La mayoría de la gente tiene sueños de juventud que se hacen trizas o desgastan con la edad. Se ve decepcionada por personas, sucesos y realidades que no están a la altura de sus aspiraciones juveniles. Los amantes ideales medran en esos sueños insatisfechos, convertidos en duraderas fantasías. ¿Anhelas romance? ¿Aventura? ¿Suprema comunión espiritual? El amante ideal refleja tu fantasía. Es experto en crear la ilusión que necesitas, idealizando tu imagen. En un mundo de bajeza y desencanto, hay un ilimitado poder seductor en seguir la senda del amante ideal.
EL ROMÁNTICO IDEAL.
Una noche de 1760, en la ópera de la ciudad de Colonia, una
bella joven miraba al público sentada en su palco. Junto a ella se hallaba su
esposo, el burgomaestre de la ciudad, hombre maduro y afable, pero aburrido.
Con sus catalejos, la joven vio a un apuesto caballero vestido con un traje
deslumbrante. Su mirada fue evidentemente advertida, porque terminada la ópera
el hombre se presentó: se llamaba Giovanni Giacomo Casanova.
El desconocido besó la mano de la mujer. Ella le dijo que
iría a un baile la noche siguiente; ¿le gustaría a él asistir? "Únicamente si puedo osaresperar, Madame", contestó Casanova, "que usted baile sólo conmigo."
La noche siguiente^ después del baile, la mujer no podía
pensar más que en Casanova. El parecía haberse adelantado a sus pensamientos:
¡había sido tan agradable, pero también tan atrevido! Días más tarde él cenó en
casa de la dama; y cuando el esposo de ésta se retiró a descansar, ella le
mostró la residencia.
Desde su tocador, la mujer señaló un ala de la casa, una
capilla, justo frente a la ventana. Y en efecto, como si le hubiera leído la
mente, Casanova asistió a misa en esa capilla al otro día; y al ver a la dama
en el teatro esa noche, le confió haber visto allí una puerta que sin duda
conducía a su recámara.
Ella río, y se fingió sorprendida. Con el más inocente
de los tonos, él añadió que buscaría la manera de esconderse en la capilla al
día siguiente, y casi sin pensarlo ella murmuró que lo visitaría ahí una vez
que todos se hubieran ido a acostar.
Casanova se ocultó entonces en el diminuto confesionario de la capilla, esperando día y noche. Había ratas, y él no tenía dónde tenderse; pero cuando la esposa del burgomaestre llegó por fin, a altas horas de la noche, él no se quejó, sino que la siguió a su habitación, sin hacer ruido. Sus citas continuaron varios días.
De día, ella ansiaba que llegara la noche: al fin tenía algo por qué vivir, una aventura. Ella le dejaba comida, libros y velas para hacer llevaderas sus largas y tediosas estancias en la capilla; no parecía correcto usar un templo para ese propósito, pero esto no hacía sino volver más emocionante el asunto.
Días después, sin embargo, ella tuvo que
hacer un viaje con su esposo. Cuando regresó, Casanova había desaparecido, tan
rápida y grácilmente como llegó.
Años más tarde, en Londres, una joven llamada Miss Pauline
vio un anuncio en un periódico local.
Un caballero buscaba una inquilina para
rentar una parte de su casa. Miss Pauline procedía de Portugal y era de la
nobleza; se había fugado a Londres con su amante, pero él había tenido que
volver a casa, y ella debió quedarse un tiempo antes de poder reunírsele.
En
ese momento se hallaba sola, tenía poco dinero y estaba deprimida por sus
miserables circunstancias; después de todo, había sido educada como una dama.
Contestó el anuncio.
El caballero resultó ser Casanova, ¡y vaya que era un
caballero! La habitación que ofrecía era bonita, y la renta baja; sólo pidió a
cambio ocasional compañía. Miss Pauline se mudó. Jugaban ajedrez, paseaban a
caballo, hablaban de literatura. ¡Él era tan fino, cortés y generoso!
