El libertino.


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Una mujer nunca se siente suficientemente deseada y apreciada. Quiere atención, pero demasiado a menudo él hombre es distraído e insensible. 

El libertino es una de las grandes figuras de la fantasía femenina: cuando desea a una mujer, por breve que pueda ser ese momento, irá hasta el fin del mundo por ella. 

Puede ser infiel, deshonesto y amoral, pero eso no hace sino aumentar su atractivo. 

A diferencia del hombre decente normal, el libertino es deliciosamente desenfrenado, esclavo de su amor por las mujeres. 

Está además él señuelo de su reputación: tantas mujeres han sucumbido a él que debe haber un motivo. 

Las palabras son la debilidad de una mujer, y él es un maestro del lenguaje seductor. 

Despierta el ansia reprimida de una mujer adaptando a ti la combinación de peligro y placer del libertino


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EL LIBERTINO APASIONADO.


Para la corte de Luis XIV, los últimos años del rey fueron sombríos: el monarca estaba viejo, y se había vuelto insufriblemente religioso y antipático. 

La corte se aburría y desesperaba por alguna novedad. En 1710, por lo tanto, el arribo de un joven de quince años en extremo apuesto y encantador tuvo un efecto particularmente intenso en las damas. Se apellidaba Fronsac, y sería el futuro duque de Richelieu (sobrino nieto del perverso cardenal Richelieu). 

Era insolente e ingenioso. Las damas jugueteaban con él, pero en correspondencia el duque besaba sus labios, mientras sus manos se aventuraban lejos para un muchacho inexperto.

 Cuando esas manos se extraviaron faldas arriba de una duquesa no tan indulgente, el rey enfureció, y envió al joven a la Bastilla para darle una lección. Sin embargo, las damas, para quienes había sido tan divertido, no soportaron su ausencia. 

En comparación con los estirados de la corte, tenía una osadía increíble, ojos penetrantes y manos más rápidas de lo conveniente. Nada podía detenerlo; su novedad fue irresistible. Las damas de la corte imploraron, y su estancia en la Bastilla se interrumpió. 

Años después, la joven Mademoiselíe de Vaíois paseaba en un parque de París con su dama de compañía, una anciana que jamás se apartaba de ella. Su padre, el duque de Orleans, había resuelto proteger a la menor de sus hijas contra los seductores de la corte hasta que ella pudiera casarse, así que le había asignado esa dama de compañía, mujer de impecable virtud y amargura. 

En aquel parque, sin embargo, Mademoiselíe de Valois vio que un joven la miraba, y prendía fuego a su corazón. El pasó de largo, pero su mirada fue clara e intensa. La dama de compañía le dijo quién era: el infame duque de Richelieu, blasfemo, enamoradizo y seductor. Alguien a quien evitar a toda costa.


Días más tarde, la dama condujo a Mademoiselíe de Valois a otro parque, y he aquí que Richelieu volvió a cruzarse en su camino. 


Esta vez iba disfrazado de mendigo, pero su modo de mirar era inconfundible. Mademoiselíe de Valois le devolvió la mirada: al menos algo interesante en su vida monótona. Dada la severidad de su padre, ningún hombre se había atrevido a acercársele. Y ahora ese cortesano famoso la perseguía, ¡a ella en lugar de cualquier otra dama de la corte! ¡Qué emoción! Él le haría llegar pronto, a escondidas, hermosos mensajes en los que expresaba su incontrolable deseo por ella. 

Mademoiselle de Valois respondía tímidamente, pero en poco tiempo esos mensajes eran lo único por lo que vivía. En uno de ellos, el duque le prometió disponerlo todo si ella pasaba una noche con él; creyendo imposible esto, a ella no le importó seguirle el juego y aceptar su atrevida propuesta.
Mademoiselíe de Valois tenía una doncella, llamada Angélique, que la desvestía antes de acostarse y que dormía en un cuarto contiguo. 

