El dandy.

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Casi todos nos sentimos atrapados en los limitados papeles que el mundo espera que actuemos. Al instante nos atraen quienes son más desenvueltas, más ambiguos, que nosotros: aquellos que crean su propio personaje. Los dandys nos excitan porque son inclasificables, y porque insinúan una libertad que deseamos, juegan con la masculinidad y la feminidad; inventan su imagen física, asombrosa siempre; son misteriosos y elusivos. Apelan también al narcisismo de cada sexo: para una mujer son psicológicamente femeninos, para un hombre son masculinos. Los dandys fascinan y seducen en grandes cantidades. Usa la eficacia del dandy para crear una presencia ambigua y tentadora que agite deseos reprimidos.

EL DANDY FEMENINO.


Cuando en 1913, a los dieciocho años de edad, Rodolfo Guglielmi emigró de Italia a Estados Unidos, no tenía ninguna habilidad particular más allá de su buena apariencia y su destreza para bailar. A fin de aprovechar estas cualidades, buscó trabajo en los thés dansants, salones de baile de Manhattan a los que iban jóvenes solas o con amigas y pagaban a un acompañante de baile para divertirse un rato. 

El bailarín las hacía girar hábilmente por la pista, galanteaba y charlaba con ellas, todo por una cuota reducida. En poco tiempo, Guglielmi se hizo fama de ser uno de los mejores: grácil, desenvuelto y guapo.

Puesto que trabajaba como pareja de baile, Guglielmi pasaba mucho tiempo con mujeres.


Pronto supo qué les agradaba: cómo ser su reflejo en formas sutiles, cómo relajarlas (aunque no demasiado). Así, empezó a prestar atención a su atuendo, y se creó una apariencia atildada: bailaba con un corsé bajo la camisa para procurarse una figura esbelta, lucía un reloj de pulsera (considerado afeminado en esos días) y decía ser marqués. En 1915 consiguió empleo bailando tango en restaurantes de lujo, y cambió su nombre por el más evocativo de Rodolfo di Valentina. Un año después se mudó a Los Ángeles: quería triunfar en Hollywood.



Conocido desde entonces como Rodolfo Valentino, Guglielmi apareció como extra en varias películas de bajo presupuesto. Obtuvo por fin un papel más importante en Eyes ofYoutk (Ojos de juventud, 1919), cinta en la que interpretaba a un seductor y en la que llamó la atención de las mujeres por ser un galán tan poco común: sus movimientos eran elegantes y delicados, su piel tan suave y tan bello su rostro que cuando se abalanzaba sobre su víctima y ahogaba sus protestas con un beso parecía más emotivo que siniestro. Luego vino The Fowr Horsemen of the Apocdlypse (Los cuatro jinetes del Apocalipsis), en la que hizo el papel protagónico masculino, Julio, el playboy, y que lo convirtió de la noche a la mañana en sex symbol, a causa de una secuencia de tango en la que seducía a una joven llevándola al bailar. Esta escena condensó la esencia de su atractivo: pies libres y desenvueltos, un porte casi femenino y, entrelazado con ello, un plante de control. 

Las mujeres del público literalmente se desvanecían cuando Valentino se llevaba a los labios las manos de una mujer casada, o cuando compartía con su amante la fragancia de una rosa. Parecía mucho más atento con las mujeres que la generalidad de los hombres, pero esa delicadeza se combinaba con un dejo de crueldad y amenaza que enloquecía a las damas.

En su película más famosa, The Sheik (El Sheik), Valentino interpretó a un príncipe árabe (del que después se sabe que es un caballero escocés abandonado en el Sahara desde bebé) que rescata a una altiva dama inglesa en el desierto, tras de lo cual la conquista en una forma que raya en violación. Cuando ella le pregunta: "¿Por qué me trajiste aquí?", él contesta: "¿No eres lo bastante mujer para saberlo?". 


