Crea tentación

Encuentra a alguien que te haga feliz



Haz caer al objetivo en tu seducción creando la tentación adecuada: un destello de los placeres por venir. Así como la serpiente tentó a Eva con la promesa del conocimiento prohibido, tú debes despertar en tus objetivos un deseo que no puedan controlar. Busca su debilidad, esa fantasía aún por conseguir, y da a entender que puedes alcanzarla. Podría ser riqueza, podría ser aventura, podrían ser placeres prohibidos y vergonzosos; la clave es que todo sea vago. Pon él premio ante sus ojos, aplazando la satisfacción, y que su mente haga el resto. El futuro parecerá pletórico de posibilidades. Estimula una curiosidad más intensa que las dudas y ansiedades que la acompañan, y ellos te seguirán.


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EL OBJETO TENTADOR.

Un día de la década de 1880, el caballero don Juan de Todellas paseaba por un parque de Madrid cuando vio a una mujer de poco más de veinte años bajar de un coche, seguida de un niño de dos y un aya. La joven iba elegantemente vestida, pero lo que robó el aliento a don Juan fue su parecido con una mujer que él había conocido tres años antes. Era imposible que fuese la misma persona. Aquella otra mujer, Cristeta Moreruela, era corista en un teatro de segunda. Era huérfana y muy pobre; sus circunstancias no habrían podido cambiar tanto. Don Juan se acercó:
el mismo hermoso rostro. Y luego oyó su voz. Se asustó tanto que tuvo que sentarse: era en efecto la misma mujer.


Don Juan era un seductor incorregible, con innumerables conquistas de toda laya. Pero recordaba con toda claridad su aventura con Cristeta, a causa de la extrema juventud de ella; era la muchacha más •encantadora que él hubiera conocido nunca. La había visto en el teatro, cortejado asiduamente y logrado convencer de viajar con él a una ciudad costera. Aunque tenían habitaciones separadas, nada pudo detener a don Juan: inventó una historia de problemas de negocios, se ganó su simpatía, y en un momento de ternura abusó de la debilidad de ella. Días después la dejó, con el pretexto de ocuparse de un negocio. No creyó volver a verla jamás. 


Sintiéndose un poco culpable —algo raro en él—, le envió cinco mil pesetas, haciéndole creer que tiempo después se reuniría con ella. En cambio, se fue a París. Apenas en fecha reciente había vuelto a Madrid.


 Mientras recordaba todo esto, ahí sentado, lo acometió una idea: el niño. ¿El niño podía ser suyo? De lo contrario, ella debía haberse casado casi inmediatamente después de su aventura. ¿Cómo había podido hacer tal cosa? Ahora era rica, obviamente. ¿Quién podía ser su esposo? ¿Conocería él su pasado? Su confusión se mezclaba con un intenso deseo. Cristeta era muy joven y hermosa. ¿Por qué había renunciado a ella tan fácilmente? Tenía que recuperarla a como diera lugar, aun si estaba casada.


Don Juan empezó a frecuentar el parque todos los días. La vio un par de veces más; sus miradas se cruzaron, pero ella fingió no verlo. Tras seguir al aya en una de sus diligencias, entabló conversación con ella, y le preguntó por el esposo de su ama. El aya le dijo que era el señor Martínez, y que hacía en esos días un largo viaje de negocios; también le dijo dónde vivía Cristeta para entonces. Don Juan le dio una nota para que se la entregara a su ama. Luego pasó por la casa de Cristeta, un hermoso palacio. Sus peores sospechas se confirmaron: ella se había casado por dinero.


Cristeta se negó a recibirlo. El persistió, enviando más notas. Por fin, para evitar una escena, ella aceptó entrevistarse con él, sólo una vez, en el parque. Él se preparó cuidadosamente para la reunión: seducirla de nuevo sería una operación delicada. Pero cuando la vio acercarse a él, enfundada en sus bellas prendas, sus emociones, y su lujuria, lo sobrepasaron. Ella sólo podía pertenecerle a él, y a ningún otro hombre, le dijo. Cristeta lo tomó a ofensa; era evidente que sus nuevas circunstancias impedían siquiera una reunión más. Aun así, bajo su frialdad él pudo sentir emociones intensas. Le rogó que volvieran a verse, pero ella se marchó sin prometer nada.


Don Juan le envió más cartas, mientras se devanaba los sesos tratando de reconstruirlo todo: ¿quién era ese señor Martínez? ¿Por qué se había casado con una corista? ¿Cómo podía Cristeta deshacerse de él?