Una noche, mientras su dama de compañía tejía, Mademoiselíe de Valois distrajo su lectura y vio a Angélique llevando su ropa de cama a la habitación; pero, contra su costumbre, Angélique se volvió y le sonrió: 

¡Era Richelieu, magistralmente disfrazado de la camarera! Mademoiselíe de Valois estuvo a punto de gritar de susto, pero se contuvo, percatándose del peligro en que se hallaba: si decía algo, su familia se enteraría de los mensajes, y de su participación en el asunto. ¿Qué podía hacer? Decidió ir a su habitación y disuadir al joven duque de su maniobra, ridículamente peligrosa. 

Así, deseó buenas noches a su dama de compañía; pero una vez en su recámara, sus planeadas palabras fueron inútiles. Cuando trató de razonar con Richelieu, él respondió con esa mirada suya, y la tomó entre sus brazos. 

Ella no podía gritar, pero no sabía qué hacer tampoco. Las impetuosas palabras de él, sus caricias, el peligro de todo: su cabeza le daba vueltas, estaba perdida. ¿Qué eran la virtud y su aburrimiento de antes comparados con una noche con el libertino más conocido de la corte? 

Así, mientras la dama de compañía tejía a lo lejos, el duque la inició en los rituales del libertinaje.

Meses después, el padre de Mademoiselíe de Valois tuvo razones para sospechar que Richelieu había penetrado sus líneas defensivas. 

La dama de compañía fue despedida y las precauciones redobladas. Orleans no comprendió que para Richelieu esas medidas eran un desafío, y el duque vivía para los desafíos. Compró la casa de al lado, bajo nombre falso, y abrió una puerta secreta en la pared misma que daba a la alacena de Orleans. 

En esta alacena, y a lo largo de los meses siguientes —hasta que la novedad se agotó—, Mademoiselíe de Valois y Richelieu disfrutaron de citas interminables.


Todos en París sabían de las proezas de Richelieu, pues él se encargaba de divulgarlas lo más ruidosamente posible. Cada semana, una nueva anécdota circulaba en la corte. Un hombre había encerrado una noche a su esposa en una habitación del piso de arriba, preocupado de que el duque anduviera tras ella; para reunirse con la dama, el duque se había arrastrado a oscuras por una frágil tabla suspendida entre dos ventanas de pisos superiores. 

Dos mujeres que vivían en una misma casa, una viuda, la otra casada y muy religiosa, habían descubierto, para su mutuo horror, que el duque las enamoraba al mismo tiempo, dejando a una durante la noche para estar con la otra. 


Cuando se lo reclamaron, Richelieu, siempre al acecho de algo nuevo y dueño de una labia endemoniada, no se disculpó ni retractó, sino que procedió a convencerlas de un ménage á trois, aprovechándose de la vanidad herida de cada una de ellas, que no soportaban la idea de que prefiriera a la otra. 


Año tras año aumentaban las notables historias de seducción del duque. Una mujer admiraba su audacia y valor, otra su gallardía para contrariar a un esposo. Las mujeres competían por su atención: si él no quería seducirlas, tenía que haber algo malo en ellas. 

Ser el blanco de sus atenciones se volvió una grandiosa fantasía. 

Una vez, dos damas sostuvieron un duelo de pistolas por él, y una de ellas resultó gravemente herida. La duquesa de Orleans, su más implacable enemiga, escribió: "Si creyera en la brujería, pensaría que el duque posee un secreto sobrenatural, pues nunca he conocido una mujer que le haya opuesto la menor resistencia".

En la seducción suele presentarse un dilema: para seducir, es necesario planear y calcular; pero si la víctima sospecha de motivos ocultos en la otra parte, se pondrá a la defensiva. 

No obstante, si el seductor parece imponerse, inspirará miedo en lugar de deseo. El libertino apasionado resuelve este dilema de forma muy astuta. 

