La vida diaria es dura, y casi todos buscamos incesantemente huir de
ella en sueños y fantasías. Las estrellas aprovechan esta debilidad; al
distinguirse de los demás por su atractivo y característico estilo, nos empujan
a mirarlas. Al mismo tiempo, son vagas y etéreas, guardan su distancia y nos
dejan imaginar más de lo que existe. Su irrealidad actúa en nuestro
inconsciente; ni siquiera sabemos cuánto las imitamos. Aprende a ser objeto de
fascinación proyectando la brillante y escurridiza presencia de la estrella.
Un día de 1922, en Berlín, Alemania, se anunció una
audición para su papel de una joven voluptuosa en una película titulada Tragedia de amor. De los cientos de
esforzadas actrices jóvenes que se presentaron, la mayoría hizo todo por llamar
la atención del director de reparto, lo que incluía exhibirse. Entre ellas
había una joven en la fila que iba vestida sencilla, y que no hizo ninguna de
las desesperadas bufonerías de las demás chicas. Pero sobresalía de todas
maneras.
Esta joven llevaba un cachorro con una correa, del que
había colgado un elegante collar. El director de reparto se fijó en ella de
inmediato. La observó parada en la fila, sosteniendo tranquilamente al perro en
sus brazos, y muy reservada. Al fumar, sus gestos eran lentos y sugestivos. A
él le fascinaron sus piernas y su rostro, la sinuosidad de sus movimientos, el
dejo de frialdad en sus ojos. Cuando llegó al rente, él ya la había elegido.
Para 1929, cuando el director austro estadunidense Josef
von Stern-berg llegó a Berlín a fin de empezar a trabajar en la película Der blaue engel (El ángel azul),
Marlene, de veintisiete años, ya era muy conocida en el mundo del cine y el
teatro de Berlín. Der blaue Engel trataba
de una mujer, Lola-Lola, que explota sádicamente a los hombres, y la totalidad
de las mejores actrices de Berlín querían el papel, salvo, al parecer, Marlene,
quien hizo saber que lo consideraba degradante; von Sternberg debía elegir
entre las demás actrices que tenía en
mente. Poco después de su arribo a Berlín, sin embargo, Von Sternberg insistió
a una función de una obra musical para ver a un actor al que consideraba para
Der blaue Engel. La estrella de la
obra era la Dietrich, y tan pronto como ella salió a escena, Von Sternberg
descubrió que no podía quitarle los ojos de encima. Ella lo miraba directa,
insolentemente, como hombre; y luego estaban esas piernas, y la forma en que
ella se inclinaba provocativamente contra la pared. Von Sternberg se olvidó del
actor que había ido a ver. Había hallado a su .Lola-Lola.
Von Sternberg se las arregló para convencer a Marlene de
que aceptara el papel, y se puso a trabajar de inmediato, moldeándola conforme
a la Lola de su imaginación. Cambió su cabello, trazó una línea plateada bajo
su nariz para hacerla parecer más fino, le enseñó a mirar a la cámara con la
insolencia que había visto en el escenario. Cuando empezó el rodaje, Von
Sternberg creó un sistema de iluminación justo para Marlene: una luz que la
seguía a todas partes, estrategicamente realzada por gasas y humo. Obsesionado
con su "creación", iba con ella adondequiera. Nadie más podía
acercársele.
Der blaue Engel fue
un gran éxito en Alemania. Marlene fascinó al público: esa mirada fría y brutal
mientras extendía las piernas sentada en un taburete, dejando ver su ropa
interior; su natural manera de llamar la atención en la pantalla. Aparte de Von
Sternberg, también otros se obsesionaron con ella. Un hombre aquejado de
cáncer, el conde Sascha Kolowrat, tenía un último deseo: ver las piernas de la
Dietrich en persona. Ella lo complació, visitándolo en el hospital y
levantándose la falda; él suspiró y dijo: "Gracias. Ya puedo morir
tranquilo". Pronto Paramount Estudios llevó a Marlene a Hollywood, donde
en poco tiempo todo mundo hablaba de ella.