Cristeta aceptó al cabo entrevistarse una vez más con don Juan, en el teatro, donde él no se atrevería a correr el riesgo de un escándalo. Tomaron un palco, donde pudieran hablar. Ella le aseguró que él no era el padre del niño. Afirmó que sólo la quería porque ya pertenecía a otro, por no poder hacerla suya. No, dijo él, había cambiado; haría cualquier cosa por recuperarla. De manera desconcertante, a momentos los ojos de ella parecían insinuársele. Pero luego ella pareció estar a punto de llorar, y apoyó la cabeza en su hombro, sólo para ponerse de pie al instante, como dándose cuenta de que aquello era un error. Esa era su última reunión, dijo ella, y huyó a toda prisa. Don Juan estaba fuera de sí. Cristeta jugaba con él; era una coqueta. Él dijo que había cambiado sólo por hablar, pero quizá era cierto: nunca una mujer lo había tratado así.


Jamás lo habría permitido.
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Las noches siguientes, don Juan apenas si durmió. Sólo podía pensar en Cristeta. Tenía pesadillas en las que mataba a su esposo, envejecía y se quedaba solo. Era demasiado. Tenía que dejar la ciudad. Envió una nota de despedida y, para su sorpresa, ella contestó: quería verlo, tenía algo que decirle. Para entonces él era demasiado débil para resistirse. Como ella había solicitado, la vio en un puente, una noche. Esta vez Cristeta no hizo ningún esfuerzo por controlarse: sí, aún lo amaba, y estaba dispuesta a huir con él. Pero él debía presentarse en su casa al día siguiente, a plena luz, y llevársela. No podía haber secreto alguno.


Fuera de sí de alegría, don Juan accedió a sus ruegos. Al día siguiente se presentó en su palacio a la hora fijada, y preguntó por la señora Martínez. No había nadie ahí con ese nombre, contestó la mujer en la puerta. Don Juan insistió: se llamaba Cristeta. "Ah, Cristeta", dijo la mujer. "Vive atrás, con los demás inquilinos." Confundido, don Juan fue a la parte trasera del palacio. Ahí creyó ver al hijo de ella, jugando en la calle en andrajos. Pero no, se dijo, debía ser otro niño. Llegó hasta la puerta de Cristeta y, en vez de su criada, ella misma abrió. Don Juan entró. Era el cuarto de una persona pobre. Colgadas de un perchero improvisado estaban las ropas elegantes
de Cristeta. Como en un sueño, él se sentó, atónito, y escuchó mientras ella revelaba la verdad. No estaba casada, no tenía ningún hijo. 


Meses después de que él la abandonó, ella se dio cuenta de que había sido víctima de un seductor consumado. Aún lo amaba, pero estaba decidida a desquitarse. Al saber a través de una amiga mutua que él había vuelto a Madrid,
| usó las quinientas pesetas que le había mandado en comprar ropa cara. Tomó en préstamo al hijo de una vecina, pidió a la prima de ésta que se hiciera pasar por aya y rentó un coche, todo para crear la elaborada fantasía que sólo existía en la mente de don Juan. Cristeta ni siquiera debió mentir: jamás dijo que estuviera casada o tuviese un hijo. Sabía que la imposibilidad de hacerla suya provocaría que él la quisiera más que nunca. Era la única forma de seducir a un hombre como él.


Abrumado por lo lejos que ella había llegado, y por las emociones que tan hábilmente había inducido en él, don Juan perdonó a Cristeta y le ofreció casarse con ella. Para su sorpresa, y tal vez para su alivio, ella declinó cortésmente. En cuanto se casaran, dijo, los ojos de él mirarían a otra parte. Sólo si permanecían como estaban, ella mantendría la ventaja. Don Juan no tuvo otra opción que aceptar.


Interpretación. Cristeta y don Juan son personajes de la novela Dulce y sabrosa (1891), del escritor español Jacinto Octavio Picón. La mayor parte de la obra de Picón trata de seductores y sus víctimas, tema que estudió y conoció muy bien. Abandonada por don Juan, y reflexionando en la naturaleza de él, Cristeta decidió matar dos pájaros de un
| tiro: se vengaría y lo recuperaría. Pero ¿cómo podía atraer a un hombre así? El repelía la fruta una vez probada. Lo que obtenía o caía en sus brazos fácilmente no le brindaba tentación alguna. Lo que tentaría a don Juan a volver a desear a Cristeta, a perseguirla, sería saber que era de otro, fruto prohibido. Esta era su debilidad: por eso perseguía a vírgenes y casadas, mujeres que se suponía que no debía hacer suyas. Un hombre, razonó ella, nunca está contento con su suerte. Cristeta se convertiría en ese objeto distante y tentador fuera de su alcance, incitándolo, produciendo emociones que él no pudiera controlar. Don
[Juan sabía lo encantadora y deseable que había sido una vez para él.