Con todo, ella termina enamorándose de él, como las mujeres en los cines del mundo entero, estremecidas por su extraña mezcla de masculinidad y feminidad. En otra escena de The Sheik, la dama inglesa apunta un arma contra Valentino; la reacción de él es apuntarle con una delicada boquilla de cigarro. Ella usa pantalones, él túnicas largas y sueltas, y abundante maquillaje de ojos. Películas posteriores incluirían escenas de Valentino vistiéndose y desvistiéndose, una suerte de striptease que exhibía destellos de su cuerpo estilizado. 

En casi todos sus filmes él encarnó un exótico personaje de época —un torero español, un raja indio, un jeque árabe, un noble francés—, y parecía gozar con ponerse joyas y uniformes ajustados. En la década de 1920 las mujeres empezaron a experimentar con una nueva libertad sexual. En vez de esperar a que un hombre se interesara en ellas, querían tener la posibilidad de iniciar la relación, aunque seguían deseando enamorarse perdidamente de él. Valentino comprendió esto a la perfección. 


Su vida fuera de la pantalla coincidía con su imagen en el cine: se ponía pulseras, vestía impecablemente y, se decía, era cruel con su esposa, y la golpeaba. (Su amantísimo público ignoró prudentemente sus dos matrimonios fallidos y su, al parecer, inexistente vida sexual.) Su súbita muerte —en Nueva York en agosto de 1926, a los treinta y un años de edad, por complicaciones de una operación de úlcera— provocó una reacción inusitada: más de cien mil personas desfilaron ante su féretro, muchas dolientes sufrieron ataques de histeria y la nación entera se mostró consternada. 

Nunca antes había sucedido nada igual a propósito de un simple actor. Hay una película de Valentino, Monsieur Beaucaire, en la que él personifica a un frívolo absoluto, papel mucho más afeminado que los que acostumbraba interpretar, y sin su usual dejo de peligro. Fue un fiasco. Como loca, Valentino no emocionó a las mujeres. 

A ellas les estremecía la ambigüedad de un hombre que compartía muchos de sus rasgos, pero que no por ello dejaba de ser hombre. Valentino se vestía como mujer y jugaba con su físico como si fuera un cuerpo femenino, pero su imagen era masculina. Cortejaba como lo haría una mujer si fuera hombre: pausada y consideradamente, prestando atención a los detalles, fijando un ritmo en vez de apresurar la conclusión. Pero llegado el momento de la osadía y la conquista, su cadencia era impecable, y arrollaba a su víctima sin darle oportunidad para protestar. 

En sus películas, Valentino practicó el mismo arte de gigoló de llevar a una mujer, mismo que dominó desde adolescente en la pista de baile: conversar, galantear y complacer, pero siempre ejerciendo el control.
Valentino sigue siendo un enigma. Su vida privada y su personalidad están envueltas en el misterio; su imagen continúa seduciendo /como lo hizo en vida. Él fue el modelo de Elvis Presley, quien se obsesionó con esta estrella del cine mudo, y del dandy moderno, que juega 'Con el género, pero preserva un filo de peligro y crueldad.


La seducción fue y será siempre la forma femenina del poder y la guerra. Originalmente fue el antídoto contra la violación y la brutalidad. El hombre que usa esta forma de poder con una mujer invierte en esencia el juego, ya que emplea contra ella armas femeninas; sin perder su identidad masculina, cuanto más sutilmente femenino se vuelve, más eficaz es la seducción. 

No seas de quienes creen que lo más seductor consiste en ser devastadoramente masculino. El dandy femenino tiene un efecto mucho más turbador. Tienta a la mujer justo con lo que a ella le gusta: una presencia conocida, grata, elegante. Puesto que es reflejo de la psicología femenina, ostenta un cuidado en su apariencia, sensibilidad a los detalles y cierto grado de coquetería, pero también un toque de masculina crueldad. Las mujeres son narcisistas y se enamoran de los encantos de su sexo. 

Al presentarles un encanto femenino, un hombre puede hipnotizarlas y desarmarlas, y volverlas vulnerables a un embate masculino audaz.