En las fiestas, todos los ojos se
volvían a mirarla cuando entraba al salón. Escoltada por los hombres más guapos
de Hollywood, vestía un conjunto tan bello como inusual: una piyama de lame
dorado, un traje de marinero con quepis. Al día siguiente, su look era imitado
por mujeres de toda la ciudad; más tarde llegaba a las revistas, e iniciaba así
una tendencia totalmente nueva.
El verdadero objeto de fascinación era incuestionablemente
el rostro de Marlene. Lo que cautivó a Von Sternberg fue su inexpresividad: con
un simple truco de iluminación, logró que ese rostro hiciera lo que él quería.
Más tarde Marlene dejó de trabajar con Von Sternberg, pero nunca olvidó lo que
él le había enseñado. Una noche de 1951, Fritz Lang, quien estaba a punto de
dirigirla en Rancho Notorius (Sucedió
en un rancho), pasaba por su oficina cuando vio que una luz relampagueaba en la
ventana. Temiendo un robo, bajó de su auto, subió las escaleras y se asomó por
la rendija de la puerta: era Marlene, tomándose fotografías en el espejo para
estudiar su rostro desde todos los ángulos. Marlene Dietrich podía distaiarse
de sí misma: estudiar su rostro, sus piernas, su cuerpo como si fueran de otra
persona. Esto le permitía moldear su aspecto, y transformar su apariencia para
llamar la atención. Podía posar justo en la forma que más excitaría a un
hombre, pues su inexpresividad permitía que él la viera según su fantasía, de
sadismo, voluptuosidad o peligro. Y todos los hombres que la conocían, o la
veían en la pantalla, fantaseaban interminablemente con ella.
Este efecto
operaba también en las mujeres; en palabras de un escritor, la Dietrich
proyectaba "sexo sin género". Pero esa distancia de sí le confería
cierta frialdad, en el cine y en persona. Era como un objeto hermoso, algo por
fetichizar y admirar como admiramos una obra de arte.
El fetiche es un objeto que impone una reacción emocional
que nos hace insuflarle vida. Como es un objeto, podemos imaginar con él lo que
queramos. La mayoría de las personas son demasiado temperamentales, complejas y
reactivas para dejarnos verlas como objetos que podamos fetichizar. El poder de
la estrella fetichizada procede de su capacidad para convertirse en objeto,
aunque no en cualquiera, sino en un objeto que fetichizamos, que estimula una
amplia variedad de fantasías. Las estrellas fetichizadas son perfectas, como la
estatua de una deidad griega. El efecto es asombroso, y seductor. Su principal
requisito es la distancia de sí. Si tú te ves como un objeto, otros lo harán
también. Un aire etéreo e irreal agudizará este efecto.
Eres una pantalla en blanco. Flota por la vida sin
comprometerte y la gente querrá atraparte y consumirte. De todas las partes de
tu cuerpo que atraen esa atención fetichista, la más imponente es el rostro;
así, aprende a afinar tu rostro como si fuera un instrumento, haciéndolo
irradiar una vaguedad fascinadora e impresionante. Y como tendrás que
distinguirte de otras estrellas en el cielo, deberás desarrollar un estilo que
llame la atención. Marlene Dietrich fue la gran profesional de este arte; su
estilo era tan chic que deslumbraba, tan extraño que embelesaba. Recuerda: tu
imagen y presencia son materiales que puedes controlar. La sensación de que
participas en esta especie de juego hará que la gente te considere superior y
digno de imitación.
Poseía tal aplomo natural, [...] tal economía
de gestos, que era tan absorbente como un Modigliani. [...] Tenía la cualidad
esencial de las estrellas: podía ser espléndida sin hacer nada.
—Lili Darvas, actriz de Berlín, sobre Marlene Dietrich.
LA ESTRELLA MÍTICA.