Aunque
era una mujer seria y altiva, ella terminó por depender de su amistad; ahí
estaba un hombre con el que podía hablar horas enteras. Luego, un día Casanova
pareció distinto, molesto, agitado: confesó estar enamorado de ella. Miss
Pauline regresaría pronto a Portugal, a reunirse con su amante, y eso no era
precisamente lo que quería oír. Le dijo a Casanova que debía ir a montar para
serenarse.
Esa misma noche recibió la noticia: Casanova había caído de
su caballo. Sintiéndose responsable del accidente, ella corrió a verlo, lo
halló en cama y se arrojó a sus brazos, incapaz de controlarse. Esa noche se
hicieron amantes, y lo siguieron siendo por el resto de la estancia de Miss
Pauline en Londres. Cuando llegó el momento de que ella se marchara a Portugal,
él no intentó detenerla; por el contrario, la consoló, razonando que cada uno
le había ofrecido al otro el antídoto temporal perfecto contra su soledad, y
que toda la vida serían amigos.
Años después, en una pequeña ciudad española, una joven y
hermosa mujer llamada Ignacia salía de la iglesia luego de confesarse. Casanova
la abordó. Camino a casa de ella, él le explicó que le apasionaba bailar el
fandango, y la invitó a un baile para la noche siguiente. ¡
Él era tan distinto
a todos en la ciudad, que tanto la
aburrían! Desesperaba por ir. Sus padres se opusieron, pero ella convenció a su
madre de que fungiera como dama de compañía. Tras una inolvidable noche de
baile (él bailaba muy bien el fandango para ser extranjero), Casanova confesó
estar locamente enamorado de ella. Ignacia replicó, muy triste, que ya tenía
prometido.
Casanova no insistió, pero los días siguientes la llevó a más
bailes, y a corridas de toros. En una ocasión, Casanova la presentó con una
amiga suya, una duquesa, que coqueteó descaradamente con él; Ignacia ardió de
celos. Para entonces estaba irremediablemente enamorada de Casanova, pero su
sentido del deber y su religión le prohibían pensar siquiera en eso.
Finalmente, luego de días de tormento, Ignacia buscó a
Casanova y lo tomó de la mano: "Mi confesor quiso hacerme prometer que
nunca volvería a estar a solas con usted", le dijo; "y como no pude
hacerlo, se negó a darme la absolución.
Es la primera vez en la vida que me
ocurre algo así. Me he puesto en manos de Dios. He decidido que mientras usted
esté aquí, haré cuanto desee. Cuando, para mi pesar, se marche de España,
buscaré otro confesor. Mi capricho por usted, después de todo, es sólo una
locura pasajera".
Casanova es quizá el seductor más exitoso de la historia:
pocas mujeres se le resistían. Su método era simple: al conocer a una mujer, la
estudiaba, acompañaba sus estados de ánimo, indagaba qué le faltaba en la vida
y se lo daba. Se volvía el amante ideal. La esposa del aburrido burgomaestre
necesitaba aventura y romance; quería a alguien que sacrificara tiempo y
comodidad para poseerla. A Miss Pauline le faltaba amistad, ideales elevados y
conversación seria; quería un hombre de buena cuna y generoso que la tratara
como una dama.
A Ignacia le faltaba sufrimiento y tormento. Su vida era
demasiado fácil; para sentirse verdaderamente viva, y tener algo real que
confesar, necesitaba pecar. En cada caso, Casanova se adaptó a los ideales de
la mujer respectiva, dio vida a su fantasía. Una vez que ella caía bajo su
hechizo, un pequeño truco o cálculo sellaba el romance (un día entre ratas, una
artificiosa caída de un caballo, un encuentro con otra mujer para poner celosa
a Ignacia).
El amante ideal es raro en el mundo moderno, porque este
papel implica esfuerzo. Te obliga a concentrarte intensamente en la otra
persona, a sondear qué le falta, lo cual es la causa de su desilusión.