''La idea de volver a poseerla, y el placer que imaginaba recibir, fueron demasiado para él: tragó el anzuelo.


La tentación es un proceso doble. Primero eres coqueto, galante; estimulas deseo prometiendo placer y distracción de la vida diaria. Al mismo tiempo, dejas en claro a tus objetivos que no pueden hacerte suyo, al menos no en ese momento. Estableces una barrera, una especie de tensión.


Antes era fácil crear esas barreras, aprovechando obstáculos sociales preexistentes: de clase, raza, matrimonio, religión. Hoy las barreras deben ser más psicológicas: tu corazón pertenece a otro; el objetivo en realidad no te interesa; un secreto te detiene; no es el momento; no eres digno de la otra persona; la otra persona no es digna de ti, etcétera. A la inversa, podrías elegir a alguien con una barrera implícita: pertenece a otro, no debe quererte. Estas barreras son más sutiles que las de la variedad social o religiosa, pero barreras al fin, y la psicología sigue siendo la misma. A la gente le excita perversamente lo que no puede o no debe tener. Crea este conflicto interior —hay excitación e interés, pero eres inaccesible— y la tendrás en pos de ti, como Tántalo del agua. Y al igual que don Juan y Cristeta, cuanto más logres que tus objetivos te persigan, más imaginarán ser ellos los agresores. Tu seducción tendrá el disfraz perfecto. 

La única manera de librarse de la tentación es rendirse a ella..
—Oscar Wilde.

CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.

En la mayoría de los casos, la gente se esfuerza por mantener su seguridad y una sensación de equilibrio en su vida. Si siempre saliera en pos de cada nueva persona o fantasía que pasa a su lado, no podría sobrevivir a la brega diaria. Usualmente ve coronados sus esfuerzos, pero lograrlo no es fácil. El mundo está lleno de tentaciones. La gente lee de personas que tienen más que ella, de aventuras de otros, de individuos que han hallado la riqueza y la felicidad. La seguridad por la que pugna, y que parece tener, es en realidad una ilusión. Encubre una tensión constante.


Como seductor, nunca confundas la apariencia con la realidad. Sabes que la lucha de las personas por mantener un orden en su vida es agotadora, y que las corroe la duda y el rencor. Es difícil ser bueno y virtuoso, siempre teniendo que reprimir los más fuertes deseos. Con eso en mente, la seducción es más fácil. Lo que los demás quieren no es tentación; la tentación es cosa de todos los días. 

Lo que desean es ceder a la tentación, darse por vencidos. Esa es la única manera en que pueden librarse de la tensión que existe en su vida. Cuesta mucho más trabajo resistirse a la tentación que rendirse a ella.


Tu tarea, entonces, es crear una tentación que sea más intensa que la variedad cotidiana. Debe centrarse en los demás, apuntar a ellos como individuos, a su debilidad. Entiende: todos tenemos una debilidad dominante, de la que se deriva el resto. Halla esa inseguridad infantil, esa carencia en la vida de la gente, y tendrás la clave para tentarla. Su debilidad puede ser la codicia, la vanidad, el aburrimiento, un deseo reprimido a conciencia, el ansia de un fruto prohibido. Las personas dejan ver eso en pequeños detalles que escapan a su control consciente: su manera de vestir, un comentario casual. Su pasado, y en especial sus romances, estarán llenos de pistas. Tiéntalas con ardor, en forma ajustada a su debilidad, y harás que la esperanza de placer que despiertes en ellas figure más prominentemente que las dudas y ansiedades que la acompañan.


En 1621, el rey Felipe 111 de España ansiaba establecer una alianza con Inglaterra casando a su hija con el vástago del rey inglés, Jacobo. Este pareció aceptar la idea, pero la frenó para ganar tiempo. El embajador de España en la corte inglesa, un tal Gondomar, recibió la tarea de promover el plan de Felipe. Gondomar puso los ojos en el favorito del rey, el duque (antes conde) de Buckingham.