El 2 de julio de 1960, semanas antes de la convención
nacional del partido demócrata, el expresidente de Estados Unidos Harry Truman
declaró públicamente que John F. Kennedy —quien había obtenido suficientes
delegados para que se le eligiera candidato de su partido a la presidencia— era
demasiado joven e inexperto para el puesto. La reacción de Kennedy fue
sorprendente: convocó a una conferencia de prensa para ser televisada en vivo a
toda la nación, el 4 de julio.
La teatralidad de esa conferencia fue aún mayor
por el hecho de que Kennedy estaba de vacaciones, así que nadie lo vio ni supo
de él hasta el evento mismo. A la hora convenida, Kennedy entró a la sala como
un sheriff que llegara a Dodge City. Empezó diciendo que había contendido en
todas las elecciones primarias estatales, con una considerable inversión de
dinero y esfuerzo, y que había vencido contundentemente a sus adversarios.
¿Quién era Truman para burlar el proceso democrático? "Este es un país
joven", continuó, alzando la §oz, "fundado por hombres jóvenes, [...]
que siguen siendo jóvenes de corazón. [...] El mundo está cambiando, mas no así
los antiguos métodos. [...] Es momento de que una nueva generación de líderes
haga frente a nuevos problemas y oportunidades." Aun los enemigos de
Kennedy coincidieron en que su discurso fue estremecedor. Volteó la impugnación
de Truman: el problema no era su propia inexperiencia, sino el monopolio del
poder de la antigua generación. Su estilo fue tan elocuente como sus palabras,
porque su actuación evocó las películas de la época: Alan Ladd en Shane (Shane) enfrentando a rancheros
viejos y corruptos, o James Dean en Rebel
Without a Cause (Rebelde sin causa). Incluso, Kennedy se parecía a Dean,
particularmente en su aire de fría indiferencia.
Meses después, ya aprobado como candidato presidencial
demócrata, Kennedy se puso en guardia contra su adversario republicano, Richard
Nixon, en su primer debate televisado a toda la nación. Nixon era perspicaz;
sabía las respuestas a las preguntas y debatía con aplomo, citando estadísticas
sobre los logros del gobierno de Eisenhower, en el que había sido
vicepresidente. Pero a la luz de las cámaras, en la televisión en blanco y
negro, era una figura espectral: su crecida barba disimulada con maquillaje,
marcas de sudor en la frente y las mejillas, el rostro descompuesto por la
fatiga, los ojos inquietos y parpadeantes, rígido el cuerpo. ¿Qué le preocupaba
tanto? El contraste con Kennedy era notorio.
Si Nixon sólo veía a su
contrincante, Kennedy miraba al público, haciendo contacto visual con los
espectadores, dirigiéndose a ellos en la sala de su casa como ningún político
lo había hecho antes. Si Nixon se ocupaba de datos y engorrosos temas de
debate, Kennedy hablaba de libertad, de crear una nueva sociedad, de recuperar
el espíritu pionero de Estados Unidos. Su actitud era sincera y enfática. Sus
palabras no eran específicas, pero hizo imaginar a sus oyentes un futuro
maravilloso. Un día después del debate, las cifras de Kennedy en las encuestas
subieron milagrosamente, y en todas partes era recibido por multitudes de
jóvenes mujeres, que gritaban y saltaban. Con su bella esposa Jackie a su lado,
él era una especie de príncipe
democrático. Para entonces, sus apariciones en la televisión eran verdaderos
acontecimientos.
A su debido tiempo se le eligió presidente, y su discurso de
toma de posesión, también transmitido por televisión, fue muy emocionante. Era
un frío día de invierno. Al fondo, sentado, Eisenhower parecía viejo y rendido,
acurrucado en su abrigo y su bufanda. Kennedy, en cambio, se dirigió a la nación
de pie, sin sombrero ni abrigo: "No creo que nadie sustituya a ninguna
otra persona o generación. La energía, la fe, la devoción que pongamos en este
empeño iluminarán a nuestro país y a todo aquel que le sirva, y el brillo de
esa hoguera realmente puede iluminar al mundo".
