Hacer que tus objetivos se sientan insatisfechos y en necesidad
de tu atención es esencial; pero si eres demasiado obvio, entreverán tu
intención y se pondrán a la defensiva. Sin embargo, aún no se conoce defensa
contra la insinuación, el arte de sembrar ideas en la mente de los demás
soltando alusiones escurridizas que echen raíces días después, hasta hacerles
parecer a ellos que son ideas propias. La insinuación es el medio supremo para
influir en la gente. Crea un sublenguaje —afirmaciones atrevidas seguidas por
retractaciones y disculpas, comentarios ambiguos, charla banal combinada con
miradas tentadoras— que entre en el inconsciente de tu blanco para transmitirle
tu verdadera intención. Vuelve todo sugerente.
INSINUACIÓN DEL DESEO.
Una noche de la década de 1770, un joven fue a la
Ópera de París para reunirse con su amante, la condesa de_. Habían peleado, así
que él ansiaba volver a verla. La condesa no había llegado aún a su palco, pero
desde uno contiguo una amiga de ella, Madame de T_, llamó al joven para que se acercara, comentando que era
un excelente golpe de suerte que se hubieran encontrado esa noche: él debía
acompañarla en un viaje que tenía que hacer. Al joven le urgía ver a la
condesa, pero Madame era encantadora e insistente, y él accedió a ir con ella.
Antes de que pudiera preguntar por qué o dónde, Madame lo condujo hasta su
carruaje afuera, que partió a toda prisa.
El joven encareció entonces a su anfitriona que le dijera
adonde lo llevaba. Al principio ella se limitó a reírse, pero por fin se lo
dijo: al cháteau de su esposo. La pareja se había distanciado, pero había
decidido reconciliarse; su esposo era un pelmazo, sin embargo, y ella sentía
que un joven encantador como él animaría la situación. El joven estaba
intrigado: Madame era una mujer de edad mayor, con fama de ser más bien formal,
aunque él también sabía que tenía un amante, un marqués. ¿Por qué ella lo había
elegido para esa excursión?
La historia de Madame no era muy creíble. Mientras
viajaban, ella le sugirió que se asomara a la ventana para ver el paisaje, como
ella lo hacía. Él tenía que inclinarse sobre ella para lograrlo; y justo cuando
lo hizo, el carruaje dio una
sacudida. Madame lo prendió de la mano y cayó en sus brazos. Permaneció ahí un
momento, y luego se soltó, en forma algo abrupta. Tras un incómodo silencio,
ella preguntó: "¿Pretende convencerme de mi imprudencia respecto a
usted?". El afirmó que el episodio había sido un accidente, y le aseguró
que se comportaría. La verdad, no obstante, era que tenerla entre sus brazos le
había hecho pensar otra cosa.
Llegaron al cháteau. El esposo salió a recibirlos, y el
joven expresó su admiración por el edificio. "Lo que usted ve no es
nada", interrumpió Madame; "debo llevarlo al departamento de
Monsieur." Antes de que él pudiera preguntar qué quería decir, se cambió
rápidamente de tema. El esposo era en efecto un pelmazo, pero se excusó después
de cenar. Entonces Madame y el joven se quedaron solos. Ella lo invitó a pasear
en los jardines; era una noche espléndida, y mientras caminaban, Madame deslizó
su brazo en el de él. No temía que abusara de ella, le dijo, porque sabía del
cariño que profesaba a su buena amiga la condesa. Hablaron de otras cosas, pero
Madame volvió después al tema de su amante, la condesa: "¿Lo hace feliz?
Ay, mucho me temo lo contrario, y eso me aflige... ¿No es usted víctima a
menudo de sus extraños caprichos?". Para sorpresa del joven, Madame se
puso a hablar de la condesa en una forma que daba a entender que ella le había
sido infiel (algo que él sospechaba). Madame suspiró; lamentaba decir esas cosas
sobre su amiga, y le pidió que la perdonase; luego, como si se le hubiera
ocurrido una nueva idea, mencionó un pabellón cercano, un lugar delicioso,
lleno de gratos recuerdos. Pero lo malo era que estaba cerrado, y ella no tenía
la llave. Aun así llegaron hasta pabellón, y he ahí que la puerta estaba
abierta. Adentro estaba oscuro, pero el joven intuyó que era un lugar de
encuentro. Entraron y se hundieron en un sofá; y antes de darse cuenta de nada,
él la tomó en sus brazos. Madame pareció rechazarlo, pero luego cedió.
Finalmente, ella volvió en sí: debían regresar a la casa. ¿Él había llegado
demasiado lejos? Debía intentar controlarse.