Por supuesto que debe calcular y planear; debe hallar la manera de eludir al marido celoso, o al obstáculo de que se trate. Esta es una labor agotadora. Pero, por naturaleza, el libertino apasionado también tiene la ventaja de una libido incontrolable. 

Cuando persigue a una mujer, realmente arde en deseos por ella; la víctima lo siente y hierve a su vez, aun a pesar de sí misma. ¿Cómo podría imaginar que él es un seductor desalmado que la abandonará,  que ha afrontado tan fervientemente todos los peligros y obstáculos para conseguirla? 

Y aun si ella está al tanto de su pasado deshonroso, de su amoralidad incorregible, eso no importa, porque también conoce su debilidad. Él no puede controlarse; más aún, es esclavo de todas las mujeres. Por consiguiente, no inspira temor. 

El libertino apasionado nos da una lección simple: el deseo intenso ejerce un poder perturbador en una mujer, como el de la presencia física de la sirena en un hombre. Una mujer suele estar a la defensiva, y puede percibir falta de sinceridad o cálculo. Pero si se siente consumida por tus atenciones, y está segura de que harás cualquier cosa por ella, no verá en ti nada más, o encontrará la manera de perdonar tus indiscreciones. 


Esta es la excusa perfecta para un seductor. La clave es no exhibir el menor titubeo, dejar toda inhibición, soltarte, demostrar que no te es posible controlarte y que, en esencia, eres débil. No te preocupes de inspirar desconfianza; en tanto seas esclavo de sus encantos, ella no pensará en lo que viene después.

EL LIBERTINO DEMONIACO.

A principios de la década de 1880, algunos miembros de la alta sociedad romana comenzaron a hablar de un joven periodista de reciente aparición, un tal Gabriele D'Annunzio. 

Esto era de suyo extraño, porque la realeza italiana despreciaba enormemente a todo aquel que no pertenecía a su círculo, y un reportero de sociales era casi tan vulgar como indigno. Los hombres de alta cuna, en efecto, le prestaban poca atención. D'Annunzio no tenía dinero, y apenas unas cuantas relaciones, pues procedía de un ambiente de estricta clase media. 

Además, para ellos era soberanamente feo: bajo, fornido, de tez oscura y picada y ojos saltones. Los hombres lo juzgaban tan poco atractivo que le permitían de buena gana circular entre sus esposas e hijas, seguros de que sus mujeres estaban a salvo con ese adefesio y felices de poder librarse de tal cazador de chismes. 

No, no eran los hombres quienes hablaban de D'Annunzio; eran sus esposas.
Presentadas a D'Annunzio por sus maridos, aquellas duquesas y marquesas terminaron invitando a ese hombre de apariencia extraña; y cuando estaba a solas con ellas, su actitud cambiaba repentinamente. 

En cuestión de minutos, las damas estaban embelesadas. Para comenzar, D'Annunzio tenía la voz más maravillosa que ellas hubieran oído jamás: baja y grave, con articulación silabeada, ritmo fluido y entonación casi musical. 

Una mujer la compararía con campanarios repicando a lo lejos. 

Otras decían que esa voz poseía un efecto "hipnótico". También las palabras que emitía eran interesantes: fiases aliteradas, locuciones preciosas, imágenes poéticas y un modo de elogiar capaz de derretir el corazón de una mujer. 

D'Annunzio había alcanzado el dominio del arte de adular. Parecía conocer la debilidad de cada mujer, a una la llamaba diosa de la naturaleza; a otra, incomparable artista en ciernes; a otra más, figura romántica salida de las páginas de una novela. 

El corazón de una mujer latía con fuerza mientras el periodista describía el efecto que ella ejercía en él. Todo era sugerente, y aludía a sexo o romance. 

En la noche, ella ponderaba sus palabras, y recordaba poco de lo que él había dicho, porque nunca decía nada concreto, pero mucho de lo que le había hecho sentir. 