La gente
suele revelar esto en formas sutiles: mediante gestos, tono de voz, una mirada
a los ojos. Aparentando ser lo que le hace falta, encajarás en su ideal. Crear
este efecto demanda paciencia y atención a los detalles. La mayoría de las
personas están tan absortas en sus deseos, tan impacientes, que son incapaces
de adoptar el papel del amante ideal. Tú conviértelo en una fuente de infinitas
oportunidades.
Sé un oasis en el desierto del ensimismado; pocos pueden
resistir la tentación de seguir a una persona que parece tan afín a sus deseos,
tan dispuesta a dar vida a sus fantasías. Y al igual que en el caso de
Casanova, tu fama como dador de ese placer te precederá, y te facilitará
enormemente seducir.
El cultivo de los placeres de los sentidos fue siempre mi principal
propósito en la vida. Sabiendo que estaba personalmente calculado para
complacer al bello sexo, me empeñé siempre en agradarle. —Casanova.
LA BELLEZA IDEAL.
En 1730, cuando Jeanne Poisson tenía apenas nueve años, una
adivina predijo que un día ella sería la amante de Luis XV. Esta predicción era
absolutamente ridícula, porque Jeanne pertenecía a la clase media, y por
tradición centenaria a la amante del rey se le elegía de entre la nobleza. Peor
aún, el padre de Jeanne era un conocido libertino, y su madre había sido
cortesana.
Por fortuna para ella, un rico que había sido amante de su
madre se encariñó con la preciosa niña, y pagó su educación. Jeanne aprendió a
cantar, tocar el clavicordio, montar a caballo con singular habilidad, y a
actuar y bailar; se le instruyó en literatura e historia como si fuera hombre.
El dramaturgo Crébillon le enseñó a dominar el arte de la conversación. Por si
todo esto fuera poco, Jeanne era hermosa, y poseía una gracia y un encanto que
muy pronto la distinguieron. En 1741 se casó con un miembro de la baja nobleza.
Conocida entonces como Madame d'Etioles, pudo satisfacer una gran ambición:
tener un salón literario. Todos los grandes escritores y filósofos de la época
frecuentaron su salón, muchos de ellos por estar enamorados de la anfitriona.
Uno de los asiduos era Voltaire, amigo suyo toda la vida.
Mientras triunfaba, Jeanne no olvidó nunca la predicción de
la adivina, y seguía creyendo que algún día conquistaría el corazón del rey. Y
sucedió que una de las fincas rurales de su marido colindaba con el coto de
caza favorito del monarca.
Ella lo espiaba por la cerca, o buscaba la forma de
cruzarse en su camino, portando siempre, casualmente, un elegante y atractivo
vestido. Pronto el rey le enviaba como regalo algunos trofeos de caza. Cuando
la amante oficial del soberano murió, en 1744, las beldades de la corte se
disputaron su sitio; pero él dio en pasar cada vez más tiempo con Madame
d'Etioles, deslumbrado por su belleza y encanto.
Para sorpresa de la corte, ese
mismo año el rey hizo de esa mujer de clase media su amante oficial,
ennobleciéndola con el título de marquesa de Pompadour. La necesidad de novedad
del rey era bien conocida: una amante lo cautivaba con su belleza, pero él se
aburría pronto y buscaba otra. Pasado el susto de la elección de Jeanne
Poisson, los cortesanos se convencieron de que aquello no podía durar; de que
el monarca sólo la había escogido por la novedad de tener una amante de clase
media. Jamás imaginaron que la primera seducción del rey por Jeanne no era la
última que ella tenía en mente.
Con el paso del tiempo, el rey se percató de que cada vez
visitaba más a su amante. Mientras subía la escalera secreta que conducía de
sus habitaciones a las de ella en el palacio de Versalles, la expectación por las
delicias que le aguardaban arriba empezaba a trastornarlo.
Para comenzar, la
habitación siempre estaba caliente, e impregnada de agradables fragancias.
Después estaban los deleites visuales: Madame de Pompadour se ponía siempre un
vestido distinto, todos ellos elegantes y sorprendentes a su manera. Adoraba
las cosas bellas —la porcelana fina, los abanicos chinos, los tiestos dorados—;
y cada vez que él la visitaba, había algo nuevo y fascinante que ver.