Mientras volvían a la residencia, Madame comentó:
"¡Qué deliciosa noche hemos pasado!". ¿Se refería a lo que había sucedido
en el pabellón? "Hay un cuarto aún más encantador en el cháteau",
continuó, "pero ya no puedo enseñar nada a usted", añadió, dando a
entender que él había sido demasiado atrevido. Madame ya había mencionado ese
cuarto ("el departamento de Monsieur") varias veces; él no imaginaba
qué podía tener de interesante, pero para ese momento moría por verlo e
insistió en que ella se lo mostrara. "Si promete ser bueno", replicó
Madame, abriendo mucho los ojos. Ella lo condujo por las tinieblas de la casa
hasta aquella habitación, que, para deleite de él, era una especie de templo
del placer: había espejos en las paredes, cuadros de trompe Voeü que
evocaban una escena en el bosque, e incluso una gruta oscura y una engalanada
estatua de Eros. Invadido por la atmósfera del lugar, el joven reanudó al
instante lo que había iniciado en el pabellón, y habría perdido toda noción del
tiempo si una criada no hubiese irrumpido para avisarles que amanecía ya:
pronto Monsieur estaría de pie. Se separaron de inmediato. Más tarde, mientras
el joven se preparaba para marcharse, su anfitriona le dijo: "Adiós,
Monsieur. ¡Le debo tantos placeres! Pero le he pagado con dulces sueños. Ahora
su amor lo reclama de vuelta... No dé a la condesa causa de reñir
conmigo". Al reflexionar de regreso en su experiencia, él no podía
entender qué significaba.
Tenía la vaga sensación de que se le había utilizado,
pero los placeres que recordaba eran mayores que sus dudas.
Interpretación. Madame de T es un personaje del cuento
libertino del siglo XVIII "Mañana
no", de Vivant Denon. El joven es el narrador de la historia. Aunque
ficticias, las técnicas de Madame se basaban claramente en las de varias
conocidas libertinas de la época, maestras del juego de la seducción. Y la más
peligrosa de sus armas era la insinuación: el medio por el cual Madame hechiza
al joven, lo hace parecer el agresor, obtiene la noche de placer que deseaba y
salvaguarda su inocente fama, todo ello de un solo golpe. Después de todo, él
fue quien inició el contacto físico, o al menos eso parecía. Porque la verdad
es que ella era la que estaba al mando, sembrando en la mente del joven justo
las ideas que ella quería. Ese primer encuentro físico en el carruaje, por
ejemplo, que ella dispuso al invitarlo a acercarse: más tarde lo reprendió por
su atrevimiento, pero lo que persistió en la mente del muchacho fue la
excitación del instante. La plática de ella sobre la condesa lo confundió e
hizo sentir culpable; pero después Madame le dio a entender que su amante le
era infiel, sembrando así en su mente una semilla distinta: enojo, y deseo de
venganza. Más tarde ella le pidió olvidar lo dicho y perdonarla por haberlo
hecho, táctica clave de insinuación: "Te pido que olvides lo que dije,
pero sé que no puedes hacerlo; la idea permanecerá en tu mente". Provocado
de esta manera, fue inevitable que él la estrechara en el pabellón. Madame
mencionó varias veces el cuarto del cháteau; él insistió, por supuesto, en ir
ahí. Ella envolvió la noche en un aire de ambigüedad. Aun sus palabras "Si
promete ser bueno" podrían interpretarse de varias maneras. La cabeza y el
corazón del joven se avivaron con todos los sentimientos —descontento,
confusión, deseo— que indirectamente ella había infundido en él.
En particular en las primeras fases de la seducción,
aprende a convertir todo lo que dices y haces en una especie de insinuación.
Infunde dudas con un comentario aquí y otro allá sobre otras personas en la
vida de tu víctima, haciéndola sentir vulnerable. El contacto físico leve insinúa deseo, como lo hace
también una mirada fugaz pero inolvidable, o un tono de voz inusualmente
cordial, ambas cosas por momentos muy breves. Un comentario casual sugiere que
hay algo en tu víctima que te interesa; pero procede sutilmente, para que tus
palabras revelen una posibilidad, creen una duda. Siembras así semillas que
echarárKraíces en las semanas por venir. Cuando no estés presente, tus
objetivos fantasearán con las ideas que has estimulado, y rumiarán sus dudas.
Los llevarás pausadamente hasta tu telaraña, sin que sepan que estás al mando.
¿Cómo podrían resistirse o ponerse a la defensiva si ni siquiera se dan cuenta
de lo que sucede?
Lo que distingue a una sugestión de otros tipos de influencia psíquica,
como una orden o la transmisión de una noticia o instrucción, es que en el caso
de la sugestión se estimula en la mente de otra persona una idea cuyo origen no
se examina, sino que se acepta como si hubiera brotado en forma espontánea en
esa mente.
—Sigmund
Freud.
CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.