Al día siguiente, esa mujer recibía de él un poema que parecía haber escrito especialmente para ella. (En realidad D'Annunzio escribía docenas de poemas similares, cada uno de los cuales adaptaba a su víctima prevista.)


Luego de varios años de haberse iniciado como reportero de sociales, D'Annunzio se casó con la hija del duque y la duquesa de Gállese. Poco después, con el firme apoyo de damas de sociedad, empezó a publicar novelas y libros de poesía. 

La cantidad de sus conquistas era notable, pero la calidad también: no sólo marquesas caían a sus pies, sino, asimismo, grandes artistas, como la actriz Eleonora Duse, quien lo ayudó a convertirse en respetado dramaturgo y celebridad literaria. 

La bailarina Isadora Duncan, otra mujer que acabó cayendo bajo su hechizo, explicaría su magia: "Gabriele D'Annunzio es quizá el mejor amante de nuestro tiempo. Y esto pese a que sea de baja estatura, calvo y feo (excepto cuando la cara se le ilumina de entusiasmo). 

Sin embargo, cuando se dirige a una mujer que es de su gusto, su rostro se transfigura, y él se convierte de súbito en Apolo. [...] Su efecto en las mujeres es sorprendente. La dama que lo escucha siente de pronto que su espíritu mismo y su ser se elevan".
Al estallar la primera guerra mundial, D'Annunzio, entonces de cincuenta y dos años, se alistó en el ejército. Aunque carecía de experiencia militar, tendía al dramatismo, y ardía en deseos de mostrar su valor. 

Aprendió a volar, y dirigió misiones peligrosas, aunque muy eficaces. Al fin de la guerra, era el héroe más condecorado de Italia. Sus hazañas lo volvieron gloria nacional y, tras la guerra, fuera de su hotel se congregaban multitudes, en cualquier ciudad italiana. 

Él les hablaba de política desde un balcón, y clamaba contra el gobierno italiano en turno. A un testigo de uno de sus discursos, el escritor estadunidense Walter Starkie, le decepcionó en principio el aspecto del famoso D'Annunzio en un balcón en Venecia: era menudo, y parecía grotesco. 

"Sin embargo, poco a poco comencé a caer bajo la fascinación de su voz, que penetraba en mi conciencia [...] Nunca un gesto apresurado, brusco [...] Pulsó las emociones de la multitud como lo haría un consumado violinista con un Stradivarius. 

Los ojos de miles estaban fijos en él, como hipnotizados por su poder." El sonido de su voz y las poéticas connotaciones de sus palabras eran también lo que seducía a las masas. 

Con el argumento de que la Italia moderna debía reclamar la grandeza del imperio romano, D'Annunzio inventaba consignas que el público coreaba, o hacía preguntas de intensa carga emocional. Halagaba a la multitud, la hacía sentir parte de un drama. Todo era vago y sugestivo.


El tema del momento era la posesión de la ciudad de Fiume, justo al otro lado de la frontera, en la vecina Yugoslavia. Muchos italianos creían que el premio a su país por haberse unido a los aliados en la guerra debía ser la anexión de Fiume. D'Annunzio defendía esta causa; y dada su condición de héroe de guerra, el ejército estaba listo para apoyarlo, aunque el gobierno se oponía a toda acción. 

En septiembre de 1919, rodeado de soldados, D'Annunzio dirigió su infausta marcha sobre Fiume. Cuando un general italiano lo detuvo en el camino y amenazó con dispararle, el poeta se abrió el abrigo para exhibir sus medallas y exclamó, con magnética voz: "Si ha de matarme, ¡apunte aquí!". Atónito, el general rompió a llorar. Se unió a D'Annunzio.


Cuando el poeta entró a Fiume, se le recibió como libertador. Al día siguiente fue declarado jefe del Estado Libre de Fiume. Pronto pronunciaba discursos todos los días desde un balcón en la plaza principal de la ciudad, hechizando a decenas de miles sin el auxilio de altavoces. 