Ella
estaba siempre de magnífico humor, jamás a la defensiva ni resentida. Todo
apuntaba al placer. Luego, estaba su conversación: en realidad él no había
podido hablar, ni reír, nunca antes con una mujer, pero la marquesa disertaba
hábilmente sobre cualquier tema, y era un deleite oír su voz. Si la conversación
decaía, ella se sentaba al piano, tocaba una melodía y cantaba
maravillosamente.
Si alguna vez el rey parecía aburrido o triste, Madame de
Pompadour le proponía algún proyecto, tal vez la construcción de una nueva casa
de campo. Él tendría que pedir consejo sobre el diseño, el trazo de los
jardines, la decoración. En Versalles, Madame de Pompadour tomó a su cargo los pasatiempos de palacio, e
hizo construir un teatro privado para ofrecer funciones semanales bajo su
dirección.
Los actores se elegían de entre los cortesanos, pero el principal
papel femenino recaía siempre en Madame de Pompadour, quien era una de las
mejores actrices aficionadas de Francia. El rey se obsesionó por este teatro;
esperaba sus programas con impaciencia. Junto con este interés llegó un
creciente gasto en las artes, y una vinculación con la filosofía y la
literatura.
Un hombre al que antes sólo le importaban la caza y el juego pasaba
cada vez menos tiempo con sus allegados, y se volvió un gran mecenas. Tan es
así que marcó una época con su estilo estético, que se conocería como
"Luis XV" y rivalizaría con el asociado con su ilustre predecesor,
Luis XIV.
Así, pues, los años pasaron sin que Luis se cansara de su
amante. De hecho, la hizo duquesa, y su poder y ascendiente se extendieron de
la cultura a la política. A lo largo de veinte años, Madame de Pompadour imperó
tanto en la corte como en el corazón del rey, hasta la prematura muerte de
éste, en 1764, a los cuarenta y tres años de edad.
Luis XV tenía un agudo
complejo de inferioridad. Sucesor de Luis XIV, el rey más poderoso en la
historia de Francia había sido educado y condicionado para el trono, pero
¿quién podía igualar a su predecesor? Con el tiempo dejó de intentarlo, y se
entregó a los placeres mundanos, lo que a la postre definió su imagen pública;
quienes lo rodeaban sabían que podían manipularlo apelando a las más innobles
partes de su carácter.
Madame de Pompadour, con un extraordinario don para la
seducción, comprendió que dentro de Luis XV había un gran hombre deseoso de
salir a la luz, y que su obsesión por jóvenes hermosas indicaba una avidez por
un tipo más perdurable de belleza. Su primer paso fue remediar el tedio
incesante del monarca.
Los reyes se aburren fácilmente: reciben cuanto quieren,
y es raro que aprendan a satisfacerse con lo que tienen. La marquesa de
Pompadour resolvió esto dando vida a todo género de fantasías, y creando
invariable suspenso. Poseía muchos talentos y habilidades, y tos utilizaba con
tal ingenio que él nunca percibió sus límites.
Una vez que ella lo acostumbró a
placeres más refinados, apeló a los ideales frustrados en él; en el espejo que
ella sostenía ante el monarca, él vio su aspiración a la grandeza, deseo que,
en Francia, inevitablemente incluía la conducción de la cultura. Su serie
previa de amantes había complacido sólo sus deseos sensuales.
En Madame de
Pompadour halló a una mujer que lo hacía sentir grande. Las demás amantes
fueron fáciles de remplazar, pero jamás encontraría a otra Madame de Pompadour.
La mayoría de la gente supone ser más grande de lo que
parece ante el mundo. Tiene muchos ideales sin cumplir: podría ser artista,
pensadora, líder, una figura espiritual, pero el mundo la ha oprimido, le ha
negado la oportunidad de dejar florecer sus habilidades. Ésta es k clave para
seducirla, y conservarla así al paso del tiempo.
