Efectúa una regresión.


La gente que ha experimentado cierto tipo de placer en él pasado, intentará repetirlo o recordarlo. Los recuerdos más arraigados y agradables suelen ser los de la temprana infancia, a menudo inconscientemente asociados con la figura paterna o materna. Haz que tus objetivos vuelvan a esos momentos infiltrándote en él triángulo edípico y poniéndolos a ellos como el niño necesitado. Ignorantes de la causa de su reacción emocional, se enamorarán de ti. O bien, también tú puedes experimentar una regresión, dejándoles a tus blancos desempeñar el papel de madres protectora, salvaguardas. En uno u otro caso, ofreces la fantasía suprema: la posibilidad de tener una relación íntima con mamá o papá, hijo o hija.




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LA REGRESIÓN ERÓTICA.

Como adultos tendemos a sobrevalorar nuestra infancia. En su dependencia e impotencia, los niños sufren de verdad; pero cuando crecemos, olvidamos convenientemente eso y sentimental izamos el supuesto paraíso que dejamos atrás. Olvidamos el dolor y recordamos sólo el placer. ¿Por qué? Porque las responsabilidades de la vida adulta son a veces una carga tan opresiva que añoramos en secreto la dependencia de la infancia, a esa persona que estaba al tanto de cada una de nuestras necesidades, que hacía suyos nuestros intereses y preocupaciones. Esta ensoñación nuestra tiene un fuerte componente erótico, porque la sensación de un niño de depender de su p/m-adre está cargada de matices sexuales. Transmite a la gente una sensación similar a ese sentimiento de protección y dependencia de la niñez y proyectará en ti toda suerte de fantasías, incluidos sentimientos de amor o atracción sexual que atribuirá a otra cosa. Aunque no lo admitamos, es un hecho que anhelamos experimentar una regresión, despojarnos de nuestra apariencia adulta y desahogar las emociones infantiles que persisten bajo la superficie.


Al principio de su trayectoria, Sigmund Freud enfrentó un extraño problema: muchas de sus pacientes se enamoraban de él. El creía saber qué sucedía: alentada por Freud, la paciente hurgaba en su infancia, la fuente, desde luego, de su enfermedad o neurosis. Hablaba de su relación con su padre, sus primeras experiencias de ternura y amor, y también de descuido y abandono. Este proceso desencadenaba poderosas emociones y recuerdos. En cierto modo, ella era transportada a su niñez. Intensificar este efecto era el motivo de que Freud hablara poco y se volviera un tanto frío y distante, aunque pareciera afectuoso; en otras palabras, de que se asemejara a la figura paterna tradicional. Entre tanto, la paciente estaba tendida en un diván, en una posición de desamparo o pasividad, de tal forma que la situación reproducía los roles padre-hija. Finalmente, ella empezaba a dirigir a Freud mismo parte de las confusas emociones que encaraba. Sin saber lo que ocurría, ella lo relacionaba con su padre. La paciente experimentaba una regresión y se enamoraba. Freud llamó a este fenómeno transferencia, la cual se convertiría en parte activa de su terapia. Al hacer que sus pacientes transfirieran al terapeuta parte de sus sentimientos reprimidos, ponía sus problemas al descubierto, donde podían enfrentarse en un plano consciente.


El efecto de transferencia era tan poderoso que a menudo Freud era incapaz de lograr que sus pacientes superaran su encaprichamiento. De hecho, la transferencia es una manera eficaz de crear un lazo emocional, la meta de la seducción. Este método tiene infinitas aplicaciones fuera del psicoanálisis. Para practicarlo en la realidad, debes actuar como terapeuta, alentando a la gente a hablar de su niñez. La mayoría lo haríamos con gusto; y nuestros recuerdos son tan vividos y emotivos que una parte de nosotros experimenta una regresión con sólo hablar de nuestros primeros años.


Asimismo, en el curso de esa conversación suelen escaparse pequeños secretos:

revelamos toda suerte de información valiosa sobre nuestras debilidades y carácter, información que tú debes atender y recordar. No creas todo lo que dicen tus objetivos; con frecuencia endulzarán o sobre dramatizarán sucesos de su infancia. Pero presta atención a su tono de voz, a cualquier tic nervioso al hablar, y en particular a todo aquello que no quieran mencionar, todo lo que nieguen o les emocione. Muchas afirmaciones significan en verdad lo contrario; si dicen que odiaban a su padre, por ejemplo, puedes estar seguro de que encubren una enorme desilusión: que lo cierto es que amaban en exceso a su padre, y que quizá nunca obtuvieron de él lo que querían. Pon especial atención a temas e historias recurrentes. 

Sobre todo, aprende a analizar las reacciones emocionales, y a descubrir lo que hay detrás de ellas.


Mientras tus blancos hablan, mantén la actitud del terapeuta: atento pero callado, haciendo comentarios ocasionales, sin criticar. Sé afectuoso pero distante —de hecho algo indiferente—, y ellos empezarán a transferir emociones y proyectar fantasías en ti. Con la información que has reunido sobre su niñez, y el lazo de confianza que has forjado con ellos, puedes empezar a efectuar la regresión. Quizá hayas descubierto un poderoso apego al padre o madre, un hermano o un maestro, o un encaprichamiento temprano, con una persona que proyecta una sombra sobre su vida presente. 


Sabiendo cómo era esa persona que tanto los afectó, puedes adoptar ese papel. O quizá te hayas enterado de un inmenso vacío en su infancia: un padre negligente, por ejemplo. Actúa entonces como ese padre, pero remplaza el descuido original por la atención y afecto que el padre real nunca proporcionó. Todos tenemos asuntos pendientes de la niñez: desilusiones, carencias, recuerdos dolorosos. Termina lo que quedó inconcluso.