Iniciaba toda clase de celebraciones y rituales rememorando el imperio romano. Los ciudadanos de Fiume dieron en imitarlo, en particular sus proezas sexuales; la urbe se convirtió en un burdel gigantesco. 

Él era tan popular que el gobierno italiano llegó a temer una marcha sobre Roma, la que, de haberse efectuado en ese momento, teniendo D'Annunzio el apoyo de gran parte del ejército, habría podido culminar exitosamente. 

El poeta habría aventajado así a Mussolini, y cambiado el curso de la historia. (No era fascista, sino una suerte de esteta socialista.) Pero decidió quedarse en Fiume, que gobernó durante dieciséis meses, hasta que el régimen italiano lo derribó al fin, a fuerza de bombas.
La seducción es un proceso psicológico que trasciende el género, salvo en el par de áreas clave en que cada género tiene su propia debilidad. El hombre es tradicionalmente vulnerable a lo visual. La sirena capaz de inventarse la apariencia física indicada seducirá en grandes cantidades. 

La debilidad de las mujeres son el lenguaje y las palabras; como escribió la actriz francesa Simone, una de las víctimas de D'Annunzio: "¿Cómo podrían explicarse las conquistas [del poeta] sino por su extraordinario poder verbal y el timbre musical de su voz, puesta al servicio de una excepcional elocuencia? 

Porque mi sexo es susceptible a las palabras, lo embrujan, quiere ser dominado por ellas".

El libertino es tan promiscuo con las palabras como con las mujeres. Elige términos por su aptitud para sugerir, insinuar, hipnotizar, elevar, contagiar. Las palabras del libertino equivalen al aderezo corporal de la sirena: son un poderoso entretenimiento sensual, un narcótico. 

El libertino usa demoniacamente el lenguaje porque no lo concibe para comunicar o transmitir información, sino para persuadir, halagar y causar confusión emocional, tal como la serpiente en el jardín del Edén se sirvió de palabras para hacer caer a Eva en tentación.


El caso de D'Annunzio pone de manifiesto el vínculo entre el libertino erótico, que seduce a las mujeres, y el libertino político, que seduce a las masas. Ambos dependen de las palabras. Adapta a tu propia situación la personalidad del libertino y descubrirás que el uso de las palabras como sutil veneno tiene infinitas aplicaciones. Recuerda: lo que importa es la forma, no el contenido. 

Cuanto menos reparen tus víctimas en lo que dices y más en lo que les haces sentir, tanto más seductor será tu efecto. Da a tus palabras un elevado sabor espiritual y literario, el mejor para insinuar deseo en tus involuntarias presas.

Pero ¿cuál es entonces esta fuerza con que Don Juan seduce? Es el deseo, la energía del deseo sensual. El desea en cada mujer la totalidad de la feminidad. La reacción a esta pasión gigantesca embellece y desarrolla a la persona deseada, la cual se enciende en acrecentada hermosura al reflejarlo. Así como el fuego del entusiasta ilumina con fascinante esplendor aun a quienes traban con él una relación casual, así Don Juan transfigura en un sentido mucho más profundo a cada mujer.



—Saren Kierkegaard, O esto o aquello.

CLAVES DE PERSONALIDAD.

En principio podría parecer extraño que un hombre visiblemente deshonesto, infiel y sin interés en el matrimonio atraiga a una mujer. 

Pero a lo largo de la historia, y en todas las culturas, este tipo ha tenido un efecto implacable. El libertino ofrece lo que la sociedad no permite normalmente a las mujeres: una aventura de placer absoluto, un excitante roce con el peligro. 

Una mujer suele sentirse agobiada por el papel que se espera de ella. Se supone que debe ser una delicada fuerza civilizadora de la sociedad, y anhelar compromiso y lealtad de por vida. 