En los meses siguientes, Kennedy dio innumerables
conferencias de prensa en vivo ante las cámaras de la televisión, algo que
ningún presidente estadunidense anterior se había atrevido a hacer. Frente al
pelotón de fusilamiento de las lentes y las preguntas, era intrépido, y hablaba
con serenidad y cierta ironía. ¿Qué pasaba detrás de esos ojos, de esa sonrisa?
La gente quería saber más sobre él. Las revistas bombardeaban a sus lectores
con información: fotografías de Kennedy con su esposa e hijos, o jugando fútbol
americano en el jardín de la Casa Blanca; entrevistas que lo presentaban como
devoto padre de , familia, aunque también se codeaba con estrellas glamurosas.
Todas las imágenes se fundían: la carrera espacial, el Cuerpo de Paz, Kennedy
enfrentando a los soviéticos durante la crisis de los misiles en Cuba, justo
como había encarado a Truman.
Tras el asesinato de Kennedy, Jackie dijo en una entrevista
que, antes de acostarse, él acostumbraba oír la banda sonora de obras musicales
de Broadway, y que su favorita era Camelot,
con estos versos: "Que no se olvide / que una vez hubo / como un
efluvio / un Came-lot". Volvería a haber grandes presidentes, dijo Jackie,
pero nunca "otro Camelot". El nombre "Camelot" pareció
gustar, e hizo que los mil días de Kennedy en el cargo resonaran como un mito.
La seducción del pueblo estadunidense por Kennedy fue
consciente y calculada. También fue más propia de Hollywood que de Washington,
lo cual no es de sorprender: el padre de Kennedy, Joseph, había sido productor
de cine, y Kennedy mismo había pasado tiempo en Hollywood, conviviendo con
actores e intentando saber qué los hacía estrellas. Le impresionaban en
particular Cary Cooper, Montgomery Clift y Cary Grant; solía llamar a este
último para pedirle consejo.
Hollywood había hallado formas de unir a todo el país en
torno a ciertos temas, o mitos, con frecuencia el gran mito estadunidense del
Oeste.
Las grandes estrellas encarnaban tipos míticos: John Wayne al patriarca,
Clift al rebelde prometeico, Jimmy Stewart al héroe noble, Marilyn Monroe a la
sirena. Ellos no eran meros mortales, sino dioses y diosas con quienes soñar y
fantasear. Todos los actos de Kennedy se enmarcaron en las convenciones de
Hollywood. No discutía con sus adversarios: los enfrentaba teatralmente.
Posaba, y en formas visualmente atractivas, ya fuera con su
esposa, sus hijos o solo. Copiaba las expresiones faciales, la presencia, de un
Dean o un Cooper. No se ocupaba de detalles políticos, pero hablaba extasiado
de grandes temas míticos, la clase de temas que podían unir a una nación
dividida. Y todo esto estaba calculado para la televisión, porque Kennedy
existió principalmente como imagen televisiva. Su imagen perseguía en sueños a
los estadunidenses. Mucho antes de su asesinato, atrajo e-fantasías de la
inocencia perdida de Estados Unidos con su llamado a un renacimiento del
espíritu pionero, una Nueva Frontera.
De todos los tipos de personalidad, la estrella mítica es
quizá el más impactante. A la gente se le divide en toda índole de categorías
de percepción consciente: raza, género, clase, religión, política. Así, es
imposible obtener poder a gran escala, o ganar una elección, valiéndose del
conocimiento consciente; un llamado a cualquier grupo sólo alejará a otro. Pero
inconscientemente compartimos muchas cosas.
Todos somos mortales, todos conocemos el temor, todos
llevamos impresa en nosotros la huella de nuestras figuras paternas; y nada
evoca mejor esta experiencia compartida que un mito. Las pautas del mito,
nacidas de los sentimientos encontrados de la indefensión y el ansia de
inmortalidad, están profundamente grabadas en todos nosotros.