Descubre lo que tu objetivo nunca tuvo y contarás con los ingredientes necesarios para una honda seducción.


La clave es no hablar sólo de recuerdos; eso sería insuficiente. Lo que debes hacer es lograr que la gente actúe en el presente problemas de su pasado, sin estar consciente de lo que ocurre. Las regresiones que puedes efectuar se dividen en cuatro grandes tipos.


La regresión infantil. El primer vínculo —el vínculo entre una madre y su hijo— es el más poderoso de todos. A diferencia de otros animales, los bebés humanos tenemos un largo periodo de desamparo, durante el que dependemos de nuestra madre, lo que engendra un apego que influye en el resto de nuestra vida. La clave para efectuar esta regresión es reproducir la sensación del amor incondicional de una madre por su hijo. Nunca juzgues a tus blancos; déjalos hacer lo que quieran, incluso portarse mal; al mismo tiempo, rodéalos de amorosa atención, cólmalos de comodidades. Una parte de ellos hará una regresión a esos primeros años, cuando su madre se hacía cargo de todo y rara vez los dejaba solos. 


Esto funciona para casi todos, porque el amor incondicional es la forma de amor más rara y preciada. Ni siquiera tendrás que ajustar tu conducta a algo específico de la infancia de tus objetivos; la mayoría hemos experimentado ese tipo de atención. Mientras tanto, crea atmósferas que refuercen la sensación que generas: ambientes cálidos, actividades divertidas, colores brillantes y alegres.


La regresión edípica. Después del lazo entre madre e hijo viene el triángulo edípico madre, padre, hijo. Este triángulo se forma durante el periodo de las primeras fantasías eróticas del niño. 

Un niño quiere a su madre para sí, una niña a su padre, pero jamás lo logran, porque una madre o un padre siempre tendrá relaciones rivales con su cónyuge u otros adultos. El amor incondicional ha desaparecido; ahora, inevitablemente, el padre o la madre puede negar a veces lo que el hijo desea. 

Transporta a tu víctima a ese periodo. Desempeña el papel paterno, sé cariñoso, pero en ocasiones también regaña e inculca algo de disciplina. En realidad a los niños les agrada un poco de disciplina; les hace sentir que el adulto se preocupa de ellos. Y a los niños adultos también les estremecerá que mezcles tu ternura con un poco de dureza y castigo.


A diferencia de la regresión infantil, la edípica debe ajustarse a tu objetivo. Esta regresión depende de la información que hayas reunido. Sin saber suficiente, podrías tratar a una persona como niño, regañándola de vez en cuando, sólo para descubrir que suscitas recuerdos desagradables: tuvo demasiada disciplina cuando niño. O podrías generar recuerdos de un padre aborrecible, y ella transferirá a ti esos sentimientos. No sigas adelante con la regresión hasta que te hayas enterado lo más posible de la niñez de tu blanco: aquello de lo que tuvo demasiado, lo que le faltaba, etcétera. Si el objetivo estuvo firmemente apegado a su p/m-adre pero ese apego fue parcialmente negativo, la estrategia de la regresión edípica puede ser muy efectiva de todas formas. Siempre nos sentimos ambivalentes ante nuestro padre o madre; aun si lo amamos, resentimos haber tenido que depender de ello. No te preocupes si incitas esas ambivalencias, que no nos impiden vincularnos con nuestros padres. 

Recuerda incluir un componente erótico en tu conducta paterna. Ahora tus objetivos no sólo tienen para ellos solos a su madre o padre; también tienen algo más, antes prohibido y hoy permitido.


La regresión del ego ideal. Cuando niños, solemos formarnos una figura ideal a partir de nuestros sueños y ambiciones. Primero, esa figura ideal es la persona que queremos ser. Nos imaginamos como valientes aventureros, figuras románticas. Luego, en nuestra adolescencia, dirigimos nuestra atención a los demás, a menudo proyectando en ellos nuestros ideales. El primer chico del que nos enamoramos podría habernos dado la impresión de poseer las cualidades ideales que queríamos para nosotros, o bien podría habernos hecho sentir que podíamos desempeñar ese papel ideal en relación con ello. La mayoría llevamos esos ideales con nosotros, ocultos justo bajo la superficie. Nos decepciona en secreto cuánto hemos tenido que transigir, lo bajo que hemos caído desde nuestro ideal al madurar. Haz sentir a tus objetivos que cumplen su ideal de juventud y están cerca de ser lo que querían, y efectuarás una clase distinta de regresión, creando una sensación reminiscente de la adolescencia. La relación entre el seducido y tú es en este caso más equitativa que en las anteriores clases de regresiones, más como el afecto entre hermanos. De hecho, el ideal suele basarse en un hermano o hermana. Para crear este efecto, esmérate en reproducir la atmósfera intensa e inocente de un encaprichamiento de juventud.


La regresión paterna o materna inversa. Aquí eres tú quien experimenta una regresión: desempeñas deliberadamente el papel del niño bonito, adorable, pero también sexualmente cargado. Los mayores consideran siempre a los jóvenes increíblemente seductores. En presencia de jóvenes, sienten volver un poco de su propia juventud; pero son mayores, y junto con la vigorización que experimentan en compañía de la gente joven, está para ellos el placer de hacerse pasar por madre o padre. Si un hijo experimenta sensaciones eróticas hacia su madre o padre, las cuales son rápidamente reprimidas, el padre o madre enfrenta el mismo problema, a la inversa. 