Es imposible que pases por la vida sin tratar de convencer
a la gente de algo, en una forma u otra. Sigue la ruca directa, diciendo
exacta-mente lo que quieres, y tu honestidad quizá te hará sentir bien, pero es
probable que no llegues a ninguna parte. La gente tiene sus propias ideas,
solidificadas por la costumbre; tus palabras, al entrar en su mente, compiten
con miles de nociones preconcebidas ya ahí, y no van a ningún lado. Aparte, la
gente resentirá tu intento de convencerla, como si fuera incapaz de decidir por
sí misma, y tú el único listo. Considera en cambio el poder de la insinuación y
la sugerencia. Esto requiere un poco de arte y paciencia, pero los resultados
bien valen la pena.
La forma en que opera la insinuación es simple: disfrazada
en medio de un comentario o encuentro banal, se suelta una indirecta. Esta debe
referirse a un tema emocional: un posible placer no obtenido aún, falta de
animación en la vida de una persona.
La indirecta es registrada en el fondo de
la mente del objetivo, puñalada sutil a sus inseguridades; la fuente de la
alusión se olvida pronto. Es demasiado sutil para ser memorable en el momento;
y después, cuando ha echado raíces y crecido, parece haber surgido en forma
natural en la mente del objetivo, como si hubiera estado ahí desde siempre. La
insinuación permite evitar la resistencia natural de la gente, porque ésta
parece escuchar sólo lo que se
origina en ella. Es un lenguaje en sí misma, que se comunica de modo directo
con el inconsciente. Ningún seductor, ningún inducidor, puede esperar tener éxito
sin dominar el lenguaje y arte de la insinuación.
Una vez llegó un extraño a la corte de Luis XV. Nadie sabía
nada de él, y su acento y edad eran imprecisables. Dijo llamarse el conde de
Saint-Germain. Obviamente era rico; toda suerte de gemas y diamantes relucían
en su saco, sus mangas, sus zapatos, sus dedos. Tocaba el violín a la
perfección, pintaba magníficamente. Pero lo más embriagador en él era su
conversación. Lo cierto es que el conde fue el mayor charlatán del siglo XVII,
un hombre que dominaba el arte de la insinuación. Mientras hablaba, deslizaba
una palabra aquí y otra allá: una vaga alusión a la piedra filosofal, que
convertía todos los metales en oro, o al elíxir de la eterna juventud. No decía
que poseyera esas cosas, pero conseguía que se le asociara con sus poderes. Si
hubiera afirmado tenerlas, nadie le habría creído, y la gente se habría alejado
de él. El conde podía hablar de un hombre muerto cuarenta años antes como si lo
hubiera conocido en persona; pero de ser así, habría tenido más de ochenta
años, y parecía estar en los cuarenta y tantos.
Mencionaba el elíxir de la eterna juventud... parece tan
joven...
La clave de las palabras del conde era la vaguedad. Siempre
soltaba sus indirectas en medio de una conversación vivaz, graciosas notas en
una melodía incesante. Sólo más tarde los demás reflexionaban en lo que había
dicho. Pasado un tiempo, la gente empezó a buscarlo, inquiriendo sobre la
piedra filosofal y el elíxir de la eterna juventud, sin reparar en que era él
quien había sembrado esas ideas en su mente. Recuerda: para sembrar una idea
seductora debes cautivar la imaginación de las personas, sus fantasías, sus más
profundos anhelos. Lo que pone el mecanismo en marcha es sugerir cosas que la
gente quiere oír: la posibilidad de placer, riqueza, salud, aventura. Al final,
esas buenas cosas resultan ser justo lo que tu pareces ofrecerle. Ella te
buscará como por iniciativa propia, sin saber que tú inculcaste la idea en su
cabeza.
En 1807, Napoleón Bonaparte decidió que era crucial para él
conquistar para su causa al zar ruso Alejandro I. Quería dos cosas de él: un
tratado de paz en que acordaran dividirse Europa y Medio Oriente, y una alianza
matrimonial conforme a la cual él se divorciaría de Josefina y se casaría con
una integrante de la familia del zar. En vez de proponer estas cosas
directamente, Napoleón decidió seducir a Alejandro. Usando civilizados
encuentros sociales y conversaciones amistosas como campos de batalla, se puso
a trabajar. Un aparente lapsus Unguae reveló
que Josefina no podía tener hijos; Napoleón cambió rápidamente de tema. Un
comentario aquí y otro allá parecieron sugerir la asociación de los destinos de
Francia y Rusia. Justo antes de despedirse una noche, Napoleón habló de su
deseo de tener hijos, suspiró tristemente y se excusó para retirarse a dormir,
dejando al zar consultar el asunto con la almohada. Luego llevó a Alejandro a
una obra de teatro cuyos temas eran la gloria, el honor y el imperio; entonces,
en conversaciones posteriores, pudo disfrazar sus insinuaciones bajo la
pantalla de comentar esa obra. Semanas después, el zar hablaba a sus ministros
de una alianza matrimonial y un tratado con Francia como si fueran ideas suyas.