Las estrellas míticas son figuras de mitos que cobran vida.
Para apropiarte de su poder, primero debes estudiar la presencia física de esas
figuras: cómo adoptan un estilo distintivo, y cómo son increíble y visualmente
deslumbrantes. Luego debes asumir la actitud de una figura mítica: el rebelde,
el patriarca o la matriarca sabio, el aventurero. (La actitud de una estrella
que ha adoptado una de esas poses míticas podría ser la clave.) Vuelve vagas
estas asociaciones; nunca deben ser obvias para la mente consciente. Tus
palabras y actos han de invitar a la interpretación más allá de su apariencia
superficial; debes dar la impresión de no interesarte en asuntos y detalles
específicos y triviales, sino en cuestiones de vida y muerte, amor y odio,
autoridad y caos. Tu contrincante, de igual modo, debe ser encuadrado no
meramente como enemigo por razones ideológicas o de competencia, sino como un
villano, una forma demoniaca. La gente es sumamente susceptible al mito, así
que conviértete en protagonista de un gran drama. Y mantén tu distancia: que la
gente se identifique contigo sin que pueda tocarte. Que sólo pueda mirar y
soñar.
La vida de Jack tuvo más que ver con el
mito, la magia, la leyenda, la saga y el cuento que con la teoría o la ciencia
políticas.
—Jacqueline Kennedy, una semana después de la muerte de
John Kennedy.
CLAVES DE PERSONALIDAD.
La seducción es una forma de persuasión que busca eludir la
conciencia, incitando en cambio a la mente inconsciente. La razón de esto es
simple: estamos rodeados de tantos estímulos que compiten por nuestra atención,
bombardeándonos con mensajes obvios, y de tantas personas con intereses
abiertamente políticos y manipuladores, que rara vez nos encantan o engañan.
Nos hemos vuelto crecientemente cínicos. Trata de persuadir a una persona
apelando a su conciencia, diciendo lo que quieres, mostrando todas tus cartas,
¿y qué esperanza te queda? Serás sólo una irritación más por eliminar.
Para evitar esta suerte, debes aprender el arte de la
insinuación, de llegar al inconsciente. La expresión más vivida del
inconsciente es el sueño, el cual se relaciona intrincada mente con el mito; al
despertar de un sueño, a menudo permanecen en nosotros sus imágenes y mensajes
ambiguos. Los sueños nos obsesionan porque combinan realidad e irrealidad.
Están repletos de personajes reales, y suelen tratar de situaciones reales,
pero son maravillosamente irracionales, llevando la realidad al extremo del
delirio. Si todo en un sueño fuera realista, no tendría ningún poder sobre
nosotros; si todo fuera irreal, nos sentiríamos menos envueltos en sus placeres
y temores. Su fusión de ambos elementos es lo que lo vuelve inquietante. Esto
es lo que Freud llamó lo "misterioso": algo que parece extraño y
conocido a la vez.