Asume el papel del niño con tus objetivos y ellos exteriorizarán algunos de esos sentimientos eróticos reprimidos. Podría parecer que esta estrategia implica diferencia de edades, pero esto no es crucial. Las exageradas cualidades infantiles de Marilyn Monroe operaban perfectamente bien con hombres de su edad. Enfatizar una debilidad o vulnerabilidad de tu parte le dará al objetivo la oportunidad de actuar como protector.

ALGUNOS EJEMPLOS.

1. Los padres de Víctor Hugo se separaron poco después de que el novelista nació, en 1802. La madre de Hugo, Sofía, tenía una aventura con el superior de su esposo, un general. Ella alejó a los tres niños Hugo de su padre y se fue a París a educarlos sola. Los niños llevaron entonces una vida tumultuosa, con rachas de pobreza, frecuentes mudanzas y la continuada aventura de su madre con el general. De ellos, Víctor fue el que más se apegó a su madre, adoptando todas sus ideas y manías, en particular el odio a su padre. Pero en medio de toda la agitación de su infancia, jamás sintió recibir suficiente amor y atención de la madre que adoraba. Cuando ella murió, en 1821, pobre y cargada de deudas, él se sintió devastado.


Al año siguiente, Hugo se casó con su novia de la infancia, Adéle, físicamente parecida a su madre. El matrimonio fue feliz por un tiempo, pero pronto Adéle acabó por parecerse a la madre de Hugo en más de un sentido: en 1832, él descubrió que ella tenía un romance con el crítico literario SainteBeuve, casualmente el mejor amigo de Hugo en ese entonces. Hugo ya era un escritor célebre, pero no era del tipo calculador. Solía demostrar sus sentimientos. Pero no podía confiar a nadie la aventura de Adéle; era demasiado humillante. Su única solución fue tener aventuras él mismo, con actrices, cortesanas, mujeres casadas. Tenía un apetito prodigioso; a veces visitaba a tres mujeres en un solo día.


Hacia fines de 1832 comenzó la producción de una de las obras teatrales de Hugo, y él debía supervisar el reparto. Una actriz de veintiséis años, llamada Juliette Drouet, audicionó para uno de los papeles menores. Normalmente hábil con las damas, Hugo se vio tartamudeando en presencia de Juliette. Ella era sencillamente la mujer más bella que él hubiera visto jamás, y eso y su serenidad lo intimidaron. Naturalmente, Juliette obtuvo el papel. Él se descubrió pensando en ella todo el tiempo. Ella parecía estar rodeada siempre de un grupo de adoradores. Era evidente que él no le interesaba, o al menos eso creía Hugo. Pero una noche, después de una función, La siguió a su casa, para descubrir que eso no la enojaba ni sorprendía: en realidad, lo invitó a subir a su departamento. Pasó ahí la noche, y pronto pasaba casi todas.


Hugo estaba feliz de nuevo. Para su deleite, Juliette abandonó su carrera en el teatro, dejó a sus antiguos amigos y aprendió a cocinar. Había idolatrado la ropa elegante y las actividades sociales; pero entonces se convirtió en secretaria de Hugo, rara vez salía del departamento en que él la había instalado y parecía vivir sólo para las visitas que él le hacía. Luego de un tiempo Hugo regresó a sus antiguos hábitos y empezó a tener pequeñas aventuras. Ella no se quejaba, mientras siguiera siendo la mujer a la que él volvía. Y, de hecho, Hugo dependía enormemente de ella.


En 1843, la amada hija de Hugo murió en un accidente, y él se hundió en la depresión. El único medio que conocía para remediar su pena era tener una nueva aventura. Así, poco después se enamoró de una joven aristócrata casada llamada Léonie d'Aunet. Cada vez veía menos a Juliette. Años más tarde, Léonie, sintiéndose segura de ser la preferida, le dio un ultimátum: o dejaba de ver por completo a Juliette, o todo terminaba. Hugo se negó. Decidió, en cambio, organizar un concurso: seguiría viendo a las dos, y en unos meses su corazón le diría a cuál prefería. Léonie su puso furiosa, pero no tenía otra opción. Su amorío con Hugo ya había arruinado su matrimonio y posición social; dependía de él. De todas formas, era imposible que perdiera: estaba en la flor de la vida, mientas que Juliette ya peinaba canas. Así, fingió aceptar la partida, aunque al paso del tiempo la resintió cada vez más, y se quejaba. Juliette se comportaba por su parte como si nada hubiera cambiado. Cada vez que él la visitaba, lo trataba como siempre, haciendo todo por confortarlo y mimarlo.

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El concurso duró varios años. En 1851, Hugo se metió en problemas con Luis Napoleón, primo de Napoleón Bonaparte y entonces presidente de Francia. Hugo había atacado en la prensa sus tendencias dictatoriales, implacable y quizá imprudentemente, porque Luis Napoleón era un hombre vengativo. Temiendo por la vida del escritor, Juliette logró ocultarlo en casa de una amiga, y consiguió un pasaporte falso, un disfraz y un pasaje seguro a Bruselas. Todo salió conforme a lo planeado; Juliette se le reunió días después, llevándole sus más valiosas pertenencias.


Sobra decir que sus heroicos actos le valieron ganar el concurso.


Sin embargo, cuando la novedad de la flamante vida de Hugo se acabó, él reanudó sus aventuras. 

Por fin, temiendo por la salud de él, y preocupada de que ella ya no pudiera competir con otra coqueta de veinte años, Juliette hizo una tranquila pero severa petición: no más mujeres, o lo dejaría. 