Pero, a menudo, su matrimonio y relaciones no le brindan romance ni devoción, sino rutina y una pareja invariablemente distraída. Es por eso que persiste la fantasía femenina de un hombre capaz de entregarse por entero; un hombre que viva para la mujer así sea sólo un instante.


Este reprimido lado oscuro del deseo femenino halló expresión en la leyenda de Don Juan. Al principio, esta leyenda fue una fantasía masculina: el caballero audaz que podía tener todas las mujeres que quisiera. Pero en los siglos XVII y XVIII

Don Juan transitó lentamente del aventurero masculino a una versión más feminizada: un hombre que sólo vivía para las mujeres. Esta evolución fue producto del interés de las mujeres en ese argumento, y resultado de sus deseos frustrados. 

El matrimonio era para ellas una forma de servidumbre por contrato; pero Don Juan ofrecía placer por el placer mismo, un deseo sin condiciones. Cuando una mujer se cruzaba en su camino, él no pensaba más que en ella. 

Su deseo era tan fuerte que ella no tenía tiempo de pensar ni preocuparse por las consecuencias. Él llegaba de noche, concedía un momento inolvidable y desaparecía. Quizá para entonces ya había conquistado a miles de mujeres, pero eso no hacía sino volverlo más interesante; el abandono era mejor que no ser deseada por un hombre así.

Los grandes seductores no ofrecen los apacibles placeres que la sociedad aprueba. Tocan el inconsciente de una persona, los deseos reprimidos que claman por ser liberados. 

No creas que las mujeres son las criaturas frágiles que a algunos les gustaría que fueran. Como a los hombres, también a ellas les atrae enormemente lo prohibido, lo peligroso, incluso lo un tanto perverso. (Don Juan termina yéndose al infierno, y la palabra raice [libertino, en inglés] se deriva de rakehell, el hombre que rastrilla el carbón en el infierno; el componente diabólico es parte importante de esta fantasía.) 

Recuerda siempre: para actuar como libertino, debes transmitir una sensación de oscuridad y riesgo, con objeto de sugerir a tu víctima que participa de algo raro y estremecedor —una oportunidad para satisfacer sus propios deseos lascivos.

Para actuar como libertino, el requisito más obvio es la capacidad de soltarte, de atraer a una mujer al periodo puramente sexual en que pasado y futuro pierden sentido. 

Debes poder abandonarte al momento. (Cuando el libertino Valmont —basado en el duque de Richelieu—, en la novela epistolar de Lacios del siglo XVIII, Las amista des peligrosas, escribe cartas evidentemente calculadas para tener cierto efecto en su víctima selecta, Madame de Tourvel, ella adivina a todas luces sus intenciones; pero cuando esas cantas la hacen arder de pasión, empieza a ceder.) 

Un beneficio adicional de esta cualidad es que te hace parecer incapaz de controlarte, muestra de debilidad que agrada a una mujer. Al abandonarte a la seducida, le haces creer que sólo existes para ella, sensación que refleja una verdad, por temporal que sea. 

La mayoría de las centenas de mujeres que Pablo Picasso, consumado libertino, sedujo al paso de los años tuvieron la sensación de ser las únicas que él en verdad amaba.
Al libertino jamás le preocupa que una mujer se le resista, ni, en realidad, ningún otro obstáculo en su camino: un marido, una barrera física. La resistencia no hace otra cosa que espolear su deseo, incitarlo aún más. 

Cuando Picasso seducía a Francpise Gilot, le rogó que se resistiera; necesitaba resistencia para incrementar la emoción. En todo caso, un obstáculo en tu camino te brinda la oportunidad de demostrar tu valía, tanto como la creatividad que pones en las cosas del amor. 

En la novela japonesa del siglo XI, La historia de Genji, de la dama de la corte Murasaki Shikibu, al libertino príncipe Niou no le inquieta la repentina desaparición de Ukifune, la mujer que ama. 

