronto, otros se
pusieron de pie en todas partes, y lo acusaron de vaguedad: había hablado de
conspiraciones y amenazas sin mencionar a los culpables. Cuando se le pidió ser
específico, él se negó, prefiriendo dar nombres después. Al día siguiente salió
en defensa de su discurso, y los representantes lo abuchearon. Horas más tarde,
Robespierre era el único en ser enviado a la guillotina. El 28 de julio, en
medio de una concentración de ciudadanos que parecían de ánimo más jubiloso que
el del Festival del Ser Supremo, la cabeza de Robespierre cayó a la canasta,
entre vítores resonantes. El Tenor había terminado.
Muchos de quienes parecían admirar a Robespierre en
realidad le guardaban hondo rencor: era tan virtuoso, tan superior, que
resultaba opresivo. Algunos de esos hombres habían conjurado contra él y
esperaban el menor signo de debilidad, que apareció ese fatídico día en que
pronunció su último discurso. Al negarse a mencionar a sus enemigos,
Robespierre había mostrado un deseo de poner fin al derramamiento de sangre, o
temor a que lo atacaran antes de que pudiera hacerlos asesinar. Instigada por
los conspiradores, esta chispa se convirtió en hoguera. En dos días, primero un
órgano de gobierno y luego una nación se volvieron contra un carismático al que
dos meses antes habían venerado. El carisma es tan volátil como las emociones
que despierta. En la mayoría de los casos inspira sentimientos de amor. Pero
estos sentimientos son difíciles de sostener. Los psicólogos hablan de la
"fatiga erótica", los momentos posteriores al amor en los que te
sientes cansado de él, resentido. La realidad se infiltra, el amor se vuelve
odio. La fatiga erótica es una amenaza para todo carismático. El carismático
suele conseguir amor actuando como salvador, rescatando a la gente He alguna
circunstancia difícil; pero una vez que ésta se siente segura, el carisma es menos
seductor para ella. Los carismáticos precisan del peligro y el riesgo. No son
parsimoniosos burócratas; algunos preservan deliberadamente el peligro, como
acostumbraban hacerlo De Gaulle y Kennedy, o como hizo Robespierre durante el
Terror. Pero la gente se cansa de eso, y a la primera señal de debilidad la
emprende contra uno. El amor que antes mostró será igualado por su odio de
ahora.
La única defensa es dominar tu carisma. Tu pasión, tu
cólera, tu seguridad te vuelven carismático, pero demasiado carisma durante
demasiado tiempo produce fatiga, y el deseo de tranquilidad y orden. El mejor
tipo de carisma se crea conscientemente y se mantiene bajo control. Cuando es
necesario, puedes brillar con seguridad y fervor, inspirando a las masas. Pero
terminada la aventura, puedes avenirte a la rutina, no eliminando la vehemencia
sino reduciéndola. (Robespierre quizá planeó este paso, pero llegó un día
tarde.) La gente admirará tu autocontrol y adaptabilidad. Su aventura amorosa
contigo tenderá entonces al afecto usual entre los esposos. Incluso podrás
parecer un poco aburrido, un poco simple, papel que también podría parecer
carismático, si se ejecuta en forma correcta. Recuerda: el carisma depende del
éxito, y la mejor manera de mantener el éxito tras la avalancha carismática
inicial es ser práctico, y aun cauteloso.
Mao tse-Tung era un hombre distante y
enigmático que para muchos tenía un carisma que inspiraba temor reverente.
Sufrió muchos reveses, que habrían representado el fin de un hombre menos
hábil; pero tras cada retroceso, se retiraba, y se volvía práctico, tolerante y
flexible, al menos por un tiempo. Esto lo protegía de los peligros de una Contra
reacción.
Hay otra alternativa: asumir el papel del profeta armado.
Según Maquiavelo, un profeta puede adquirir poder gracias a su personalidad
carismática, pero no puede sobrevivir mucho tiempo sin una fuerza que respalde
esa personalidad. Necesita un ejército. Las masas se cansarán de él; deberán
ser forzadas. Ser un profeta armado no necesariamente implica armas, pero
demanda un lado enérgico en tu carácter, que puedas respaldar con acciones. Por
desgracia, esto significa ser despiadado con tus enemigos mientras conservas el
poder. Y nadie engendra enemigos más implacables que el carismático.
Finalmente, no hay nada más peligroso que
suceder a un carismático. Estos personajes son poco convencionales, y su
dirección es de estilo personal, estampado con el desenfreno de su
personalidad. A menudo dejan caos a su paso. Quien sucede a un carismático
hereda un embrollo, que la gente no ve. Ella extraña a su inspirador y culpa al
sucesor. Evita esta situación a toda costa. Si es ineludible, no pretendas
continuar lo que el carismático empezó; sigue un nimbo nuevo. Siendo práctico,
digno de confianza y franco puedes generar a menudo un extraño tipo de carisma
por contraste. Así fue como Harry Truman no sólo sobrevivió al legado de
Roosevelt, sino que estableció además su propio tipo de carisma.
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