Tomado completamente por sorpresa, pero seguro de que ella hablaba en serio, Hugo se quebró y sollozó. Ya anciano entonces, se puso de rodillas y juró, sobre la Biblia y luego sobre un ejemplar de su famosa novela Los miserables, que no se disiparía más. Hasta la muerte de Juliette, en 1883, el hechizo de ella sobre él fue absoluto.


Interpretación. La vida amorosa de Hugo estuvo determinada por su relación con su madre. Nunca sintió que ella lo amara lo suficiente. Casi todas las mujeres con las que tuvo aventuras guardaban una semejanza física con ella; de alguna manera, él compensaba su carencia de amor materno con el gran volumen. Cuando Juliette lo conoció, no podía haber sabido todo eso, pero sin duda percibió dos cosas: que él estaba sumamente desilusionado de su esposa y que en realidad nunca había crecido. Sus arranques emocionales y su necesidad de atención hacían de él más un niño que un hombre. Ella consiguió ascendencia sobre él por el resto de su vida al proporcionarle lo único que él no había tenido nunca: completo, incondicional amor de madre. Juliette jamás juzgó a Hugo, ni lo criticó por sus osadías. Le prodigaba atenciones; visitarla era como regresar al útero. En su presencia, de hecho, él era más niño que nunca. ¿Cómo podía negarle un favor, o dejarla siquiera? Y cuando ella finalmente amenazó con dejarlo, él se vio reducido al estado de un niño llorón que clama por su madre. Al final, ella tuvo absoluto poder sobre él.


El amor incondicional es raro y difícil de encontrar, pero es lo que todos imploramos, ya sea porque alguna vez lo experimentamos o porque habríamos querido que así fuera. No es preciso que llegues tan lejos como Juliette Drouet; el mero indicio de atención ferviente, de aceptar a tus amantes como son, de satisfacer sus necesidades, los colocará en una posición infantil. La sensación de dependencia podría asustarlos un poco, y podrían experimentar un trasfondo de ambivalencia, una necesidad de afirmarse periódicamente, como lo hacía Hugo en sus aventuras. Pero sus lazos contigo serán firmes, y ellos seguirán regresando por más, atados a la ilusión de que recobran el amor materno que aparentemente perdieron para siempre, o que nunca tuvieron.


2.- A principios del siglo XX, el profesor Mut, maestro de un instituto para hombres en una pequeña ciudad de Alemania, empezó a sentir un odio profundo por sus alumnos. Mut estaba por cumplir sesenta años, y había trabajado mucho tiempo en la misma escuela. Enseñaba griego y latín, y era un distinguido especialista en estudios clásicos. Siempre había sentido la necesidad de imponer disciplina, pero la situación se había vuelto alarmante: los estudiantes sencillamente ya no se interesaban más en Homero. Escuchaban mala música y sólo gustaban de la literatura moderna. Aunque eran rebeldes, Mut los consideraba flojos e indisciplinados. Quería darles una lección y amargarles la existencia; su usual modo de hacer frente a los periodos de alboroto era la intimidación extrema, y casi siempre daba resultado.


Un día, un alumno al que Mut aborrecía —un joven altanero y bien vestido apellidado Lohmann— se puso de pie en clase y dijo: "No puedo seguir trabajando en este salón, profesor. Apesta a fut". "Fut" era como los muchachos apodaban al profesor Mut. El profesor tomó a Lohmann del brazo, se lo torció severamente y lo echó del aula. Luego se dio cuenta de que Lohmann había dejado su cuaderno de ejercicios, y al hojearlo vio un párrafo sobre una actriz llamada Rosa Fróhlich. 

Una intriga se incubó entonces en la mente de Mut: sorprendería a Lohmann retozando con dicha actriz, sin duda una mujer de mala reputación, y haría expulsar al chico de la escuela.


Primero tenía que descubrir dónde actuaba ella. Buscó por todas partes, hasta que por fin halló su nombre fuera de un cabaret llamado El Ángel Azul. Entró. El lugar estaba lleno de humo, repleto de sujetos de clase obrera que él menospreciaba. Rosa estaba en el escenario. Cantaba una canción; la forma en que miraba a los ojos al público era más bien descarada, pero por alguna razón a Mut le pareció encantadora. Se relajó un poco, tomó algo de vino. Después de la actuación de Rosa, él se abrió paso hasta su camerino, resuelto a interrogarla sobre Lohmann. Una vez ahí, se sintió extrañamente incómodo, pero se armó de valor, la acusó de pervertir a escolares y amenazó con llevar a la policía para que cerrara el lugar. Pero Rosa no se amilanó. Invirtió todas las frases de Mut: quizá era él quien pervertía a los muchachos. Su tono era lisonjero y burlón. Sí, Lohamnn le había comprado flores y champaña, ¿y qué? Nadie le había hablado nunca a Mut en esa forma; su tono autoritario solía hacer ceder a la gente. Debía sentirse ofendido: ella era de clase baja y mujer, y él maestro, pero Rosa le hablaba como si fueran iguales. Sin embargo, él no se enojó ni se fue. Algo lo obligó a quedarse.


Ella guardó silencio. Tomó una media y se puso a zurcirla, ignorándolo; los ojos de él seguían cada uno de sus movimientos, en particular la manera en que ella frotaba su rodilla desnuda. Por fin él aludió de nuevo a Lohmann, y a la policía. "Usted no tiene idea de cómo es esta vida", le dijo ella. "Todos los que vienen aquí se creen los reyes del mundo. Si no les das lo que quieren, ¡te amenazan con la policía!" "Lamento haber herido los sentimientos de una dama", repuso él, avergonzado. Cuando ella se levantó de su silla y las rodillas de ambos chocaron, él sintió un escalofrío subirle por la espalda. Ella se portó amable con él otra vez, y le sirvió un poco más de vino. Lo invitó a regresar y se retiró abruptamente, para presentar otro número.