A veces experimentamos lo misterioso estando despiertos: en
un déjá vu, una coincidencia
milagrosa, un raro suceso que recuerda una experiencia de la infancia. La gente
puede tener un efecto similar. Los gestos, las palabras, el ser mismo de
hombres como Kennedy o Andy Warhol, por ejemplo, evocan algo tanto real como
irreal: quizá no nos demos cuenta de ello (y cómo podríamos hacerlo, en
verdad), pero estos individuos son como figuras oníricas para nosotros. Tienen
cualidades que los anclan en la realidad —sinceridad, picardía, sensualidad—,
pero al mismo tiempo su distancia, su superioridad, su casi surrealismo los
hacen parecer como salidos de una película. Este tipo de personas tienen un
efecto inquietante y obsesivo en nosotros. En público o en
privado, nos seducen, y hacen que deseemos poseerlas, tanto física como
psicológicamente. Pero ¿cómo podemos poseer a una persona emergida de un sueño,
o a una estrella de cine o de la política, o incluso a un encantador real, como
un Warhol, que podría cruzarse en nuestro camino? Incapaces de tenerlos, nos
obsesionamos con ellos: nos persiguen en nuestras ideas, nuestros sueños,
nuestras fantasías. Los imitamos inconscientemente. El psicólogo Sándor
Ferénczi llama a esto "introyección": una persona se vuelve parte de
nuestro ego, interiorizamos su carácter. Este es el insidioso poder seductor de
una estrella, un poder del que puedes apropiarte convirtiéndote en un código,
una mezcla de lo real y lo irreal. La mayoría de las personas es extremadamente
banal; es decir, demasiado real. Tú debes hacerte etéreo. Que tus palabras y
actos parezcan proceder de tu inconsciente, tener cierta soltura. Te
contendrás, pero ocasionalmente revelarás un rasgo que hará preguntarse a la
gente si en verdad te conoce.
La estrella es una creación del cine moderno. Esto no es
ninguna sorpresa: el cine recrea el mundo de los sueños. Vemos una película en
la oscuridad, en un estado de semisomnolencia. Las imágenes son bastante
reales, y en diversos grados describen situaciones realistas, pero son
proyecciones, luces intermitentes, imágenes: sabemos que no son reales. Es como
si viéramos el sueño de otra persona. Fue el cine, no el teatro, el que creó a la
estrella.
En un escenario, los actores están lejos, perdidos
entre la
gente, y son demasiado reales en su presencia corporal. Lo que permitió al cine
fabricar a la estrella fue el close-up, que separa de pronto a los actores de
su contexto, llenando tu mente con su imagen. El close-up parece revelar algo
no tanto sobre el personaje que los actores interpretan como sobre sí mismos.
Vislumbramos algún aspecto de la propia Greta Garbo cuando la vemos tan cerca a
la cara. Nunca olvides esto mientras te forjas como estrella. Primero, debes
tener una presencia tan desbordante que llene la mente de tu objetivo como un
clóse-up llena la pantalla. Debes poseer un estilo o presencia que te distinga
de los demás. Sé vago e irreal, pero no distante ni ausente: no se trata de que
las personas no puedan contemplarte ni recordarte. Tienen que verte en su mente
cuando no estás con ellas.
Segundo, cultiva un rostro inexpresivo y misterioso, el
centro que irradia tu estelaridad. Esto le permitirá a la gente ver en ti lo
que quiere, imaginar que puede advertir tu carácter, y aun tu alma. En vez de
indicar estados anímicos y emociones, en vez de emocionar o exaltar, la
estrella despierta interpretaciones. Este fue el poder obsesivo del rostro de
Greta o de Marlene, e incluso de Kennedy, quien adecuó sus expresiones a las de
James Dean.
Un ser vivo es dinámico y cambiante, mientras que un objeto
o imagen es pasivo; pero en su pasividad estimula nuestras fantasías. Una
persona puede obtener ese poder volviéndose una suerte de objeto. El conde de
Saint-Germain, gran charlatán del siglo XVIII, fue en muchos
sentidos un precursor de la estrella. Aparece de súbito en la ciudad, nadie
sabía de dónde; hablaba muchos idiomas, pero su acento no era de ningún país.
Tampoco se sabía su edad: no era joven, desde luego, pero su cara ofrecía un
aspecto saludable. Sólo salía de noche. Siempre vestía de negro, y portaba
joyas espectaculares. Al llegar a la corte de Luis XV, causó sensación al
instante; sugería riqueza, pero nadie conocía la fuente de ésta. Hizo creer al
rey y a Madame de Pompadour que tenía fantásticos poderes, entre ellos la
capacidad de convertir materiales vulgares en oro (el don de la piedra
filosofal), pero jamás se atribuyó grandezas; todo era insinuación. Nunca decía
sí o no, sólo quizá. Se sentaba a cenar, pero nunca se le vio ingerir alimento.