Gondomar conocía la principal debilidad del duque: la vanidad. Buckingham ansiaba gloria y aventura para aumentar su fama; le aburrían sus limitadas tareas, y se enfurruñaba y quejaba por eso. El embajador lo halagó primero profusamente: el duque era el hombre más apto del país, y era una vergüenza que se le asignara tan poco que hacer. Luego empezó a susurrarle una gran aventura. El duque, como Gondomar sabía, estaba a favor de la boda con la princesa española, pero esas malditas negociaciones matrimoniales con el rey Jacobo demoraban mucho, y no llegaban a ningún lado. ¿*Y si el duque acompañaba al hijo del rey, su buen amigo el príncipe Carlos, a España? Claro que esto tendría que hacerse en secreto, sin guardias ni escoltas, para que el gobierno inglés y sus ministros no sancionaran el viaje. Pero eso mismo volvía todo más peligroso y romántico. Una vez en Madrid, el príncipe podría arrojarse a los pies de la princesa María, declararle su amor imperecedero y llevarla en triunfo a Inglaterra. 

Sería una proeza caballeresca, y todo por amor. El duque se llevaría el crédito, y esto daría fama a su nombre por siglos.  El duque se prendó de la idea, y convenció a Carlos de secundarla; tras mucho discutir, también persuadieron al renuente rey Jacobo. El viaje estuvo cerca de ser un desastre (Carlos habría tenido que convertirse al catolicismo para conquistar a María) y el matrimonio jamás se llevó a cabo, pero Gondomar había cumplido su cometido. No sobornó al duque con ofrecimientos de dinero ni poder; apuntó a su parte infantil, que nunca había crecido. Un niño tiene poca fuerza para resistirse. Lo quiere todo ya, y es raro que piense en las consecuencias. En todos nosotros acecha un niño: un placer que se nos negó, un deseo reprimido. Toca esa fibra en otros, tiéntalos con el juguete adecuado (aventura, dinero, diversión), y abandonarán su normal sensatez adulta. Identifica su debilidad a partir de cualquier conducta infantil que revelen en la vida diaria: ésa es la punta del iceberg.


Napoleón Bonaparte fue nombrado general supremo del ejército francés en 1796. Su encomienda era derrotar a las fuerzas austríacas que habían tomado el norte de Italia. El obstáculo era inmenso:
Napoleón tenía entonces apenas veintiséis años; los generales bajo sus órdenes envidiaban su posición y dudaban de sus aptitudes. Sus soldados estaban exhaustos, hambrientos, mal pagados y disgustados. ¿Cómo podía motivar a ese grupo a combatir al muy experimentado ejército austriaco? 

Mientras se preparaba para cruzar los Alpes en dirección a Italia, dirigió a sus tropas un discurso que quizá haya representado el momento decisivo de su carrera, y de su vida: "j Soldados 1 Sé que están casi muertos de hambre y semidesnudos. El gobierno les debe mucho, pero no puede hacer nada por ustedes. Su paciencia, su valor, los honran, pero no les dan gloria. [...] Yo los guiaré a las llanuras más fértiles de la Tierra. Ahí encontrarán ciudades florecientes, abundantes provincias. Ahí cosecharán honor, gloria y riqueza". Este discurso tuvo un efecto muy poderoso. Días después, estos mismos soldados, tras el arduo ascenso de las montañas, contemplaban el valle de Piamonte. Las palabras de Napoleón resonaron en sus oídos, y una banda harapienta y gruñona se convirtió en un inspirado ejército que arrasaría con el norte de Italia en pos de los austríacos.


El uso de la tentación por Napoleón tuvo dos elementos: "Detrás de ti está un pasado sombrío; frente a ti, un futuro de gloria y riqueza, si me sigues". Una clara demostración de que el objetivo no tiene nada que perder y todo que ganar es esencial en la estrategia de la tentación. El presente ofrece escasa esperanza, el futuro podría estar lleno de placer y emoción. Recuerda describir vagamente los beneficios futuros y ponerlos relativamente fuera del alcance. Sé demasiado específico y decepcionarás; pon la promesa demasiado a la mano, y no podrás aplazar su satisfacción lo suficiente para obtener lo que deseas.


Las barreras y tensiones de la tentación están ahí para impedir que la gente ceda demasiado fácil o superficialmente. Debes hacer que luche, resista, se muestre ansiosa. La reina Victoria se enamoró sin duda de su primer ministro, Benjamín Disraeli, pero entre ellos había barreras de religión (él era judío, de piel morena), clase (ella era, desde luego, una reina) y gusto social (ella era un dechado de virtudes, él un conocido dandy). La relación nunca se consumó, pero esas barreras llenaron de delicia sus encuentros diarios, rebosantes de continuo flirteo.