El dandy femenino puede seducir a gran escala. Ninguna mujer lo posee de verdad —es demasiado elusivo—, pero todas pueden fantasear con que lo hacen. La clave es la ambigüedad: la sexualidad del dandy es decididamente heterosexual, pero su cuerpo y psicología fluctúan deliciosamente entre uno y otro polo.


Soy mujer. Todo artista es mujer y debe sentir gusto por las demás mujeres. Los homosexuales no pueden ser verdaderos artistas porque les gustan los hombres, y como son mujeres vuelven a la normalidad. —Pablo Picasso.

LA DANDY MASCULINA.

En la década de 1870, el pastor Henrik Gillot fue el niño mimado de la inteüigentsiya de San Petersburgo. Era joven, bien parecido e instruido en filosofía y literatura, y predicaba una especie de cristianismo ¡lustrado. Docenas de jóvenes estaban locas por él y acudían en masa a sus sermones sólo para verlo. Tiempo después en 1878, conoció a una mujer que cambió su vida. Se llamaba Lou von Salomé (conocida después como Lou AndreasSalomé) y tenía diecisiete años de edad; él, cuarenta y dos.

Lou era bonita, con radiantes ojos azules. Había leído mucho, sobre todo para una muchacha de su edad, y se interesaba en los más graves asuntos filosóficos y religiosos. Su pasión, inteligencia y sensibilidad a las ideas fascinaron a Gillot. Cuando ella entraba a la oficina de él para sus cada vez más frecuentes conversaciones, el lugar parecía más brillante y más vivo. 

Quizá ella le coqueteara, a la inconsciente manera de una muchacha; pero cuando Gillot admitió para sí que se había enamorado de ella y le propuso matrimonio, Lou se horrorizó. El confundido pastor no olvidó nunca a Lou von Salomé, y fue el primero de una larga lista de hombres famosos en caer víctima de un frustrado y perenne amor obsesivo por ella.


En 1882, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche vagaba solo por Italia. En Genova recibió una carta de su amigo Paul Rée, filósofo prusiano al que admiraba, en la que éste le contaba de sus diálogos en Roma con una notable joven rusa, Lou von Salomé. Ella estaba ahí de vacaciones con su madre; Rée había logrado hacer, sin compañía, largos paseos por la ciudad con ella, y habían tenido numerosas conversaciones. 

Las ideas de Lou sobre Dios y el cristianismo eran muy similares a las de Nietzsche, y cuando Rée le dijo que el famoso filósofo era amigo suyo, ella insistió en que lo invitara a unírseles. En cartas posteriores, Rée describió lo misteriosamente cautivadora que era Lou, y lo ansiosa que estaba por conocer a Nietzsche. El filósofo partió pronto a Roma.


Cuando Nietzsche conoció al fin a Lou, se quedó atónito. Ella tenía los ojos más hermosos que él hubiera visto jamás, y en la primera de sus largas conversaciones esos ojos brillaron con tal intensidad que él no pudo menos que sentir que había algo erótico en esa emoción. Pero también él se engañó: Lou guardó distancia y no respondió a sus cumplidos. ¡Vaya que era una joven demoniaca! Días después, ella le leyó un poema suyo, y él lloró; las ideas de Lou sobre la vida eran muy parecidas a las suyas. 

Tras decidir aprovechar la ocasión, Nietzsche le propuso matrimonio. (Ignoraba que Rée ya había hecho lo propio.) Lou declinó. Le interesaban la filosofía, la vida y la aventura, no el matrimonio. Imperténito, Nietzsche siguió cortejándola. En una excursión al lago Orta con Rée, Lou y su madre, él logró estar a solas con la muchacha, con quien subió el Monte Sacro mientras los demás aguardaban. 

Todo indica que el paisaje y las palabras de Nietzsche tuvieron el apasionado efecto esperado; en una carta subsecuente a ella, él describió ese paseo como "el sueño más hermoso de mi vida". Ya era un hombre poseído: no podía pensar sino en casarse con Lou y tenerla sólo para él.