Al día siguiente, Mut no dejaba de pensar en sus palabras, sus miradas. Pensar en ella mientras daba clases le brindó una especie de estremecimiento picante. Esa noche regresó al cabaret, aún decidido a sorprender a Lohmann en el acto, y una vez más se vio en el camerino de Rosa, tomando vino y tornándose extrañamente pasivo. Ella le pidió que le ayudara a vestirse; parecía un gran honor, y él la complació. Al ayudarla con el corsé y el maquillaje, se olvidó de Lohmann. Sintió que se le iniciaba en un nuevo mundo. Ella le pellizcó los cachetes y le acarició la barbilla, y le dejó ver ocasionalmente su pierna desnuda mientras desenrollaba una media.


El profesor Mut se presentaba entonces noche tras noche, ayudándola a vestirse, viendo su actuación, todo con una rara especie de orgullo. Estaba ahí tan a menudo que Lohmann y sus amigos ya no aparecían. Él había tomado su lugar; era él quien llevaba flores a Rosa, pagaba su champaña, la atendía. Sí, un viejo como él había vencido al joven Lohmann, ¡quien se creía tanto! Le gustaba cuando ella le acariciaba el mentón, lo elogiaba por hacer bien las cosas, pero se sentía aún más excitado cuando lo regañaba, soplándole polvo a la cara o tirándolo de la silla. Quería decir que él le gustaba. Así, gradualmente, Mut empezó a pagar todos sus caprichos. Le costaba su buen dinero, pero la mantenía lejos de otros hombres. 

Finalmente, él le propuso matrimonio. Se casaron, y estalló el escándalo: él perdió su trabajo, y pronto todo su dinero; terminó en la cárcel. Sin embargo, al final jamás pudo enojarse con Rosa. 

Por el contrario, se sentía culpable: nunca había hecho lo suficiente por ella.


Interpretación. El profesor Mut y Rosa Frohlich son los protagonistas de la novela Der Blaue Engel, escrita por Heinrich Mann en 1905 y más tarde estelarizada en la pantalla grande por Marlene Dietrich. La seducción de Mut por Rosa sigue la pauta clásica de la regresión edípica. 

Primero, ella lo trata como una madre trataría a un niño. Lo regaña, pero el regaño no es amenazador sino tierno, posee un lado burlón. Como una madre, ella sabe que trata con alguien débil que no puede evitar hacer travesuras. Mezcla con sus pullas muchos elogios y aprobaciones. Una vez que él empieza a experimentar una regresión, ella añade la estimulación física: cierto contacto para excitarlo, sutiles matices sexuales. Como premio a su regresión, él puede obtener el estremecimiento de acostarse por fin con su madre. Pero siempre hay un elemento de competencia, que la madre cree preciso acentuar. Él consigue tenerla para él solo, algo que no habría podido hacer si su padre se hubiera interpuesto en su camino, pero por primera vez tiene que arrebatársela a otros.


La clave de este tipo de regresión es ver y tratar a tus objetivos como niños. Nada en ellas te intimida, por más autoridad o posición social que tengan. Tu actitud les deja ver claramente que crees ser la parte fuerte. Para lograr esto, podría ser útil imaginarlas o visualizarlas como los niñas que alguna vez fueron; de repente, los poderosas no lo parecen tanto, ni tan amenazantes, cuando los sometes a una regresión en tu imaginación. Ten en mente que ciertos tipos de personas son más vulnerables a una regresión edípica. Busca a quienes, como el profesor Mut, aparentan mayor grado de madurez: personas puritanas, serias, un poco pagadas de sí mismas. Estas personas hacen un enorme esfuerzo por reprimir sus tendencias regresivas, sobre compensando así sus debilidades. Con frecuencia quienes parecen tener más control de sí mismos son los más aptos para la regresión. De hecho, la ansían en secreto, porque su poder, posición y responsabilidades son más una carga que un placer.


3.- Nacido en 1768, el escritor francés François-René de Chateaubriand creció en un castillo medieval en Bretaña. El castillo era frío y lúgubre, como si estuviera habitado por fantasmas del pasado. La familia vivía ahí en semirreclusión. Chateaubriand pasaba gran parte de su tiempo con su hermana Lucile, y su apego a ella fue tan firme que circularon rumores de incesto. Pero cuando tenía unos quince años, una nueva mujer, llamada Sylphide, entró en su vida: una mujer que él creó en su imaginación, una amalgama de todas las heroínas, diosas y cortesanas de las que había leído en los libros. Veía constantemente sus facciones en su mente, y oía su voz. Pronto ella paseaba con él, y conversaban. El la imaginaba inocente y elevada, pero a veces hacían cosas no tan inocentes. Mantuvo esta relación dos años enteros, hasta que marchó a París, y remplazó a Sylphide por mujeres de carne y hueso.