El amante ideal sabe invocar
este tipo de magia. Si sólo apelas al lado físico de las personas, como lo
hacen muchos seductores aficionados, te reprocharán que explotes sus bajos
instintos. Pero apela a lo mejor de ellas, a un plano más alto de belleza, y
apenas si notarán que las has seducido. Hazlas sentir elevadas, nobles,
espirituales, y tu poder sobre ellas será ilimitado.
El amor saca a la luz las cualidades nobles y ocultas del amante, sus
rasgos raros y excepcionales; así, tiende a mentir acerca de su carácter
normal. —Friedrich Nietzsche.
CLAVES DE PERSONALIDAD.
Cada uno de nosotros lleva dentro un ideal, de lo que
querríamos ser o de cómo nos gustaría que otra persona fuera con nosotros. Esta
ideal data de nuestra más tierna infancia: de lo que alguna vez creímos que nos
faltaba en la vida, de lo que los demás no nos daban, de lo que nosotros no
podíamos darnos. Quizá nos vimos colmados de comodidades, y ahora ansiamos
peligro y rebelión. Si queremos peligro, pero nos asusta, es probable que
busquemos a alguien que se siente a gusto con él.
O quizá nuestro ideal sea más
elevado: queremos ser más creativos, nobles y bondadosos de lo que alguna vez
fuimos. Nuestro ideal es algo que creemos que falta en nuestro interior.
Podría ser que ese ideal haya sido enterrado por la
decepción, pero acecha debajo de ella, a la espera de ser liberado. Si alguien
parece poseer esa cualidad ideal, o ser capaz de hacerla surgir en nosotros,
nos enamoramos. Esta es la reacción ante los amantes ideales. Sensibles a lo
que nos falta, a la fantasía que nos reanimará, ellos reflejan nuestro ideal, y
nosotros hacemos el resto,
proyectando en ellos nuestros más profundos deseos y anhelos.
Casanova y Madame
de Pompadour no sólo tentaron a sus objetivos a tener una aventura sexual:
hicieron que se enamoraran de ellos.
La clave para seguir la senda del amante ideal es la
capacidad de observación. Ignora las palabras y conducta consciente de tus
blancos; concéntrate en su tono de voz, un sonrojo aquí, una mirada allá: las
señales que delatan lo que sus palabras no dirán. El ideal suele expresarse en
su contrario.
Al rey Luis XV parecía interesarle nada más cazar venados y
mujeres, pero eso sólo encubría lo decepcionado que estaba de sí mismo; ansiaba
que alguien elogiara sus nobles cualidades.
Nunca como hoy había sido tan oportuno actuar como el
amante ideal. Esto es así porque vivimos en un mundo en el que todo debe
parecer elevado y bien intencionado. El poder es el tema más tabú de todos:
aunque es la realidad con que todos los días nos topamos en nuestro forcejeo
con la gente, en él no hay nada noble, altruista ni espiritual.
Los amantes
ideales te hacen sentir más estimable, hacen que lo sensual y sexual parezca
espiritual y estético. Como todo seductor, juegan con el poder, pero ocultan
sus manipulaciones tras la fachada de un ideal. Pocas personas perciben sus
intenciones, y su seducción es más duradera.
Algunos ideales semejan arquetipos junguianos: tienen
profundas raíces culturales, y su influjo es casi inconsciente. Uno de tales
sueños es el del caballero andante. En la tradición del amor cortesano de la
Edad Media, un trovador/caballero buscaba una dama, casi siempre casada, y le
servía como vasallo. Se sometía en su favor a terribles pruebas, emprendía
peligrosas peregrinaciones en su nombre, sufría torturas espantosas para probar
su amor. (Esto podía incluir la mutilación física, como arrancar las uñas,
cortar una oreja, etcétera.)
También escribía poemas y entonaba bellas
canciones por ella, porque ningún trovador podía triunfar sin una cualidad
estética o espiritual para impresionar a su dama. La clave de este arquetipo es
un sentido de devoción absoluta. Un hombre que no permite que los asuntos de
-guerra, gloria o dinero se inmiscuyan en la fantasía del cortejo, tiene un
poder ilimitado. El papel del trovador es un ideal, porque es muy raro que
alguien no ponga primero sus intereses, y a sí mismo.