Meses después, Lou visitó a Nietzsche en Alemania. Dieron largos paseos juntos, y pasaron noches enteras hablando de filosofía. Ella era el reflejo de sus pensamientos más profundos, una anticipación de sus ideas sobre la religión. Pero cuando él le propuso matrimonio otra vez, ella lo tachó de convencional; Nietzsche había compuesto una defensa filosófica del superhombre, el individuo por encima de la moral ordinaria, pero Lou era por naturaleza mucho menos convencional que él. 

Su firme e intransigente actitud no hizo más que intensificar la fascinación de ella sobre él, tanto como su resabio de crueldad. Cuando Lou lo abandonó al fin, dejando en claro que no tenía la menor intención de casarse con él, Nietzsche quedó devastado. 

Como antídoto contra su dolor, escribió Así hablaba Zaratustra, libro lleno de sublimado erotismo y hondamente inspirado en sus conversaciones con ella. Desde entonces, Lou sería conocida en toda Europa como la mujer que había roto el corazón de Nietzsche.

Lou Andreas-Salomé se mudó a Berlín. Pronto, los principales intelectuales de esa ciudad caían bajo el hechizo de su independencia y espíritu libre. Los dramaturgos Gerhart Hauptmann y Franz Wedekind fueron víctimas de su embrujo; en 1897, el gran poeta austríaco Rainer Maria Rilke se enamoró de ella. Para entonces ya gozaba de amplio prestigio, y era novelista de renombre. 

Esto influyó sin duda en la seducción de Rilke, pero a él le atrajo, asimismo, la suerte de energía masculina que encontró en ella, y que nunca había visto en otra mujer. Rilke tenía entonces veintidós años, y Lou treinta y seis. Él le escribía cartas y poemas de amor, la seguía a todas partes e inició con ella un idilio que duraría varios años. Ella corrigió su poesía; impuso disciplina en sus versos, demasiado románticos, y le inspiró ideas para nuevos poemas. Pero censuraba que dependiera tan infantilmente de ella, que fuese tan débil. 

Incapaz de soportar cualquier clase de debilidad, finalmente lo dejó. Consumido por su recuerdo, Rilke siguió asediándola durante mucho tiempo. En 1926 rogó a sus médicos en su lecho de muerte: "Pregunten a Lou qué me pasa. Sólo ella lo sabe".


Un hombre escribió de Lou Andreas-Salomé: "Había algo aterrador en su proximidad. Lo miraba a uno con sus radiantes ojos azules, y le decía: 'La recepción del semen es para mí el colmo del éxtasis'. Tenía un apetito insaciable de él. Era absolutamente amoral, [...] un vampiro". El psicoterapeuta sueco Poul Bjerre, una de sus conquistas posteriores, escribió a su vez: "Creo que Nietzsche estaba en lo cierto cuando dijo que Lou era una mala mujer. Mala, no obstante, en el sentido goethiano: mal que produce bien. [...] Quizá haya destruido vidas y matrimonios, pero su presencia era excitante".


Las dos emociones que casi todos los hombres sentían en presencia de Lou AndreasSalomé eran confusión y excitación; las sensaciones esenciales para una seducción satisfactoria. A la gente le embriagaba su extraña mezcla de masculinidad y feminidad; era hermosa, con una sonrisa radiante y una actitud digna y sugestiva, pero su independencia y naturaleza analítica la hacían parecer singularmente masculina. 

Esta ambigüedad se expresaba en sus ojos, a un tiempo coquetos e inquisitivos. La confusión era lo que mantenía interesados e intrigados a los hombres: Lou no se parecía a ninguna otra mujer. Ellos querían saber más. La excitación emanaba de la capacidad de ella para remover deseos reprimidos. Era totalmente anticonformista, e intimar con ella suponía romper todo tipo de tabúes. Su masculinidad hacía que la relación pareciera vagamente homosexual; su vena un tanto cruel y dominante podía incitar ansias masoquistas, como lo hizo en Nietzsche. 