El público francés, harto de los terrores de la década de 1790, recibió con entusiasmo los primeros libros de Chateaubriand, sintiendo un nuevo espíritu en ellos. Sus novelas estaban llenas de castillos azotados por el viento, héroes perturbadores y apasionadas heroínas. El romanticismo estaba en el aire. El propio Chateaubriand se parecía a los personajes de sus novelas, y pese a su poco atractiva apariencia, las mujeres enloquecían por él: con Chateaubriand podían huir de su aburrido matrimonio y vivir la clase de romance turbulento sobre el que él escribía. El sobrenombre de


Chateaubriand era Ericrumteur; y aunque estaba casado, y era un católico fervoroso, el número de sus aventuras aumentó con los años. Sin embargo, tenía una naturaleza inquieta: viajó a Medio Oriente, a Estados Unidos, por toda Europa. No podía encontrar lo que por todos lados buscaba, y tampoco a la mujer correcta: cuando la novedad de una aventura se acababa, él se iba. Para 1807 había tenido tantos romances, y se seguía sintiendo tan insatisfecho, que decidió retirarse a su finca rural, llamada Vallée aux Loups. Llenó el lugar de árboles del mundo entero, transformando los jardines en algo salido de una de sus novelas. 

Ahí empezó a escribir las memorias que, preveía, serían su obra maestra.


Para 1817, sin embargo, la vida de Chateaubriand se había desmoronado. Problemas de dinero lo habían obligado a poner a la venta Vallée aux Loups. Con casi cincuenta años de edad, de repente se sintió viejo, y agotada su inspiración. 

Ese año visitó a la escritora Madame de Staél, quien estaba enferma y próxima a morir. Pasó varios días junto a su lecho, en compañía de la mejor amiga de Madame, Juliette Récamier. Las aventuras de Madame Récamier eran tristemente célebres. Casada con un hombre mucho mayor que ella, no vivían juntos desde hacía tiempo; ella había roto los corazones de los más ilustres hombres de Europa, como el príncipe Metternich, el duque de Wellington y el escritor Benjamín Constant. También se rumoraba que, pese a sus coqueteos, seguía siendo virgen. Tenía entonces casi cuarenta años, pero era el tipo de mujer que parece joven a cualquier edad. Atraídos por el pesar por la muerte de Staél, Chateaubriand y ella se hicieron amigos. Ella lo escuchaba con tanta atención, adoptando sus estados anímicos y haciéndose eco de sus sentimientos, que él sintió que al fin había conocido a una mujer que lo comprendía. También había algo en cierto modo etéreo en Madame Récamier. Su andar, su voz, sus ojos: más de un hombre la había comparado con un ángel celestial. Chateaubriand ardió pronto en deseos de poseerla físicamente.


Al año siguiente del comienzo de su amistad, ella le tenía una sorpresa: había convencido a una amiga de comprar Vallée aux Loups. La amiga estaría fuera unas semanas, y ella lo invitó a que pasaran juntos una temporada en la antigua finca de él. Chateaubriand aceptó encantado. Él le mostró la propiedad, explicando lo que cada pequeño tramo del terreno había significado para él, los recuerdos que el lugar le evocaba. 

Chateaubriand se vio invadido por sentimientos de su juventud, sensaciones que había olvidado. Indagó más en su pasado, describiendo hechos de su infancia. En momentos, paseando con Madame Récamier y mirando esos amables ojos, sentía un escalofrío de reconocimiento, pero no podía identificarlo del todo. Lo único que sabía era que debía volver a las memorias que había dejado de lado, "intento emplear el poco tiempo que me queda en describir mi juventud", dijo, "mientras su esencia sigue siendo palpable para mí."


Parecía que Madame Récamier correspondía al amor de Chateaubriand, pero, como de costumbre, ella se obstinó en mantener un romance espiritual. 

Sin embargo, l'Enchanteur llevaba bien puesto su mote. Su poesía, su aire de melancolía y su persistencia se impusieron finalmente, y ella sucumbió, quizá por primera vez en su vida. 

Entonces, como amantes, eran inseparables. Pero como sucedía siempre con Chateaubriand, al paso del tiempo no fue suficiente una mujer. El espíritu inquieto retomó. El empezó a tener aventuras de nuevo. Récamier y él dejaron de verse poco después.


En 1832, Chateaubriand viajaba por Suiza. Una vez más, su vida había sufrido un vuelco; sólo que para entonces ya estaba viejo de verdad, en cuerpo y alma. En los Alpes, extraños pensamientos de su juventud comenzaron a asaltarlo, recuerdos del castillo en Bretaña. Se enteró de que Madame Récamier se hallaba en la zona. No la había visto en años, y corrió a la posada en que se hospedaba. Ella fue con él tan gentil como siempre; durante el día daban largos paseos juntos, y en la noche se quedaban platicando hasta muy tarde.


Un día, Chateaubriand le dijo que por fin había decidido concluir sus memorias. Y tenía una confesión que hacer: le contó la historia de Sylphide, su imaginaria amante de pequeño. Una vez había esperado conocer a Sylphide en la vida real, pero las mujeres que conoció empalidecían en comparación. Con los años había olvidado a su amante imaginaria; pero ahora era viejo, y no sólo pensaba en ella otra vez, sino que podía ver su rostro y oír su voz. Con estos recuerdos cayó en la cuenta de que sí había conocido a Syplhide en la vida real: era Madame Récamier. El rostro y la voz se parecían. Más aún, ahí estaba el mismo espíritu sereno, la cualidad inocente y virginal. Al leerle la oración a Sylphide, que acababa de escribir, le dijo que quería ser joven de nuevo, y que verla le había devuelto su juventud. Reconciliado con Madame Récamier, Chateaubriand se puso a trabajar otra vez en sus memorias, que finalmente se publicaron bajo el título de Memorias de ultratumba. La mayoría de los críticos coincidieron en que ese libro era su obra maestra. Las memorias estaban dedicadas a Madame Récamier, de quien él siguió siendo devoto hasta su propia muerte, en 1848.