Atraer la intensa
atención de un hombre así halaga enormemente la vanidad de una mujer.
En la Osaka del siglo xviii, un hombre llamado Nisan llevó
a dar un paseo a la cortesana Dewa, aunque no sin antes haber tenido el cuidado
de rociar las matas de tréboles del camino con agua, para que pareciera el
rocío de la mañana. A Dewa le conmovió en extremo esa vista preciosa. "Me
han dicho", señaló, "que las parejas de ciervos acostumbran echarse
detrás de las matas de tréboles. ¡Cómo me gustaría ver algo así!" Esto
bastó para Nisan.
Ese mismo día, hizo demoler una sección de la casa de Dewa, y
ordenó que se plantaran docenas de matas de tréboles en lo que antes había sido
parte de su recámara. Aquella noche pidió a unos campesinos que reuniesen
ciervos de las montañas y los llevaran a la casa. Al día siguiente al
despertar, Dewa vio justó la escena que había descrito. Tan pronto como pareció
abrumada y estremecida, él hizo retirar tréboles y ciervos para reconstruir la
casa.
Uno de los amantes más gallardos de la historia, Serguei
Saltikov, tuvo la desgracia de enamorarse de una de las mujeres menos
disponibles: la gran duquesa Catalina, futura emperatriz de Rusia. Cada
movimiento de Catalina era vigilado por su esposo,
Pedro, quien sospechaba que ella quería engañarlo y designó sirvientes para
que no la perdieran de vista.
La duquesa estaba aislada, no era amada y no
podía hacer nada para remediarlo. Saltikov, joven y apuesto oficial del
ejército, decidió ser su salvador. En 1752 se hizo amigo de Pedro, y de la
pareja a cargo de Catalina. Así podía verla, e intercambiar ocasionalmente con
ella una o dos palabras que revelaban sus intenciones.
Realizaba las más
insensatas y peligrosas maniobras para poder verla a solas, como desviar el
caballo de la duquesa durante una caza imperial y cabalgar bosque adentro con
ella. Entonces le decía cuánto comprendía su difícil situación, y que haría
cualquier cosa por ayudarla.
Ser sorprendido cortejando a Catalina habría
significado la muerte, y con el tiempo Pedro llegó a sospechar que había algo
entre su esposa y Saltikov, aunque jamás lo supo a ciencia cierta. Su
animadversión no desanimó al garboso oficial, quien puso aún más ingenio y
energía en buscar recursos para concertar citas secretas. Catalina y Saltikov
fueron amantes dos años, y es indudable que él fue el padre de Pablo, el hijo
de Catalina y posterior emperador de Rusia.
Cuando Pedro se deshizo al fin de
Saltikov despachándolo a Suecia, la noticia de su gallardía llegó allá antes
que él, y las mujeres se derretían por ser su próxima conquista. Tal vez tú no
tengas que exponerte a tantas dificultades o riesgos, pero siempre obtendrás
recompensas por actos que revelen un sentido de sacrificio o devoción.
La personificación del amante ideal en la década de 1920
fue Rodolfo Valentino, o al menos la imagen que de él se creó en el cine. Todo lo
que hacía —obsequio de regalos o ramos de flores, el baile, la forma en que
tomaba la mano de una mujer— revelaba una escrupulosa atención a los detalles,
lo que indicaba cuánto pensaba en una mujer.
La imagen era la de un hombre que
prolongaba el cortejo, lo que hacía de éste una experiencia estética. Los
hombres odiaban a Valentino, porque las mujeres empezaron a esperar que ellos
se ajustaran al ideal de paciencia y atención que él representaba. Pues nada es
más seductor que la paciente atención. Ella hace que la aventura parezca
honrosa, estética, no meramente sexual. El poder de un Valentino, en particular
en nuestros días, reside en que personas así son muy raras.