Lou irradiaba una sexualidad prohibida. Su poderoso efecto en los hombres —las obsesiones perennes, los suicidios (hubo varios), los periodos de intensa creatividad, las descripciones de ella como vampiro o demonio— dan fe de las oscuras profundidades de la psique que ella era capaz de alcanzar y perturbar.

La dandy masculina triunfa al trastocar la pauta normal de la superioridad masculina en cuestiones de amor y seducción. La aparente independencia del hombre, su capacidad para el desdén, a menudo parecen darle la ventaja en la dinámica entre hombres y mujeres. Una mujer puramente femenina despertará deseo, pero siempre será vulnerable a la caprichosa pérdida de interés del hombre; una mujer puramente masculina, por el contrario, no despertará en absoluto ese interés. Tú sigue, en cambio, la senda de la dandy masculina y neutralizarás todos los poderes de un hombre. 

Nunca te entregues por completo; aunque seas apasionadamente sexual, conserva siempre un aire de independencia y autocontrol. Podrías pasar entonces al hombre siguiente, o al menos eso pensará él. Tú tienes cosas más importantes que hacer, como trabajar. Los hombres no saben cómo hacer frente a las mujeres que usan contra ellos sus propias armas; esto los intriga, excita y desarma. Pocos hombres pueden resistir los placeres prohibidos que la dandy masculina les ofrece.


La seducción que emana de una persona de sexo incierto o simulado es imponente. —Colette.

CLAVES DE PERSONALIDAD.

Muchos imaginamos hoy que la libertad sexual ha avanzado en los últimos años; que todo ha cambiado, para bien o para mal. Esto es en gran medida una ilusión; un repaso de la historia revela periodos de mucho mayor libertinaje (la Roma imperial, la Inglaterra de fines del siglo diecisiete, el "flotante mundo" del Japón del siglo dieciocho) que el que experimentamos en la actualidad. 

Los roles de género ciertamente están cambiando, pero no es la primera vez que esto ocurre. La sociedad está sujeta a un estado de flujo permanente, pero hay algo que no cambia: el ajuste de la inmensa mayoría de la gente a lo que en su época se considera normal. Su desempeño del papel que se le asigna. La conformidad es una constante porque los seres humanos somos criaturas sociales en incesante imitación recíproca. Puede ser que en ciertos momentos de la historia esté de moda ser diferente y rebelde; pero si muchas personas asumen este papel, no hay nada diferente ni rebelde en él.


Sin embargo, no deberíamos quejamos de la servil conformidad de la mayoría, porque ofrece incalculables posibilidades de poder y seducción a quienes están dispuestos a correr algunos riesgos. Dandys ha habido en todas las épocas y culturas (Alcibíades en la antigua Grecia, Korechika en el Japón de mies del siglo X), y en todas partes han prosperado gracias al papel conformista de los demás. El dandy hace gala de una diferencia real y radical, en apariencia y actitud. Puesto que a casi todos nos agobia en secreto la falta de libertad, nos atraen quienes son más desenvueltos que nosotros y hacen alarde de su diferencia.


Los dandys seducen tanto social como sexualmente; se forman grupos a su alrededor, su estilo es muy imitado, una corte o multitud enteras se enamorarán de ellos. Al adaptar a tus propósitos la personalidad del dandy, recuerda que ellos es por naturaleza una rara y hermosa flor. Sé diferente tanto de modo impactante como estético, nunca vulgar; búrlate de las tendencias y estilos establecidos, sigue una dirección novedosa, y que no te importe en absoluto lo que hacen los demás. 

La mayoría es insegura; se maravillará de lo que tú eres capaz de hacer, y con el tiempo terminará por admirarte e imitarte, por expresarte con total seguridad.

A los dandys se les ha definido tradicionalmente por su forma de vestir, y es indudable que la mayoría de ellos crean un estilo visual único. Beau Brummel, el más famoso de los dandys, pasaba horas arreglándose, en particular el nudo de inimitable diseño de su corbata, que lo volvió célebre en Inglaterra a principios del siglo XIX. Pero el estilo del dandy no puede ser obvio, porque los dandys son sutiles, y jamás se obstinan en llamar la atención: la atención les llega sola. Un atuendo flagrantemente diferente delata escaso gusto o imaginación. 