Ella ha huido porque, aunque interesada en el príncipe, está enamorada de otro hombre; sin embargo, su ausencia permite a Niou hacer hasta lo indecible por encontrarla. Su súbita aparición para arrebatarla hacia una casa en lo hondo del bosque, y el valor que muestra al hacerlo, la apabullan. Recuerda: si no enfrentas resistencias y obstáculos, debes crearlos. La seducción no puede avanzar sin ellos.

El libertino es una personalidad extrema. Descarado, sarcástico e ingenioso, lo que piensen los demás no le importa. Paradójicamente, esto no hace sino volverlo más seductor. En la cortesana atmósfera de Hollywood, en la época del imperio de los estudios, cuando la mayoría de los actores se portaban como borreguitos, el gran libertino Errol Flynn destacó por su insolencia. 

Desafiaba a los directores de los estudios, hacía bromas inmoderadas y se deleitaba en su reputación de supremo seductor de Hollywood, todo lo cual aumentó su popularidad. 

El libertino precisa de un telón de fondo convencional —una corte anquilosada, un matrimonio aburrido, una cultura conservadora— para brillar, para ser apreciado por la bocanada de aire fresco que aporta. 

Jamás te preocupes por excederte: la esencia del libertino es llegar más lejos que nadie.

Cuando el conde de Rochester, el libertino, además de poeta, más famoso de Inglaterra en el siglo XVU, raptó a Elizabeth Malet, una de las damas jóvenes más asediadas de la corte, se le castigó debidamente. 

Pero he aquí que, años después, la joven Elizabeth, aunque cortejada por los mejores partidos del país, eligió a Rochester por esposo. Al exhibir su atrevido deseo, él se distinguió del montón.
La radicalidad del libertino va aparejada con la sensación de peligro y tabú, e incluso el dejo de crueldad que lo rodea. Éste fue el atractivo de otro libertino y poeta, uno de los mayores impudentes de la historia: Lord Byron. Byron aborrecía todas las convenciones, y lo demostraba sobrada y gustosamente. 

Cuando tuvo una aventura con su hermanastra, quien le dio un hijo, se aseguró de que toda Inglaterra lo supiera. Podía ser en extremo cruel, como lo fue con su esposa. Pero todo esto no hacía sino volverlo mucho más deseable. 

Peligro y tabú apelan a un lado reprimido en las mujeres, las que supuestamente deben representar una fuerza cultural civilizadora y moralizante. 

Así como un hombre puede caer víctima de la sirena por su deseo de liberarse de su masculino sentido de responsabilidad, una mujer puede sucumbir al libertino por su anhelo de liberarse de las restricciones de la virtud y la decencia. 

Es frecuente, en efecto, que la mujer más virtuosa sea la que se enamore en mayor grado del disoluto.

Entre las cualidades más seductoras del libertino está su habilidad para lograr que las mujeres deseen reformarlo. ¡Cuántas no creyeron que domarían a Lord Byron! ¡Cuántas no pensaron ser aquella con la que Picasso pasaría finalmente el resto de su vida! 

Explota esta tendencia al máximo. Cuando te sorprendan en flagrante libertinaje, echa mano de tu debilidad: tu deseo de cambiar, y tu imposibilidad de conseguirlo. Con tantas mujeres a tus pies, ¿qué puedes hacer? 

La víctima eres tú. Necesitas ayuda. Ninguna mujer dejará pasar esta oportunidad; son singularmente indulgentes con el libertino, por su prestancia y simpatía. El deseo de reformarlo esconde la verdadera naturaleza de su deseo, la secreta emoción que obtienen de él. 

Cuando Bill Clinton fue pillado en pleno libertinaje, las mujeres salieron de inmediato en su defensa, y hallaron toda excusa posible en su favor. El hecho de que, a su extraña manera, el libertino esté consagrado a las mujeres lo vuelve adorable y seductor para ellas.