El arte de encarnar
el ideal de una mujer ha desaparecido casi del todo, lo que no hace sino
volverlo mucho más tentador.
Si el amante caballeroso sigue siendo el ideal de las
mujeres, los hombres suelen idealizar a la virgen/ramera, una mujer que combina
la sensualidad con un aire de espiritualidad o inocencia. Piensa en las grandes
cortesanas del Renacimiento italiano, como Tullía d'Aragona, en esencia una
prostituta como todas las cortesanas, pero capaz de disimular su papel social
creándose fama de poeta y filósofa.
Tullía era lo que se decía entonces una
"cortesana honorable". Las cortesanas honorables iban a la iglesia,
pero tenían un motivo oculto al hacerlo:
I para los hombres, su presencia en misa era excitante. Sus
aposentos eran templos del placer, pero lo que los hacía visualmente agradables
eran sus obras de arte y estanterías llenas de libros, volúmenes de Petrarca y
Dante. Para el hombre, el escalofrío, la fantasía, era acostarse con una mujer
sexualmente apasionada, pero que tuviera asimismo las cualidades ideales de una
madre y el espíritu e intelecto de una artista.
Mientras que la prostituta pura
excitaba el deseo, pero también la aversión, la cortesana honorable hacía que
el sexo pareciera elevado e inocente, como si ocurriera en el Jardín del Edén.
Estas mujeres ejercían inmenso poder en los hombres. Hasta la fecha siguen siendo
un ideal, si no por otra cosa, por ofrecer tal gama de placeres.
La clave es en
este caso la ambigüedad: combinar la apariencia de delicadeza y los placeres de
la carne con un aire de inocencia, espiritualidad y sensibilidad poética. Esta
mezcla de lo supremo y lo abyecto es extremadamente seductora.
La dinámica del amante ideal tiene posibilidades
ilimitadas, no todas ellas eróticas. En política, Talleyrand cumplió en esencia
el papel de amante ideal de Napoleón, cuyo ideal tanto de ministro como de amigo
era un aristócrata desenvuelto con las damas, todo lo contrario, a él mismo.
En
1798, cuando Talleyrand era ministro del Exterior de Francia, ofreció una
fiesta en honor de Napoleón luego de las deslumbrantes victorias militares del
gran general en Italia. Hasta el día de su muerte, Napoleón recordó esa fiesta
como la mejor a la que hubiera asistido en su vida. Fue espléndida, y el
anfitrión entretejió en ella un mensaje sutil, disponiendo bustos romanos por
toda la casa y diciendo a Napoleón que era su deber reanimar las glorias
imperiales de la antigua Roma.
Esto encendió una chispa en la visión del líder
y, en efecto, años después, Napoleón se otorgó el título de emperador, lo que
volvió aún más poderoso a Talleyrand. La clave de este poder fue la habilidad
para comprender el ideal secreto de Napoleón: su deseo de ser emperador,
dictador. Talleyrand puso sencillamente un espejo ante el tirano, y le dejó
avistar esa posibilidad.
La gente siempre es vulnerable a insinuaciones así,
que halagan su vanidad, punto débil de casi todos. Sugiérele algo a lo que deba
aspirar, manifiesta tu fe en un desaprovechado potencial que veas en ella, y
pronto la tendrás comiendo de tu mano. Si los amantes ideales son expertos en
seducir a las personas apelando a su más alto concepto de sí, a algo perdido en
su infancia, los políticos pueden beneficiarse de la aplicación de esta
habilidad a gran escala, al electorado entero.
Esto fue lo que hizo, muy
deliberadamente, John F. Kennedy con el pueblo estadunidense, en particular al
crear el aura de "Camelot" en torno suyo. El término
"Camelot" no se asoció con su periodo presidencial hasta después de
su muerte, pero el romanticismo que él proyectaba de modo consciente por su
juventud y donaire operó por completo durante su vida.