Los dandys exhiben su diferencia en los pequeños toques que Señalan su desprecio por las convenciones: el chaleco rojo de Théo-phile Gautier, el traje verde de terciopelo de Osear Wilde, las pelucas plateadas de Andy Warhol. El gran primer ministro inglés Benjamín Disraeli tenía dos espléndidos bastones, uno para la mañana y otro para la tarde; los cambiaba a mediodía, dondequiera que estuviese. 

La dandy opera en forma similar. Puede adoptar ropa masculina, por decir algo; pero si lo hace, un toque aquí o allá la vuelve distinta: ningún hombre se vestiría nunca como George Sand. El sombrero de copa y las botas de montar que ella lucía en las calles de París la hacían un espectáculo digno de verse.

Recuerda: debe haber un punto de referencia. Si tu estilo visual es totalmente desconocido, la gente creerá en el mejor de los casos que te gusta llamar la atención, y en el peor que estás loco. Inventa en cambio tu propia moda adaptando y alterando los estilos imperantes, para convertirte en un objeto de fascinación. Haz bien esto y serás muy imitado. El conde de Orsay, un fabuloso dandy londinense de las décadas de 1830 y 1840, era observado muy de cerca por la gente de buen tono; un día, sorprendido en Londres por un aguacero, compró un pahrok, una especie de pesado abrigo de lana con capucha, que llevaba puesto un marinero holandés. El paltrok se convirtió de inmediato en el abrigo de rigor. Que haya gente que te imite es señal, por supuesto, de tus poderes de seducción.
El inconformismo de los dandys, sin embargo, va mucho más allá de las apariencias. Es una actitud de vida, que los distingue; adopta esta actitud y un círculo de seguidores aparecerá a tu alrededor.
Los dandys son muy insolentes. Los demás les importan un bledo, y nunca les interesa complacer. En la corte de Luis XIV, el escritor La Bruyére reparó en que los cortesanos que se esmeraban en complacer caían invariablemente en el descrédito; nada podía ser más antiseductor que eso. Como escribió Barbey d'Aurevilly: "Los dandys complacen a las mujeres disgustándolas".


La insolencia fue fundamental en el atractivo de Osear Wilde. Una noche, tras el estreno de una obra suya en un teatro de Londres, el extasiado público pidió a gritos la presencia del autor en el escenario. Wilde se hizo esperar largamente, y por fin salió, fumando un cigarro y gastando una expresión de absoluto desdén. "Quizá sea grosero aparecer fumando ante ustedes, pero lo es mucho más que me incomoden cuando fumo", recriminó a sus fans. El conde de Orsay era igualmente insolente. 

Una noche en un club de Londres, un Ro-thschild notoriamente vulgar dejó caer por accidente una moneda de oro, y se agachó a recogerla. Orsay sacó en el acto un billete de mil francos (mucho más valioso que la moneda), lo enrolló, lo encendió como vela y se echó a gatas, para ayudar en la búsqueda. Sólo un dandy habría podido permitirse semejante audacia. 

El descaro del libertino está atado a su deseo de conquistar a una mujer; no le interesa nada más. El del dandy, en cambio, apunta a la sociedad y sus convenciones. No quiere conquistar a una mujer, sino a un grupo, un mundo social. Y como a la gente suele oprimirle la obligación de ser siempre benévola y cortés, le deleita la compañía de una persona que desdeña tales insignificancias.


Los dandys son maestros en el arte de vivir. Viven para el placer, no para el trabajo; se rodean de bellos objetos y comen y beben con el mismo deleite que muestran en el vestir. Así fue como el gran escritor romano Petronio, autor del Satiricón, sedujo al emperador Nerón. 