Una vez regaló a Madame de Pompadour una caja de dulces que cambiaba de color y
apariencia dependiendo de cómo se le sostuviera; este cautivador objeto, dijo
ella, le recordaba al propio conde. Saint-Germain pintaba los cuadros más
extraños nunca antes vistos: los colores eran tan vibrantes que, cuando pintaba
joyas, la gente creía que eran reales. Los pintores desesperaban por conocer
sus secretos, pero él no los reveló jamás. Se iba de la ciudad como había
llegado: de repente y en silencio. Su mayor admirador fue Casanova, quien lo
conoció y no lo olvidó nunca. Nadie dio crédito a su muerte; años, décadas, un
siglo después la gente seguía segura de que se ocultaba en alguna parte. Una
persona con poderes como los suyos nunca muere.
El conde de Saint-Germain tenía todas las cualidades de la
estrella. Todo lo relativo a él era ambiguo y estaba abierto a
interpretaciones. Original y apasionado, se distinguía de la muchedumbre. La
gente lo creía inmortal, tal como una estrella parece nunca envejecer ni
desaparecer. Sus palabras eran como su presencia: fascinantes, diversas,
extrañas, de significado oscuro. Ese es el poder que puedes ejercer
transformándote en un objeto centellante.
AndyWarhol también obsesionaba a todos los que lo conocían.
Poseía un estilo distintivo —esas pelucas plateadas—, y su rostro era
inexpresivo y misterioso. La gente no sabía nunca qué pensaba; como sus
cuadros, era pura superficie. En la cualidad de su presencia, Warhol y
Saint'Germain recuerdan los grandes cuadros de trompe l'oeil del siglo XVII, o los grabados de M. C. Escher:
fascinantes mezclas de realismo e imposibilidad, que hacen que la gente se
pregunte si son reales o imaginarias.
Una estrella debe sobresalir, y esto puede implicar cierta
vena dramática, como la que la Dietrich revelaba al aparecer en fiestas. A
veces, incluso puede crearse un efecto más inquietante e irreal con toques
sutiles: tu manera de fumar, una inflexión de la voz, un modo de andar. A
menudo son las pequeñas cosas las que impresionan a la gente, y la llevan a
imitarte: el mechón sobre el ojo derecho de Verónica Lake, la voz de Cary
Grant, la sonrisa irónica de Kennedy. Aunque la mente consciente apenas puede
registrar esos matices, subliminalmente éstos pueden ser tan atractivos como un
objeto de forma llamativa o color raro. Por extraño que parezca,
inconscientemente nos atraen cosas que no tienen ningún significado más allá de
su apariencia fascinante.
Las estrellas hacen que queramos saber más de ellas. Debes
aprender a despertar la curiosidad de la gente dejándola vislumbrar algo de tu
vida privada, algo que parezca revelar un elemento de tu personalidad. Déjala
fantasear e imaginar. Un rasgo que suele detonar esta reacción es un dejo de
espiritualidad, la cual puede ser sumamente seductora, como el interés de James
Dean en la filosofía oriental y el ocultismo. Indicios de bondad y generosidad
pueden tener un efecto semejante. Las estrellas son como los dioses del monte
Olimpo, que viven para el amor y el juego. Lo que te agrada —personas,
pasatiempos, animales— revela el tipo de belleza moral que a la gente le gusta
ver en una estrella. Explota este deseo mostrando asomos de tu vida privada,
las causas por las que luchas, la persona de la que estás enamorado (por el
momento).