Lapsus Unguae, comentarios
aparentemente inadvertidos para "consultar con la almohada",
referencias tentadoras, afirmaciones de las que te disculpas al instante: todo
esto posee inmenso poder de insinuación. Cala tan hondo en la gente como un
veneno, y cobra vida por sí solo. La clave para triunfar con tus insinuaciones
es hacerlas cuando tus objetivos están más relajados o distraídos, para que no
sepan qué ocurre. Las bromas corteses son a menudo una tachada perfecta para
esto; los demás piensan en lo que dirán después, o están absortas en sus ideas.
Tus insinuaciones apenas si serán registradas, que es justo lo que quieres.
En una de sus primeras campañas, John E Kennedy habló ante
un grupo de veteranos. Sus valientes hazañas durante la segunda guerra mundial
—el incidente del PT-109
había hecho de él un héroe de guerra— eran conocidas por todos; pero en su
discurso, Kennedy se refirió a los demás hombres en ese barco, sin aludir jamás
a sí mismo. ; Sabía, sin embargo, que lo que había hecho estaba en la mente de
todos, porque en realidad él lo puso ahí. Su silencio sobre el tema hizo no
sólo que los presentes pensaran en él por sí mismos, sino también que él
pareciera humilde y modesto, cualidades que van bien con el heroísmo. En la
seducción, como aconsejaba la cortesana francesa Ninón de I'Encíos, es mejor no
verbalizar el amor por la otra persona. Que tu blanco lo perciba en tu actitud.
Tu silencio tendrá más poder de insinuación que tu voz.
No sólo las palabras insinúan; presta atención a miradas y
gestos. La técnica favorita de Madame Récamier era la de incesantes palabras banales
y una mirada tentadora. El flujo de la conversación impedía a los hombres
pensar mucho en esas miradas ocasionales, pero se obsesionaban con ellas. Lord
Byron tenía su famosa "mirada de soslayo": mientras se hablaba de un
tema anodino, inclinaba la cabeza, pero de pronto una joven (su objetivo) lo
sorprendía mirándola, inclinada aún la cabeza. Era una mirada que parecía
peligrosa, desafiante, pero también ambigua; muchas mujeres cayeron atrapadas
por ella. El rostro habla un idioma propio. Acostumbramos tratar de interpretar
el rostro de las personas, el cual suele ser un mejor indicador de sus
sentimientos que lo que ellas dicen, algo que es fácil de controlar.
Como la
gente siempre interpreta tus miradas, úsalas para transmitir las señales
insinuantes de tu elección.
Por último, la causa de que la insinuación dé tan buenos
resultados no es sólo que evita la resistencia natural de la gente. También,
que es el lenguaje del placer. Hay muy poco misterio en el mundo; demasiadas
personas dicen exactamente lo que sienten o quieren. Ansiamos algo enigmático,
algo que alimente nuestras fantasías. Dada la falta de sugerencia y ambigüedad
en la vida diaria, quien las usa repentinamente parece poseer algo tentador y
lleno de presagios. Este es una especie de juego incitante: ¿qué trama esa
persona? ¿Qué se propone? Indirectas, sugerencias e insinuaciones crean una
atmósfera seductora, que indica que la víctima no participa ya de las rutinas
de la vida diaria, sino que ha entrado a otra esfera.
Símbolo. La semilla. La tierra se prepara con ahínco. Las semillas se siembran
con meses de anticipación. Una vez en el suelo, nadie sabe qué mano las arrojó
ahí. Forman parte del terreno. Oculta tus manipulaciones sembrando semillas que
echen raíces por sí solas.
REVERSO.
El peligro de la insinuación es que, cuando optas por la
ambigüedad, tu objetivo puede incurrir en interpretaciones erróneas. Hay
momentos, en particular en etapas avanzadas de la seducción, en que es mejor
comunicar directamente una idea, sobre todo una vez que sabes que tu blanco la
aceptará. Casanova solía proceder así. Cuando percibía que una mujer lo
deseaba, y que necesitaba poca preparación, se servía de un comentario franco,
sincero y efusivo que llegara directo a su cabeza, como una droga, y la hiciera
caer bajo su hechizo. Cuando el libertino y escritor Gabriele D'Annunzio
conocía a una mujer a la que deseaba, era raro que perdiera tiempo. Halagos
salían de su boca ^ su pluma. Encantaba con su "sinceridad" (la cual
puede fingirse, entre tantas otras estratagemas). Esto sólo funciona cuando
sientes que el objetivo será tuyo con facilidad. De lo contrario, las defensas
y sospechas provocadas por el ataque directo volverán imposible tu seducción.
En caso de duda, el método indirecto es la mejor vía.
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