A diferencia del insulso Séneca, el gran pensador estoico y tutor de Nerón, Petronio sabía hacer de cada detalle de la vida una gran aventura estética, desde un festín hasta una simple conversación. Esta no es una actitud que debas imponer a quienes te rodean —te será imposible ponerte pesado—; bastará con que parezcas socialmente confiado y seguro de tu gusto para que la gente se sienta atraída a ti. La clave es convertir todo en una elección estética. Tu habilidad para matar el aburrimiento haciendo de la vida un arte volverá muy apreciada tu compañía.

El sexo opuesto es un territorio extraño que nunca conoceremos del todo, y esto nos excita, produce la tensión sexual adecuada. Pero también es una fuente de molestia y frustración. Los hombres no comprenden a las mujeres, y viceversa; cada grupo intenta hacer que el otro actúe como si perteneciera a su sexo. Puede ser que a los dandys no les interese agradar, pero en esta área tienen un grato efecto: al adoptar rasgos psicológicos del sexo opuesto, apelan a nuestro inherente narcisismo. 

Las mujeres se identificaban con la delicadeza de Rodolfo Valentino, y su atención al detalle en el cortejo; los hombres, con el desinterés de Lou Andreas-Salomé a comprometerse. En la corte Heian del Japón del siglo XI, Sei Shónagon, la autora de El libro de la almohada fue muy seductora para los hombres, en especial los del tipo literario. Era sumamente independiente, escribía poesía de lo mejor y guardaba cierta distancia emocional. Los hombres querían más de ella que sólo ser sus amigos o camaradas, como si fuera otro hombre; fascinados por su empatía con la psicología masculina, se enamoraban de ella. Esta suerte de travestismo mental —la capacidad de acceder al espíritu del sexo opuesto, adaptarse a su manera de pensar, ser reflejo de sus gustos y actitudes— puede ser un elemento clave en la seducción. Es una manera de hipnotizar a tu víctima.


De acuerdo con Freud, la libido humana es, en esencia, bisexual; a la mayoría de las personas les atraen de un modo u otro los individuos de su mismo sexo, pero las restricciones sociales (que varían según la cultura y periodo histórico) reprimen esos impulsos. El dandy representa una liberación de tales restricciones. En varias obras de Shakespeare, una joven (los papeles femeninos eran interpretados entonces por hombres) ha de disfrazarse, y se viste para ello de hombre, incitando diversos grados de interés sexual en los hombres, a quienes después deleita descubrir que el joven es en realidad una muchacha. (Piensa, por ejemplo, en la Rosalinda de A vuestro gusto.) Artistas como Josephine Baker (conocida como La Dandy de Chocolate) y Marlene Dietrich se vestían de hombre en sus presentaciones, lo que las volvió muy populares... entre los hombres. 

Por su parte, el hombre ligeramente feminizado, el niño bonito, siempre ha sido seductor para las mujeres. Valentino encamó esta cualidad. Elvis Presley tenía rasgos femeninos (el rostro, las caderas), usaba camisas rosas escaroladas y maquillaje de ojos, y muy pronto atrajo la atención femenina. El cineasta Kenneth Anger dijo de Mick Jagger que su encanto bisexual constituye una parte importante del atractivo que ejerce sobre las jóvenes, [...] el cual actúa sobre su inconsciente". 

En la cultura occidental, durante siglos la belleza femenina ha sido un fetiche en grado mucho mayor que la masculina, así que es comprensible que un rostro de aspecto femenino como el de Montgomery Clift haya tenido más poder de seducción que el de John Wayne.
La figura del dandy también ocupa un lugar en la política. John F. Kennedy era una extraña mezcla de masculinidad y feminidad: viril en su dureza con los rusos y sus juegos de fútbol americano en los jardines de la Casa Blanca, pero femenino en su apariencia elegante y atildada. Esta ambigüedad componía gran parte de su atractivo. Disraeli era un dandy incorregible en su forma de vestir y comportarse; en consecuencia, algunos sospecharon de él, pero su valor para no preocuparse de lo que la gente pensara le ganó respeto. 