Interpretación. Todos llevamos dentro una imagen de un tipo ideal de persona que anhelaríamos conocer y amar. Con demasiada frecuencia ese tipo es una combinación de fragmentos y piezas de diferentes personas de nuestra juventud, e incluso de personajes de libros y películas. Individuos que influyeron profundamente en nosotros —un maestro, por ejemplo— también podrían figurar en él. Sus rasgos no tienen nada que ver con intereses superficiales. Más bien, son inconscientes, difíciles de verbalizar. Buscamos arduamente ese tipo ideal en nuestra adolescencia, cuando somos más idealistas. A menudo nuestros primeros amores poseen esos rasgos en mayor medida que los posteriores. En el caso de Chateaubriand, viviendo con su familia en su castillo aislado, su primer amor fue su hermana Lucile, a la que adoró e idealizó. Pero como el amor con ella era imposible, creó una figura salida de su imaginación, con todos los atributos positivos de Lucile: nobleza de espíritu, inocencia, valor. Madame Récamier no habría podido saber nada acerca del tipo ideal de


Chateaubriand, pero sabía algo sobre él, mucho antes incluso de conocerlo. Había leído todos sus libros, y sus personajes eran muy autobiográficos. Sabía de su obsesión por su juventud perdida; y todos estaban al tanto de sus aventuras interminables e insatisfactorias con mujeres, de su muy inquieto espíritu. Madame Récamier sabía cómo ser un reflejo de la gente, entrar en su espíritu, y uno de sus primeros actos fue llevar a Chateaubriand a Vallée aux Loups, donde él creía haber dejado parte de su juventud. Invadido de recuerdos, experimentó una regresión aún más intensa a su infancia, a los días en el castillo. Ella lo alentó activamente a eso. Más aún, encarnaba un espíritu que le era natural, pero que coincidía con el espíritu de juventud de él: inocente, noble, bondadoso. (El hecho de que tantos hombres se enamoraran de ella sugiere que muchos tenían los mismos ideales.) Madame Récamier fue Lucile/Sylphide. Chateaubriand tardó años en percatarse de ello; pero cuando lo hizo, el hechizo de ella sobre él fue total.


Es casi imposible personificar por entero el ideal de alguien. Pero si tú te acercas lo suficiente al de otra persona, si evocas algo de ese espíritu ideal, podrás conducirla a una seducción profunda. Para efectuar esta regresión, debes desempeñar el papel de terapeuta. Logra que tus objetivos se abran respecto a su pasado, en particular a sus antiguos amores, y más aún a su primer amor. Presta atención a toda expresión de desconcierto, cómo esta o aquella persona no les dio lo que querían. 

Llévalos a lugares que evoquen su juventud. En esta regresión no creas tanto una relación de dependencia e inmadurez como el espíritu adolescente de un primer amor. Hay un toque de inocencia en la relación. Gran parte de la vida adulta implica concesiones, maquinaciones y cierta dureza. Crea la atmósfera ideal dejando fuera esas cosas, atrayendo a la otra persona a una especie de debilidad mutua, evocando una segunda virginidad. Debe haber una calidad de ensueño en esto, como si el objetivo reviviera su primer amor pero no pudiera creerlo. Deja que todo se desenvuelva lentamente, que cada encuentro revele nuevas cualidades ideales. La sensación de revivir el placer pasado es sencillamente imposible de resistir.


4.- En el verano de 1614, varios miembros de la alta nobleza de Inglaterra, entre ellos el arzobispo de Canterbury, se reunieron para decidir qué hacer con el conde de Somerset, el favorito del rey Jacobo I, quien tenía entonces cuarenta y ocho años de edad. Luego de ocho años como favorito, el joven conde había acumulado tanto poder y riqueza, y tantos títulos, que no dejaba nada para nadie más. Pero ¿cómo librarse de ese hombre tan poderoso? Por el momento, los conspiradores no tenían respuesta. Semanas después, mientras inspeccionaba las caballerizas reales el rey vio a un joven nuevo en la corte, George Villiers, de veintidós años, miembro de la baja nobleza. Los cortesanos que acompañaban al rey advirtieron el interés con que el rey seguía a Villiers con la mirada, y preguntaba por él. Todos tuvieron que admitir que, en efecto, era un joven muy apuesto, con cara de ángel y una actitud encantadoramente infantil. Cuando la noticia del interés del rey en Villiers llegó a oídos de los conspiradores, supieron al instante que habían encontrado lo que buscaban: un muchacho capaz de seducir al rey y suplantar al temido favorito. Pero dejada a la naturaleza, esa seducción jamás tendría lugar. 

Debían ayudarle. Así, sin comunicar el plan a Villiers, se hicieron amigos suyos.


El rey Jacobo era hijo de María, reina de Escocia. Su infancia había sido una pesadilla: su padre, el favorito de su madre, y sus propios regentes habían sido asesinados; su madre, primero había sido exiliada, después ejecutada. Jacobo, cuando era joven, para escapar a las sospechas, se había fingido loco. Aborrecía ver una espada y no soportaba la menor señal de desacuerdo. Cuando su prima la reina Isabel I murió en 1603, sin dejar heredero, él se convirtió en rey de Inglaterra.


Jacobo se rodeó de hombres jóvenes con buen ánimo e ingenio, y parecía preferir la compañía de los muchachos. En 1612, su hijo, el príncipe Enrique, murió. El rey estaba inconsolable. 

Necesitaba distracción y buen ánimo, y su favorito, el conde de Somerset, ya no era tan joven y atractivo para brindárselos. El momento para una seducción era perfecto. Así, los conspiradores se pusieron a trabajar en Villiers, so capa de ayudarlo a ascender en la corte. Le proporcionaron un magnífico guardarropa, joyas, un carruaje reluciente, el tipo de cosas que el rey notaba. 