Por último, uno de los bienes más preciados del libertino es su fama. Nunca restes importancia a tu mala reputación, ni parezcas disculparte por ella. Al contrario: acéptala, auméntala. Ella es la que te atrae mujeres. 

Son varias las cosas por las que debes ser conocido: tu irresistible encanto para las mujeres; tu incontrolable devoción al placer (lo que te hará parecer débil, pero también una compañía excitante); tu desdén por lo convencional; una vena rebelde que hace que parezcas peligroso. 

Este último elemento puede ocultarse un poco; en la superficie sé atento y cortés, pero no dejes de hacer saber que tras bastidores eres incorregible. El duque de Richelieu divulgaba sus conquistas tanto como podía, con lo que estimulaba el deseo competitivo de otras mujeres de sumarse al club de las seducidas. 

Lord Byron atraía a sus víctimas propicias gracias a su mala fama. Una mujer puede ser ambivalente ante la fama de Clinton, pero bajo esa ambivalencia hay un interés profundo. No dejes tu reputación al azar, o al rumor; es tu obra maestra, y debes producirla, pulirla y exhibirla con la atención de un artista.
Símbolo. Fuego. El libertino arde en deseos que encienden los de la mujer a la que seduce. Son extremos, incontrolables y peligrosos. Él puede terminar en el infierno, pero las llamas que lo rodean suelen hacerlo mucho más deseable para las mujeres.

PELIGROS.

Como el de la sirena, el mayor riesgo para el libertino procede de los miembros de su mismo sexo, mucho menos indulgentes que las mujeres con sus constantes líos de faldas. 

Antiguamente, el libertino era con frecuencia aristócrata; y por numerosas que fueran las personas que ofendía o hasta mataba, al final quedaba sin castigo. Hoy, sólo las estrellas y los muy ricos pueden hacer de libertinos con impunidad; los demás debemos ser prudentes.


Elvis Presley era tímido de joven. Pero habiendo llegado pronto al estrellato, y viendo el poder que esto le daba sobre las mujeres, enloqueció, y se hizo libertino casi de la noche a la mañana. Como muchos otros de su especie, Elvis tenía predilección por mujeres ya comprometidas. 

En numerosas ocasiones se vio acorralado por maridos o novios furibundos, y se llevó moretones y cortadas. Esto parecería indicar que debes huir graciosamente de novios y esposos, en especial al inicio de tu carrera. 

Pero el encanto del libertino reside en que esos peligros no le importan. No puedes ser libertino si eres temeroso y prudente; la paliza ocasional forma parte del juego. 

Aun así, cuando tiempo después Elvis estaba en el pináculo de su carrera, ningún esposo se atrevía a tocarlo. El mayor peligro para el libertino no proviene del esposo ofendido en extremo, sino de los hombres inseguros que se sienten amenazados por la figura del Don Juan. 

Aunque no lo admitan, ellos envidian la vida de placer del libertino; y, como todo envidioso, atacarán en forma encubierta, a menudo disfrazando de moral sus asedios. 

El libertino puede ver en peligro su carrera por culpa de tales hombres (o de la ocasional mujer igualmente insegura, a quien le duele que aquél no la desee.) Es poco lo que él puede hacer para evitar la envidia; si todos fueran tan afortunados seductores, la sociedad no funcionaría. 

Así que acepta la envidia como prenda de honor. Pero no seas ingenuo; sé astuto. Cuando un moralista te ataque, no te dejes engañar por su cruzada; lo mueve la envidia pura y simple. 

Podrías neutralizarlo mostrándote menos libertino, pidiendo perdón, asegurando que ya te reformaste; pero esto dañará tu reputación, pues te hará parecer un disoluto menos adorable. A la larga, lo mejor es sufrir los ataques con dignidad y seguir adelante. 

La seducción es la fuente de tu poder, y siempre podrás contar con la infinita indulgencia de las mujeres.

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