Las mujeres lo adoraban, por supuesto, porque las mujeres siempre adoran a un dandy. Apreciaban sus modales delicados, su sentido estético, su pasión por la ropa; en otras palabras, sus cualidades femeninas. El sostén del poder de Disraeli era de hecho una fan: la reina Victoria.


No te dejes engañar por la reprobación superficial que tu actitud de dandy puede provocar. Aun si la sociedad propala su desconfianza de la androginia (en la teología cristiana Satanás suele representarse como andrógino), con eso no hace otra cosa que esconder su fascinación por ella; lo más seductor es con frecuencia lo más reprimido. Adopta un dandismo festivo y serás el imán de los recónditos anhelos insatisfechos de la gente.

La clave de este poder es la ambigüedad. En una sociedad en que los papeles que todos desempeñamos son obvios, la negativa a ajustarse a cualquier norma despertará interés. Sé masculino y femenino. insolente y encantador, sutil y extravagante. Que los demás se preocupen de ser socialmente aceptables; esa gente abunda, y tú persigues un poder más grande que el que ella puede imaginar.

Símbolo: La orquídea. Su i forma y color sugieren extrañamente los dos sexos, y su perfume es dulce y voluptuoso: es una flor tropical del mal. Fina y muy cultivada, se le valora por su rareza; es diferente a cualquier otra flor.

PELIGROS.

La fortaleza, aunque también el problema, del dandy es que suele operar mediante sensaciones transgresoras de los roles sexuales. Aunque sumamente intensa y seductora, esta actividad también es peligrosa, porque toca una fuente de gran ansiedad e inseguridad. Los mayores riesgos proceden a menudo de tu propio sexo. Valentino tenía enorme atractivo para las mujeres, pero los hombres lo detestaban. Constantemente se le hostigaba con acusaciones de anti-masculinidad perversa, lo que le causaba gran aflicción. 

Lou Andreas-Salomé era igualmente reprobada por las mujeres; la hermana de Nietzsche, quizá la mejor amiga de éste, la consideraba una bruja malévola, y emprendió una virulenta campaña de prensa en su contra tiempo después de la muerte del filósofo. Poco puede hacerse ante un resentimiento tal. Algunos dandys pretenden luchar contra la imagen que ellos mismos han creado, pero esto es insensato: para probar su masculinidad, Valentino intervino en un encuentro de box. No obstante, lo único que consiguió con ello fue parecer desesperado. 

Es mejor, entonces, aceptar con elegancia e insolencia las ocasionales pullas de la sociedad. Después de todo, el encanto de los dandys radica justamente en que no les importa lo que la gente piense de ellos. Así era Andy Warhol: cuando la gente se cansaba de sus bufonadas o surgía un escándalo, en vez de tratar de defenderse adoptaba simplemente una nueva imagen —bohemio decadente, retratista de la alta sociedad, etcétera—, como para decir, con un dejo de desdén, que el problema no era él, sino la capacidad de concentración de los demás.

Otro peligro para el dandy es que la insolencia tiene sus límites. Beau Brummel se enorgullecía de dos cosas: la esbeltez de su figura y su ingenio mordaz. Su principal patrocinador social era el príncipe de Gales, quien años después engordó. Una noche en una cena, el príncipe hizo sonar la campanilla para llamar al mayordomo, y Brummel comentó con sarcasmo: "Repica, Bíg Ben". 

Al príncipe no le hizo gracia la broma, hizo acompañar a Brummel a la puerta y jamás le volvió a hablar. Sin el patrocinio real, Brummel cayó en la pobreza y la locura.

Incluso un dandy, así, debe medir su descaro. Un verdadero dandy conoce la diferencia entre una dramatizada burla del poderoso y un comentario hiriente, ofensivo o insultante. Es particularmente indicado no insultar a quienes pueden perjudicarte. De hecho, esta personalidad rinde mejor a quienes pueden darse el lujo de ofenden artistas, bohemios, etcétera. 

En el trabajo, es probable que debas modificar y moderar tu imagen de dandy. Sé gratamente distinto, una distracción, no una persona que cuestiona las convenciones grupales y hace sentir inseguros a los demás.


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