Retinaron Su práctica de la equitación, el esgrima, el tenis, el baile, así como sus habilidades con aves y perros. Fue instruido <en el arte de la conversación: cómo halagar, decir una broma, suspirar en el momento indicado. Por fortuna, fue fácil trabajar con Villiers: poseía una actitud naturalmente animada, y nada parecía incomodarle. Ese mismo año los conspiradores lograron que se le nombrara portador real de la copa: cada noche servía vino al rey, así que éste podía verlo de cerca. Semanas más tarde, el rey estaba enamorado. El muchacho parecía ansiar atención y ternura, justo lo que él anhelaba ofrecer. ¡Qué maravilloso sería moldearlo y educarlo! ¡Y qué perfecta figura tenía!


Los conspiradores convencieron a Villiers de romper su compromiso con una joven dama: el rey era muy decidido en sus afectos, y no toleraba la competencia. Pronto Jacobo quería estar con Villiers todo el tiempo, porque tenía las cualidades que él admiraba: inocencia y espíritu de corazón alegre. El rey lo nombró caballero de la cámara real, lo que les permitía estar solos. Lo que encantaba en particular a Jacobo era que Villiers nunca pedía nada, lo cual volvía aún más delicioso consentirlo.


Para 1616, Villiers había suplantado por completo al favorito anterior. Ya era entonces conde de Buckingham, y miembro del consejo real. Aunque para consternación de los conspiradores, acumuló rápidamente aún más privilegios que el conde de Somerset. El rey le decía "cariño" en público, arreglaba sus jubones, lo peinaba. Jacobo protegía celosamente a su favorito, ansioso de preservar la inocencia del joven. Satisfacía cada capricho del muchacho, era en realidad su esclavo. De hecho, el rey parecía experimentar una regresión: cada vez que Stee-nie, como le decía a Villiers, entraba a la sala, él empezaba a actuar como niño. Fueron inseparables hasta la muerte del rey, en 1625.


Interpretación. Es indudable que nuestros padres nos moldean para siempre, en formas que jamás terminamos de comprender del todo. Pero los padres son igualmente influidos y seducidos por su hijo. Pueden cumplir el papel de protectores, pero entre tanto absorben el espíritu y energía del hijo, reviven una parte de su propia infancia. Y así como el hijo batalla con sensaciones sexuales hacia su padre o madre, el padre o madre debe reprimir sensaciones eróticas comparables, presentes apenas bajo la ternura que experimenta. 


La mejor y más insidiosa forma de seducir a la gente suele ser situarte como el hijo. Imaginándose más fuerte, más al mando, ella se sentirá atraída a tu telaraña. Sentirá que no tiene nada que temer. Enfatiza tu inmadurez, tu debilidad, y déjala ceder a la fantasía de que te protege y educa, un deseo intenso cuando la gente es mayor. Lo que no percibe es que te metes hasta el fondo de su ser, insinuándote: es el niño quien controla al adulto. Tu inocencia hace que los demás quieran protegerte, pero también está sexualmente cargada. La inocencia es muy seductora; hay quienes ansían incluso corromperla. Despierta sus sensaciones sexuales latentes y podrás descarriarlos con la esperanza de satisfacer una intensa pero reprimida fantasía: acostarse con la figura filial. En tu presencia, asimismo, también ellos empezarán a experimentar una regresión, contagiados por tu espíritu travieso e infantil.


Casi todo esto era natural en Villiers, pero es probable que tú debas emplear cierto cálculo. Por fortuna, todos poseemos fuertes tendencias infantiles a las que es fácil acceder y exagerar. Haz que tus gestos parezcan espontáneos e imprevistos. Todo elemento sexual de tu conducta debería parecer inocente, inconsciente. Como Villiers, no pidas favores. Los padres prefieren consentir a los hijos que no piden cosas, sino que los invitan a dar con su actitud. Dar la impresión de que no censuras ni críticas a quienes te rodean hará todo para hacerte parecer natural e ingenuo. 

Adopta un comportamiento alegre, animoso, aunque con un filo pícaro. Enfatiza toda debilidad que puedas tener, las cosas que no puedes controlar. Recuerda: la mayoría recordamos con cariño nuestros primeros años, pero, paradójicamente, a menudo la gente más apegada a esa época es la que tuvo una niñez más difícil. 

En realidad, las circunstancias le impidieron ser niño, así que nunca crece, e implora el paraíso que nunca pudo experimentar. Jacobo I pertenece a esta categoría. Las personas de este tipo son blancos ideales para una regresión inversa.


Símbolo. La cama. Acostado solo en la cama, el niño se siente desprotegido, temeroso, necesitado. En un cuarto cercano está la cama de su m/p-adre. Es grande e indebida, sede de cosas que se supone que él no debe saber. Transmite a la seducida ambas sensaciones —desamparo y transgresión— al acostada y arrullada.

REVERSO.

Para revertir las estrategias de la regresión, las partes de una seducción tendrían que mantener una actitud adulta durante el proceso. Pero esto no sólo es raro, sino también poco placentero. La seducción significa hacer realidad ciertas fantasías. Ser un adulto responsable y maduro no es una fantasía, es un deber. Además, una persona que mantiene una actitud adulta en relación contigo es difícil de seducir. En toda clase de seducción —política, mediática, personal—, el objetivo debe experimentar una regresión. El único peligro es que el hijo, harto de la dependencia, se vuelva contra el padre o madre y se rebele. 

Debes estar preparado para esto; y, a diferencia de un padre o madre, no tomarlo nunca como algo personal.


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