Hoy han desaparecido muchas de esas barreras sociales, así que hay que inventarlas: sólo así es posible dar sabor a la seducción. Los tabúes de toda clase son fuente de tensión, y ahora son psicológicos, no religiosos. Busca una represión, un deseo secreto que haga a tu víctima retorcerse incómoda si das con él, pero que la tentará más todavía. Indaga en su pasado; lo que parezca temer o rehuir tal vez sea la clave. Podría tratarse de un anhelo de figura materna o paterna, o un deseo homosexual latente. Quizá tú puedes satisfacer ese deseo presentándote como una mujer masculina o un hombre femenino. Con otro haz de Lolita, o de Papi, alguien que se supone que no pueden hacer suyo, el lado oscuro de su personalidad. La asociación debe ser vaga; tienes que lograr que los demás persigan algo elusivo, algo salido de su propia mente.

En 1769, Casanova conoció en Londres a una joven apellidada Charpillon. Era mucho menor que él, la mujer más hermosa que hubiera visto jamás, y con fama de destruir a los hombres. En uno de sus primeros encuentros, Charpillon le dijo sin más que se enamoraría de ella y ella misma sería su ruina. Para incredulidad de todos, 

Casanova la persiguió. En cada encuentro ella insinuaba que podría ceder; quizá en la siguiente ocasión, si él era bueno con ella. Charpillon excitó su curiosidad: qué placeres le brindaría; él sería el primero, la domaría. "El veneno del deseo penetró tan cabalmente todo mi ser", escribió después Casanova, "que, si ella lo hubiera querido, me habría despojado de todo lo que poseía. Yo habría aceptado la mise-ría a cambio de un solo beso." 


Esta "aventura" fue en efecto su ruina; día lo humilló. Charpillon había juzgado correctamente que la debilidad primaria de Casanova era su necesidad de conquistar, de vencer retos, de probar lo que ningún otro hombre había probado nunca. Debajo había una especie de masoquismo, un placer en el dolor que una mujer podía infligirle. Jugando a la mujer imposible, incitándolo y luego frustrándolo, ella ofrecía la tentación suprema. A menudo da resultado hacer sentir al objetivo que eres un reto, un premio por ganar. Al poseerte, obtendrá lo que nadie más ha tenido. Incluso podría obtener dolor; pero el dolor está cerca del placer, y ofrece sus propias tentaciones.


! En el Antiguo Testamento se lee que "levantándose David de su cama [...], paseábase por el terrado de la casa real cuando vio desde el terrado una mujer que se estaba lavando, la cual era muy hermosa". Era Betsabé. David la llamó, (supuestamente) la sedujo y procedió a librarse de su esposo, Urías, en batalla. Sin embargo, en realidad fue Betsabé quien sedujo a David. Se bañó en su azotea a una hora en que sabía que él estaría en su balcón. Tras tentar a un hombre cuya debilidad por las mujeres ella conocía, se hizo la coqueta, para forzarlo a perseguirla. Esta es la estrategia de la oportunidad: ofrece a un individuo débil la posibilidad de tener lo que codicia poniéndote meramente a su alcance, como por accidente. La tentación suele ser [ cuestión de oportunidad, de cruzarse en el camino del débil en el momento justo para darle la posibilidad de rendirse.


Betsabé usó todo su cuerpo como señuelo, pero suele ser más eficaz usar sólo una parte, creando así un efecto de fetiche. Madame Récamier dejaba vislumbrar su cuerpo bajo los finos vestidos que se ponía, pero sólo un instante, cuando se quitaba el mantón para bailar. Los hombres partían esa noche soñando con lo poco que habían visto. La emperatriz Josefina se esmeraba en desnudar en público sus hermosos brazos. Brinda a tu objetivo sólo una parte de ti, para que fantasee; crearás de este modo una constante tentación en su mente.
Símbolo. La manzana del Jardín del Edén. El fruto es incitante, y se supone que no debes comerlo: está prohibido. Pero justo por eso piensas día y noche en él. Lo ves, pero no puedes hacerlo tuyo. La única forma de librarte de la tentación es rendirte y probarlo.


REVERSO.
Lo contrario de la tentación es la seguridad o satisfacción, y ambas son fatales para la seducción. Si no puedes tentar a alguien a salir de su confort habitual, no puedes seducido. Si satisfaces el deseo que has despertado, la seducción acaba. La tentación no tiene reverso. Aunque algunas de sus etapas pueden pasarse por alto, la seducción no procederá jamás sin alguna forma de tentación, así que siempre es mejor que la planees con cuidado, ajustándola a la debilidad y puerilidad de tu blanco específico.

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