Otra forma en que las estrellas seducen es haciendo que nos
identifiquemos con ellas, lo cual nos concede un estremecimiento vicario. Esto
fue lo que hizo Kennedy en su conferencia de prensa sobre Truman: al ubicarse
como un joven injuriado por un viejo, evocando así un conflicto generacional
arquetípico, hizo que los jóvenes se identificaran con él. (Para esto le sirvió
la popularidad de la figura del adolescente marginado y vilipendiado de las
películas hollywoodenses.) La clave es representar un tipo, así como Jimmy
Stewart representaba al estadunidense promedio y Cary Grant al aristócrata
impasible. La gente de tu tipo gravitará hacia ti, se identificará contigo,
compartirá tu alegría o tristeza. La atracción debe ser inconsciente, y no han
de transmitirla tus palabras sino tu pose, tu actitud. Hoy más que nunca la
gente es insegura, y su identidad cambia sin cesar. Ayúdala a decidirse por un
papel en la vida y se identificará contigo por completo. Simplemente haz que tu
tipo sea dramático, visible y fácil de imitar. El poder que tendrás para
influir de esta forma en el concepto de sí de la gente será insidioso y
profundo.
Recuerda: todos somos intérpretes. La gente nunca sabe con
exactitud qué sientes o piensas; te juzga por tu apariencia. Eres un actor. Y
los actores más eficaces tienen una distancia interior consigo: al igual que
Marlene, pueden moldear su presencia física como si la percibieran desde
afuera. Esa distancia interior nos fascina. Las estrellas se burlan de sí
mismas, ajustan siempre su imagen, la adaptan a los tiempos. Nada es más
risible que una imagen que estuvo de moda hace diez años pero que ya no lo
está. Las estrellas deben renovar constantemente su lustre, o enfrentarán la
peor de las suertes posibles: el olvido.
El ídolo. Una piedra tallada hasta formar un dios, quizá fulgurante de joyas y
oro. Los ojos de los fieles le dan vida, imaginándola con poderes reales. Su
forma les permite ver lo que quieren —un dios—, pero sólo es una piedra. El
dios vive en su imaginación.
PELIGROS.
Las estrellas crean ilusiones gratas a la vista. El peligro
es que la gente se canse de ellas — que la ilusión ya no fascine— y se vuelva
hacia otra estrella. Deja que esto suceda y te será muy difícil recuperar tu
lugar en la galaxia. Debes preservar en ti las miradas a toda costa. No te
preocupes por la mala fama, o la calumnia; somos muy indulgentes con nuestras
estrellas. Tras su muerte, todo tipo de desagradables verdades sobre el
presidente Kennedy salieron a la luz: sus romances interminables, su adicción
al riesgo y al peligro. Nada de esto redujo su atractivo, y de hecho la gente
sigue considerándolo uno de los grandes presidentes de Estados Unidos. Errol
Flynn enfrentó muchos escándalos, incluido un famoso caso de violación: sólo
aumentaron su imagen de libertino. Una vez que la gente reconoce a una
estrella, toda clase de publicidad, aun la mala, sencillamente alimenta su
obsesión.
Claro que puedes excederte: a las personas le gusta que una estrella posea
una hermosura ilimitada, y demasiada flaqueza humana la desilusionará al cabo.
Aun así, la publicidad negativa es menos peligrosa que desaparecer mucho tiempo
o distanciarte demasiado. No podrás perseguir a la gente en sus sueños si nunca
te ve. Al mismo tiempo, no puedes permitir que el público te conozca demasiado,
o que tu imagen se vuelva predecible. La gente se volverá contra ti en un
instante si empiezas a aburrirla, porque el aburrimiento es el supremo mal
social.
Quizá el mayor peligro que enfrentan las estrellas es la
incesante atención que suscitan. La atención obsesiva puede volverse
desconcertante, y algo peor aún. Tal como podría atestiguar cualquier mujer
atractiva, cansa ser mirado todo el tiempo, y el efecto puede ser destructivo,
como lo demuestra el caso de Marilyn Monroe. La solución es desarrollar el tipo
de distancia de sí que tenía Marlene: toma con reservas la atención y la
idolatría, y no pierdas objetividad. Aborda juguetonamente tu imagen. Pero,
sobre todo, nunca te obsesiones con la obsesiva cualidad del interés de la
gente en ti.
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