Más sutilmente, Kennedy
también jugó con las imágenes de grandeza e ideales abandonados de Estados
Unidos. Muchos estadunidenses creían que, junto con la riqueza y comodidad de
fines de los años cincuenta, habían llegado grandes pérdidas; que el desahogo y
la conformidad habían puesto fin al espíritu pionero de su nación. Kennedy
apeló a esos abandonados ideales mediante las imágenes de la Nueva Frontera,
ejemplificada por la carrera espacial.
El instinto estadunidense de aventura
halló salidas ahí, aun si la mayoría eran simbólicas. Y hubo también otros
llamados al servicio público, como la creación del Cuerpo de Paz. Por medio de
llamamientos como éstos, Kennedy reactivó una unificadora noción de misión,
perdida en Estados Unidos desde la segunda guerra mundial. Produjo asimismo una
respuesta más emotiva que la que acostumbraban recibir los presidentes. La
gente literalmente se enamoró de él y de su imagen.
Los políticos pueden obtener poder de seducción si echan
mano del pasado de su país, para rescatar imágenes e ideales olvidados o
reprimidos. Les bastará con el símbolo; no tendrán que preocuparse, en efecto,
de recrear la realidad detrás de él. Los buenos sentimientos que susciten serán
suficientes para asegurar una reacción positiva.
Símbolo. El retratista. Bajo su mirada, todas tus imperfecciones físicas desaparecen. Él saca a relucir tus nobles cualidades, te encuadra en un mito, te diviniza, te inmortaliza. Por su capacidad para crear tales fantasías, es recompensado con inmenso poder.
PELIGROS.
Los principales peligros en el papel del amante ideal son
las consecuencias que se desprenden de permitir que la realidad se cuele en él.
Tú creas una fantasía que implica la idealización de tu carácter. Y ésta es una
tarea incierta, porque eres humano, e imperfecto. Si tus faltas son graves, o
inquietantes, reventarán la burbuja que has formado, y tu blanco te injuriará.
Cada vez que Tullia d'Aragona era sorprendida actuando. como una prostituta
común (teniendo una aventura por dinero, por ejemplo), debía abandonar la
ciudad y establecerse en otro lado. La fantasía alrededor de ella como figura
espiritual se evaporaba.
También Casanova enfrentó este peligro, pero por lo
general pudo vencerlo buscando una manera ingeniosa de terminar la relación
antes de que la mujer se diera cuenta de que él no era lo que ella imaginaba:
hallaba algún pretexto para marcharse de la ciudad o, mejor aún, elegía una
víctima que partiría pronto, y cuya conciencia de que la aventura sería efímera
hacía aún más intensa su idealización de él.
La realidad y el contacto íntimo
prolongado tienden a empañar la perfección de una persona. En el siglo XIX,
el poeta Alfred de Musset fue seducido por la escritora George Sand, cuya
desbordante personalidad atrajo a su naturaleza romántica. Pero cuando la
pareja visitó Venecia, y Sand enfermó de disentería, de repente no fue ya una
figura idealizada, sino una mujer con un repugnante problema físico.
El propio
Musset exhibió en ese viaje un lado plañidero e infantil, y los amantes se
separaron. Una vez lejos, sin embargo, pudieron idealizarse de nuevo, y se
reconciliaron meses después. Cuando la realidad se entromete, la distancia
suele ser una solución.
En política, los peligros son similares. Años después de la
muerte de Kennedy, una serie de revelaciones (sus incesantes aventuras
sexuales; su estilo diplomático suicida, excesivamente peligroso, etcétera.)
desmintió el mito creado por él. Pero su imagen ha sobrevivido a esa mancha;
una encuesta tras otra indica que sigue siendo objeto de veneración. Kennedy es
quizá un caso especial, pues su asesinato lo volvió mártir, lo cual reforzó el
proceso de idealización que él puso en marcha.
Pero el suyo no es el único
ejemplo de un amante ideal cuya atracción sobrevive a revelaciones
desagradables; figuras como ésta desencadenan fantasías tan poderosas, y
proporcionan mitos e ideales tan codiciados, que a menudo merecen un rápido
perdón. Aun así, siempre es razonable ser cauto, y evitar que la gente
vislumbre el lado menos ideal de tu carácter.
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